Llegué al control de seguridad del aeropuerto de Ibiza con destino Madrid y con aquel dicho en la cabeza: «Ibiza tanta diversión, tan pocos recuerdos». Me quité los zapatos, la chaqueta, el cinturón no, porque no suelo usar, ahora es tiempo de tirantes. Coloqué todo debidamente dispuesto en la bandeja gris y cetrina y me dispuse pacientemente a la cola. Como evocaba George Clooney en la película “Up in the air”: los japoneses suelen llevarlo todo bien preparado, son rápidos y eficaces en ser examinados. Lástima que en Europa predominan los europeos. La cola era bastante larga y, como sucede en estos casos, algo difusa. Aunque iba con tiempo, comencé a ponerse algo nervioso, en mi caso, posiblemente durase más el control aeroportuario que el trayecto en sí. Otros tenían un aspecto cansado del jet-lag, una mujer mayor gastada por los años, tuvo que cruzar varias veces el arco de seguridad, ante la estupefacción de sentirse una posible terrorista en potencia.

La gente comenzó a protestar en voz baja, con cierto recelo, pues los aeropuertos se han convertido en lugares hostiles para el pueblo llano. Más de uno ha perdido su vuelo por parecerse a nosequién, llevar una barba poco cuidada, o mostrarse irascible con las normas de uso.

Viajar siempre ha sido una aventura, pero cuando debes pasar por un aeropuerto, el riesgo aumenta, ya que ante la posibilidad de un ataque terrorista, todo es baladí. Parece que el terrorismo, sea de la variante que sea, tiene como fin primero, dificultar la movilidad y atrancarlo todo. El terrorismo es esa mata de pelos que sacas del bote sinfónico del cuarto de baño, dificulta el tránsito y resulta repugnante, aunque en esencia tú hallas contribuido a eso. Todo el mundo entiende que los controles en los aeropuertos resultan molestos pero necesarios, ya que una vez en el aire, existen pocas posibilidades de maniobra ante un altercado. Esto nos lo enseñó Melendi, sin duda, su gran contribución al mundo de la cultura popular.

Ahora se han puesto de moda los atentados con camiones y vehículos pesados, que aprovechan zonas peatonales muy transitadas para atropellar cuantos más inocentes, mejor. Buen momento para la industria de los maceteros urbanos gigantes y pesados.

Con el atentado de San Petersburgo el pasado 3 de abril en una estación de tren, se abre la posibilidad de instaurar ese tipo de controles también en las estaciones ferroviarias e incluso de autobús. Una vez más el terrorismo consigue enmarañar la movilidad, acercándonos a todos al inmovilismo, parece una metáfora, pero cada día resulta más palpable. Observo un futuro cuasi-cercano en el que tengamos que padecer controles exhaustivos antes de subir al autobús de línea, o viajar en el metro junto a un tipo armado con una metralleta mientras un inmigrante a su lado toca el acordeón o vende tres chocolatinas a un euro.

Nos registrarán antes de tomar cualquier transporte, ya sea un taxi, o un patinete en la playa, ahí por lo menos no tendremos que quitarnos zapatos, ni la chaqueta, aunque si mostrar el interior del bañador. Controles para poder manejar el carro del supermercado, porque aunque sea de confianza, las ruedas fabricadas en el tercer mundo pueden tener arrebatos yihadistas.

Para los órganos de gobierno, igual que para cualquier lujurioso todo se soluciona con control. Cuando era presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre aumentó exponencialmente el número de agentes de policía locales y municipales, su lema rezaba: a mayor seguridad, mayor libertad. Es como recomendarte una armadura oxidada para hacer running, o un casco para leer determinados artículos de Alfonso Ussía.

Lamento profundamente la muerte de gente inocente de una forma tan aleatoria, no deja de ser un fracaso de la sociedad que todos conformamos. Pero los daños colaterales, aparte del segregacionismo para unos, también admiten licitar el excesivo control de las autoridades para todos. Cuando me preguntaron cual era el motivo de mi visita a Ibiza, no recordaba nada, y casi paso la noche en un cuarto sin ventanas.

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