Contra la violencia

Contra la Cultura (XVI)

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Los prejuicios dominan nuestro pensamiento. Hace falta mucha autocrítica y, quizá, mucha vida para tener una perspectiva crítica sobre nosotras mismas. Nos encerramos y no atendemos a la diversidad y eso nos lleva al conservadurismo cómodo de pensar que todo el mundo es malo, lo que justificaría nuestra defensa permanente de la autoprotección o la riqueza (confundiéndola con el impulso natural de la supervivencia); o que todo el mundo es bueno, por tanto queda autorizado “curar” al enfermo que no sabe de su propia “bondad” llegando, a veces, a la extirpación por el bien del organismo.

Sin embargo, en todas las épocas hemos podido elegir entre ser una buena o una mala persona, no se me escapan los matices históricos de cada instante pero recuerdo a Alcidamas (apenas sabemos de él un par de citas no seguras), quien se pronunció en contra de la existencia de una esclavitud por naturaleza, mientras nuestros Platón y Aristóteles (de quienes conservamos cuando no más de lo que escribió al menos una parte importante de sus ideas, respectivamente) ni siquiera contemplaron la posibilidad de la abolición… Lo interesante no es justificar por qué en su época estos egregios pensadores asumieron el sistema esclavista: eso es fácil, sino explicar cómo si Alcidamas pudo ver su maldad ellos no. El argumento no es mío sino de un liberal, aunque en España no entendamos ese término: Popper. Decía arriba lo del prejuicio porque el nombre, para muchos, invalidará este argumento…

La lógica de la Historia es conservadora, la simplificación de los hechos que conlleva la narración, casi siempre basada en documentos sobre los documentos de los documentos, es extremadamente cruel; cualquier investigador sabe que la vuelta a las fuentes supone la reescritura de la Historia, a veces con virajes inesperados, contradictorios, casi todo es una mentira endeblísima hasta la locura de preferir mantener la locura… otra vez por el bien común, siempre hay un “sanador” procurando una salud comunal que nadie le ha pedido.

Resumiendo, no nos dejemos engañar: la violencia sobre los demás no es una necesidad, aunque sea natural. Es difícil de reprimir, no podemos negar que existe y a veces tiene una función catártica, la venganza inmediata es una pasión hacia la que propendemos peligrosamente. Al fin y al cabo el ataque individual puede ser un delito y debe ser tratado como tal. Me preocupa, empero, la violencia ideológica, y no me refiero a la virulencia de las ideas sino a la ideología que promueve el control, el sometimiento, la agresión y hasta la eliminación como medios o fines para el citado bien común: me preocupa la verdad impuesta. Las ideas, como las palabras, no son peligrosas por sí; nunca tuve claro por qué debían prohibirse los periódicos que apoyaban a ETA, sin menoscabo del delito que podía suponer señalar o causar un daño constatable a alguien, nunca tengo claro si se debe prohibir la defensa del fascismo intelectual, sometido al Código Penal y no financiado con dinero público, claro está. El Diablo carga la censura y la prohibición, el pensamiento regulado crea monstruos y lo estamos constatando en nuestra debilitada democracia actual, cuando alguien regula el insulto y no sus efectos fehacientes caemos en la denuncia por pensar o expresar…

Al Humanismo repugna el dolor ajeno. Por mucha razón que creamos tener, la valoración del sufrimiento debe prevalecer sobre la razón; una sociedad es libre (extraño concepto más espirituoso que naturalista) cuando no son punibles las formas, cuando nada (salvo el daño objetivo) queda proscrito de antemano, cuando las ideas provocan debate, reflexión y cambios regulados por un sistema que garantice mayorías y un complejo legal que evite el abuso sobre las minorías. El ideal ilustrado, al que deberíamos volver, sólo ponía como límites del conocimiento y la expresión el invisible Tribunal del Público Lector, es decir: la posibilidad de crítica, de análisis de una población que (se suponía) habría de ser progresivamente más culta: la Cultura; por tanto, un Estado garante tendría como prioridad absoluta la Educación, porque ésa es la clave de la paz.

Ninguna idea, ninguna vale la represión, la tortura, la vida de una persona; la perversión consiste en justificar que el mal de unos pocos podría generar el bien de la mayoría: eso no ocurre jamás y es la espita que desemboca en el exterminio. El Estado no debe ser una estructura impuesta sino el contexto de la construcción de la convivencia, si quieren: entendido como un mal menor y sometido a los cambios precisos. Nunca he soportado el patriotismo, que me parece la expresión de debilidad intelectual más flagrante; por eso no entiendo los nacionalismos, jamás he considerado la españolidad más que como circunstancia azarosa y por eso me asusta el totalitarismo de fondo presente en la idea de “pueblo” (y, a pesar de la comprensión, me repele el independentismo catalán, porque antepone la idea de grupo a la de persona amparándose en un supuesto designio histórico).

“No hallo manera de sumar individuos”, dijo Antonio Machado. El Humanismo no busca el ideal, no esculpe la utopía para después amoldar a lo humano, sino al revés: construye el conocimiento empós de la utopía (racional) sin prisas, sabedor, quizá, de que el camino importa más que el destino. No hay orden, no hay fin, no hay más valores que los que usted está pensando en este instante irrepetible de una realidad que nada significa para nadie. No hay más libertad que este caos. La idea de la dirección, del progreso, de la providencia, del destino o el designio nos llevan automáticamente a la destrucción de todo aquello que frene su ejecución, que estorbe la ejecución de una lucubración que sólo es parte de una psicosis (a veces colectiva) desconectada de la realidad, subjetiva, loca. Esa majadería llamada Historia la han construido dementes (conscientes o no) a los que admiramos dementes, a nuestra vez.

Debemos pensar en el sufrimiento, debemos ser conscientes del horror y del horror que es causar ese sufrimiento. Antes de buscar soluciones totales, debemos intentar no dañar gratuitamente a nuestro alrededor. Más allá del diálogo hay un punto de no retorno a partir del cual se construye el vampirismo de la Historia: basamentado en el tormento más atroz, en la carne y la sangre aplastadas de miles de millones de seres humanos con sus emociones, pasiones, etc., eso es lo que debe aprender nuestra chiquillería: que la grandeza del arte eclesiástico encubre un crimen de lesa humanidad secular; que la bandera y la frontera, el hueso tronzado de los inocentes; que la monarquía, el latrocinio racista más abyecto; que el lujo, la esclavitud encubierta o no…

No juzgo, no, debemos vivir, convivir con nuestras contradicciones: somos libres cuando pensamos cada cual críticamente y no queremos imponer a los prójimos, y el contexto lo permite, lo demás es el silencio… de la Muerte. Éste es el movimiento a la contra hogaño, ésta es la revolución real frente a la institucionalización de las ideas inertes, cuales fueren… Ramón Andrés recuerda la terrible sentencia atribuida al romano Vitelio: “El enemigo muerto siempre huele bien, y mejor aún si es ciudadano”, nada resume mejor esa violencia de la que rehuimos en este ensayo como contraria al Humanismo.

 

 

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