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Cuentos de un pasado lejano: El poso de la tradición

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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Se puede considerar a Shigeru Mizuki (1922-2015) como el Cervantes del manga: no solo porque también perdió un brazo en la guerra, sino por su prestigio como autor y la relevancia cultural de su obra. Querido por el público, venerado por la crítica internacional y honrado por las instituciones, Mizuki se ganó su más que merecido reconocimiento con toda una vida de dedicación al cómic. Una de las razones de la singularidad de su obra radica en la voluntad, manifiesta desde el inicio de su carrera, de tender puentes entre el manga, entendido como un medio de expresión casi virgen y cargado de posibilidades, y las tradiciones milenarias de su país.

Aunque ahora sean su mayor exportador, los japoneses no inventaron el cómic. Las tiras cómicas son un producto cultural netamente occidental del que Japón supo apropiarse integrándolo en su cultura, como el ferrocarril o el traje de chaqueta. El cómic japonés —o manga, como lo llamaron reciclando un término acuñado por Hokusai—, aun con la presencia de numerosos localismos en su temática y en su estética, no dejaba de ser un invento extranjero. Su auge en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial no fue sino un aspecto más de la multiforme modernización de Japón; supuso una ruptura, más que una continuidad, con sus tradiciones. “Nosotros, colocados ante una civilización más avanzada —decía Tanizaki en El elogio de la sombra—, no hemos tenido más remedio que introducirla en nuestras vidas y, de rechazo, nos hemos visto obligados a bifurcarnos en una dirección diferente a la que seguíamos desde hace milenios”. De este modo, Osamu Tezuka creó el lenguaje visual del manga moderno partiendo directamente de modelos Disney (reinterpretados, eso sí, de forma bastante heterodoxa). En cambio, Shigeru Mizuki, que saltó al ruedo del manga en la década de los cincuenta —esto es, bajo la larga sombra de Tezuka—, lo hizo volviendo la mirada hacia las fuentes de la propia tradición japonesa.

Así, Mizuki escarbó en el folclor de su terruño hasta el punto de volverse un auténtico erudito en yōkai, los duendes, demonios y/o fantasmas de las leyendas japonesas; convertidos en personajes de cómic, los hizo protagonistas de las series que lo proyectaron a la fama: Akuma-kun, Kappa no Sanpei y, sobre todo, Kitarō (publicada aquí por Astiberri). Dedicó también algunas de sus páginas más ambiciosas a ilustrar la historia de Japón, haciendo gala de un exhaustivo trabajo de documentación (Shōwa, aún inédito en castellano). Y en esta misma vena de recuperar el pasado, dio en adaptar al formato del manga una selección de cuentos medievales pertenecientes al Konjaku monogatari (Cuentos de un pasado lejano). Aunque dicha obra data de 1995-96, hasta hoy no había sido publicada en nuestro idioma. La editorial Satori, especialista en temas japoneses, se ha encargado de remediarlo, brindándonos una cuidada edición de este clásico moderno, que cuenta con traducción de Marc Bernabé (garantía de buen hacer) y un generoso aparato de notas marginales que ayudan al lector profano con las muchas referencias geográficas, históricas y culturales que aparecen en el texto.

El Konjaku monogatari es una extensa colección de cuentos (parece ser que “konjaku” equivale a nuestra locución “érase una vez”) compilados por un autor anónimo, seguramente un monje budista, a finales del período Heian (ca. s. XII). En ellos se dan cita el mismo gusto por lo sobrenatural, el mismo humor costumbrista y el mismo erotismo desacomplejado que caracterizan a tantos otros repertorios de cuentos medievales: Las mil y una noches, Los cuentos de Canterbury o El Decamerón. La adaptación de Mizuki preserva el sabor añejo de las historias originales, que sentimos en su maravillosa alteridad como destellos de un tiempo y de un mundo ajenos al nuestro. La atmósfera recreada en este manga excepcional, con sus paisajes y sus paisanajes, me recuerda a la puesta en escena de Kwaidan de Masaki Kobayashi o a las películas de época de Akira Kurosawa; especialmente a Rashōmon, que de hecho está inspirada —a través de un relato de Ryūnosuke Akutagawa— en uno de los cuentos del Konjaku monogatari adaptados por Mizuki: Pesadilla en los montes de Ōe, que describe con tanta sencillez narrativa como poesía visual el episodio de una violación en el bosque. A todo esto, que acostumbrado como estoy a Kitarō, una serie para todos los públicos, al principio me descuadraba totalmente encontrarme escenas sexualmente explícitas en un manga de Mizuki.

Pero lo verdaderamente milagroso en esta obra es el universo gráfico de Mizuki, que aquí llega a unas cotas de plenitud y virtuosismo antológicas. Sus típicos personajes, monigotes caricaturescos que evocan los retratos de Sharaku, se recortan sobre escenarios realistas, trufados de detalle, donde no se deja al azar ningún elemento de la composición y cada textura está rematada con maestría: el ojo se solaza en las vetas de madera del entablado, en la geometría de las arquitecturas, en los densos entramados de tinta que tejen los distintos grados de niebla y de tiniebla… y, por supuesto, en los yōkai, la especialidad del autor, que desfilan por las páginas de historias como Abe no Seimei. La habilidad de Mizuki en amasar texturas encuentra uno de sus puntos culminantes en El pueblo del manantial de sake, donde al representar los prados cubiertos de flores que rodean a una escondida tierra de jauja consigue sugerir el trampantojo de una explosión de color… ¡en un cómic en blanco y negro! Son de destacar también otros recursos singulares, como los planos en negativo fotográfico o las expresivas imágenes de flores, arbustos, jirones de niebla y cielos nocturnos que aparecen encastradas en la narrativa. Con la delicadeza simbólica propia de un haiku, las peonías o la luna llena sugieren al lector cómplice un espectro emocional muy concreto (nótese que de este recurso se apropia también el shōjo más refinado).

La versión de Mizuki de los Cuentos de un pasado lejano es, en definitiva, una obra magistral que se sitúa en las antípodas del manga comercial de nuestros días: sagas interminables, intensas, ruidosas, que se agolpan en los anaqueles de las librerías compitiendo por la atención de la chavalada con los colores flúor de sus portadas. Frente a ellas, las historias cortas de este Konjaku monogatari, comprometidas en su fondo y en su forma con la tradición japonesa, desprenden el discreto aroma de atemporalidad que distingue al verdadero arte.

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