-Claro que puedes venir a verme. Cuando quieras, yo no voy a moverme de aquí, ja ja já.

-No ha sido nada grave, aunque menos mal que el médico se preocupa de mí como si fuera de la familia, y decidió ingresarme. Espléndido, te espero esta tarde.

-Qué alegría escucharte, hija. Están aquí tu prima Solita y su marido, me han traído unas flores preciosas.

-La operación será mañana, al parecer van a tener que ponerme anestesia general, pero tampoco sería la primera vez.

-¿El alta? No creo que me la den hasta después del fin de semana, en casa no hay nadie que pueda hacerme las curas, y aquí las enfermeras son tan solícitas y cariñosas.

-Que amable por llamar, Jesús, y por seguir acordándote de mí. Gracias por las flores, son preciosas.

Todos la llaman, se preocupan de ella, por ella. Hasta su hija más díscola iba a viajar desde Londres para hacerle compañía; si la empresa no le hubiera negado el permiso en el último momento ahora estarían juntas. Pero quien sí ha acudido es el pequeño, el último soltero de la familia, “no te cases nunca, hijo mío” (y así podrás cuidar de tu madre cuando se ponga enferma).

Otra llamada. Desde Toulose, su prima Enma, hacía años que no sabía de ella. Cuelga el teléfono con una sonrisa agradecida. Está feliz. A partir de los setenta años, con la propia familia desaparecida o atomizada a causa de la nube de yernos, nueras, nietos y consuegros, es muy difícil conseguir un poco de atención. De joven le bastaba chasquear los dedos, agrandar el escote o tirar un poco hacia arriba de la falda, para convertirse en el centro del universo. Y cuando los niños eran pequeños ella era la única pieza realmente imprescindible, la protagonista natural en todo momento. Pero el tiempo es cruel, y más con las mujeres; aún más con aquellas que han sido deslumbrantes, de tan hermosas.

Tuvo que arriesgarse, claro; nada es gratis, ni siquiera barato, cuando se han cumplido los setenta años. Setenta y tres para ser exactos. Bajaba las escaleras del teatro, donde había acudido en compañía de una amiga y los maridos de ambas. La alfombra era gruesa y de aspecto suave, mullido. Los hombres se aburrían en solitario, apenas dejando escapar la mirada en pos de mujeres jóvenes, y ella charlaba con su amiga, sin fijarse en lo que decía o escuchaba.

No podía pasarle nada demasiado malo.

Una vez que se toma una decisión lo mejor es no volver a pensarlo. Apoyó -con valentía- un pie en el aire, y miró al techo. Imaginó al público aplaudiéndola. El elegante zapato de piel se hundió en la indiferencia del aire y a continuación todo el cuerpo le siguió en inevitable movimiento. Las caras girando a su alrededor, los gritos:

-Nena ¿te has hecho daño? Ahora mismo te llevamos al hospital, no te muevas, espera que yo te levanto, así, sin forzar. Más despacio.

-Habría que llamar a una ambulancia.

-La gente tan mayor no debería salir de casa.

-La pierna tiene bastante mal aspecto, yo diría que se está hinchando.

Vuelve a sonar el teléfono. Esta vez se trata de un antiguo pretendiente que llevaba siglos sin hacerla el menor caso.

-Jorge, qué alegría escucharte. Sí, estoy bien, estoy, pero el doctor ha ordenado que me ingresen para operarme. En unos días, como nueva, ya lo verás.

Cuelga sonriente. Agradece tanto las llamadas. Todas. Por ello hay una frase que repite -después de dar las gracias, muchas gracias- en cada conversación a través de la línea inalámbrica.

-Es vuestro cariño y atención, lo que incluso antes de operarme ya me está curando.

 

(Artilato, aunque más relato que artículo, dictado por Javier Puebla, y mecanografiado por su buen amigo el escritor Ángel Arteaga Balaguer).

 

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