Miércoles 22, alrededor de las 16:00 hora española, me disponía a tomar el tren hacia Sevilla cuando algunos amigos empezaron a contactarme para saber si estaba bien. Momentos antes se había producido un ataque terrorista en Londres en el área de Westminster. Los que me conocen bien saben que suelo ir con frecuencia al parlamento de Westminster para asistir a las sesiones de pleno que se celebran en la Cámara de los Comunes, y ese miércoles comparecía la primera ministra.

En cuanto llegué a Reino Unido este fin de semana hablé con varios amigos que tengo en Londres y que según me cuentan estaban por la zona. También hablo con un agente de Scotland Yard (la policía metropolitana) que me conoce de tantas veces como me ve pasar el control para acreditarme como visitante. Todos coinciden en lo mismo: nadie pensaba que era un ataque terrorista, o al menos no lo parecía hasta que el terrorista no empotró el coche en la valla del parlamento.

Un británico de 52 años, de cuyo nombre no quiero acordarme para no darle publicidad, decide atropellar con su Hyunday i40 gris oscuro a todo aquel que encuentra por el puente de Westminster dirección hacia el Big Ben. Choca su coche con una valla del parlamento y sale del coche con un cuchillo de chef profesional y se lo clava a un agente de policia produciéndole una herida mortal. Acto seguido asalta la entrada del parlamento dirigiéndose hacia el interior con el cuchillo en la mano y gritando. Varios policias de paisano lo abaten mediante disparos y lo matan. Y así acaba el ataque terrorista sembrando el terror en las calles de Londres.

Caos, gritos, confusión, pánico, miedo, desesperación. Corriendo de un lado para otro, gritando en medio de un mar de cabezas y rostros es shock. La gente teme otro 11-S cuando se dan cuenta de que el loco que había atropellado a varias decenas de personas en el puente había apuñalado a un policía mientras el parlamentario Tobias Ellwood trataba de reanimarlo fracasando en el intento sin poder evitar lo inevitable. El parlamento es acordonado, los parlamentarios que estan en su interior se pasan cuatro horas encerrados y la primera ministra, Theresa May es puesta a salvo y concucida al 10 de Downing Street. Todas las fuerzas de seguridad están alerta, incluso el agente de Scotland Yard que me conocía y que no estaba de servicio en esos momentos. Ambulancias y bomberos llegan de todas partes, hasta varios helicópteros médicos donados por los masones de londres, y tratan de evacuar a los casi cincuenta heridos y los cinco muertos. Caras con miradas perdidas, llantos, lagrimas, tristeza, rotos por dentro. «London again», Londres otra vez.

No fue un loco, fuen un fanático religioso, islamista en este caso, pero no nos confundamos. Llamemos a las cosas por su nombre. Fanatismo hay en todas las religiones incluso entre los ateos. El Islam no es el problema. Cada cual es libre de profesar la fe que quiera o ninguna. Es una libertad y es un derecho. Ninguna religión es el problema, los cobardes que manipulan a los creyentes y les lavan el cerebro para que cometan actos violentos en nombre de Dios, ellos son el problema. Ningún dios si de verdad es dios, necesita que ningún mortal lo defienda matando en su nombre. El dinero y el poder que hay detrás de estos actos terroristas, como el que llevó a cabo el britanico convertido al islam el pasado miércoles, son la razón. Poder geopolítico y económico-financiero para grupos criminales son la verdadera cara del terrorismo religioso.

Mientras tanto, la gente agena a esta cruda realidad rinde homenaje a las víctimas e intenta sobreponerse a esta experiencia traumática que ha interrumpido bruscamente sus normales y cotidianas vidas. Que la tierra les sea leve a quienes nos han dejado. Que la tristeza se pase pronto a quienes sufren su pérdida. Que el terror sepa que no podrá con nosotros. DEP.

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