No he conseguido leer Alguien bajo los párpados, la nueva novela de Cristina Sánchez-Andrade, como un lector blanco, aunque esa era mi intención. Un lector blanco es alguien que lee -se divierte o se aburre, devora las páginas o se las va saltando- pero no analiza.

Pido perdón por ello, y me lo pido fundamentalmente a mí mismo, porque habría preferido sólo leer, sin juzgar ni analizar; no lo logré. Pero sí puedo ahorrarme aquí, y ahorrárselos a quien tenga la fortuna de seguir siendo un lector blanco, los detalles de mis juicios y análisis; aunque mi sentencia sea claramente favorable.

Prefiero contar por qué me costó entrar en el texto. Y la historia sería algo así:

Érase una vez un escritor que, leyendo un libro firmado por una prima hermana de una de sus mejores amigas, lo iba encontrando delicioso, encantador, precioso… el libro más bonito que había leído en su vida.

El libro se titulaba Las Inviernas, y aunque quizá la nueva obra de Cristina sea superior, a mí Las Inviernas me sigue pareciendo el libro más bonito que he leído en mi vida (ya quisiera Gabriel García-Márquez, ladies and gentlemen).

Es fácil comprender la situación de ese escritor que leía el libro firmado por una prima hermana de una de sus mejores amigas, y que tantísimo le gustó, cuando tuvo que enfrentarse a la siguiente novela de la autora.

Me costaba avanzar, la historia no acababa de engancharme, y sobre todo estaba preocupadísimo por cómo iba a decírselo a Cristina de quien -para colmo de males y compromisos- me he acabado haciendo bastante amigo. Pobre de mí…

Pobre del escritor que había leído el libro firmado por una prima hermana de una de sus mejores amigas, y ahora estaba leyendo el siguiente en cuyas primeras páginas hasta había encontrado desagradable la descripción de una de las protagonistas. Naturalmente un escollo de ese tipo se puede salvar mintiendo, cayendo en la hipocresía. Pero el escritor que leía -a la prima sí, leía a la prima de una muy querida amiga- era y es incapaz de decir mentiras. Todo se le va por la boca, siempre dice lo que piensa, y tener que poner freno a la lengua es para él muy cruel tortura.

Iba cavilando pretextos, el escritor que leía a la prima de su tan querida amiga, para no acabar el libro, para posponer su lectura hasta el verano, momento en el que probablemente le resultase más fácil pues la vida se remansa y parece que ya no tira tanto; no tanto tira.

«Lo he dejado para el verano«. Sí, sonaba bien. No perfecto, pero sí suficiente.

Y entonces sucedió la presentación de Alguien bajo los párpados en la librería Alberti de Madrid. Estaba hasta la bandera. Gente en las escaleras, entre los libros, sin ver a la autora y probablemente hasta sin oírla, e incluso en la calle: esos por supuesto ni veían ni oían.

Pero como amén de escritor soy periodista, so pretexto de hacer unas fotos de la novelista -he utilizado una para encabezar esta columnita- me deslicé como una anguila entre los lectores sudorosos y apelotonados y me agencié una silla-escalerita, la de la librera, desde la que algo se veía y se llegaban a escuchar incluso algunas frases completas. En una de esas frases me enteré que la abuela de la autora había servido parcial, muy tangencialmente, de inspiración al personaje de Olvido, la primera protagonista de Alguien bajo los párpados.

Yo había oído hablar muchísimo de esa señora a la prima de la autora, a quien era mi amiga desde la época en que coincidimos en la Agregaduría Comercial de España en Dakar. Y cuando me contaba sobre su abuela mi amiga Luisa, así se llama la prima de Cristina Sánchez-Andrade, yo me bebía sus palabras y me la imaginaba en su casa imponente, pero también de piedra y fría, en Santiago de Compostela.

Pero escuché algo más. Fargo. A Cristina Sánchez-Andrade le gustaba Fargo. La película o la serie, no sé. A mí me gustó la película, pero la serie me parece lo más brillante que jamás se ha hecho en narración cinematográfica.

Volví a casa con los oídos llenos de música literaria y el corazón libre de opresión y compromisos. Haría y diría lo que me diese la gana. Punto.

En aquel momento iba por la página 120 de la novela; no había parado del todo, pero mantenía ciertas reservas, aunque la escena del tipo que trabajaba en la televisión me había parecido excelente. Decidí mandar a hacer puñetas mis reservas y mi lectura analítica y seguir simplemente leyendo.

Fargo, la abuela de Luisa…
Despacio y a mi aire. Hasta que me ganó por completo la curiosidad, logré recuperar mi ingenuidad, mi blancura como lector, y sólo deseaba saber qué iba a pasar en la extraña novela de carretera ambientada en una Galicia no exactamente moderna. Y leí y leí, y conduje y conduje, y el soplido pérfido y maestro de Cristina Sánchez-Andrade fue derribando todas las paredes de mis reticencias.

Al terminar, en la página 329, después de la última línea, escribí dos frases, la primera sin verbo. Y me esmeré para hacerlo con la mejor de mis caligrafías. Las frases, con las que daré por finalizada esta pequeña historia, fueron las siguientes:

Espléndida y brutal. Me ha encantado.

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