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Conciencia, honor, fama…

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Dada la extensión de la sentencia, dice el catedrático Javier Pérez Royo en un artículo en eldiario.es, me voy a limitar a la atribución de los delitos de prevaricación y malversación (En el presente artículo, se han omitido deliberadamente cargos y nombres para hacer una discusión lo más abstracta posible). “He leído detenidamente el apartado de los «Hechos Probados» y la parte de los «Fundamentos Jurídicos» en los que se individualiza la responsabilidad penal”.

Vaya por delante la máxima “atrévete a saber” convertida de forma más adecuada en “atrévete a ser honesto” que es la que sigue siempre el señor Pérez Royo.

“Estos son los únicos «hechos probados» imputables. El Gobierno puede haber elaborado un Proyecto de Presupuestos con finalidad fraudulenta, pero, si el Parlamento lo tramita parlamentariamente y lo aprueba, el acto del Gobierno es jurídicamente irrelevante.

El ordenamiento jurídico del Estado Constitucional descansa en la presunción «iuris et de jure», que no admite prueba en contrario, de que el Parlamento no es susceptible de ser engañado. Políticamente se le puede engañar, pero jurídicamente no. La voluntad expresada por el Parlamento es la voluntad general, es la ley. Nada de lo que haya ocurrido en el proceso de elaboración de la ley es jurídicamente relevante, una vez que ha sido aprobada”.

¿Por qué nos cuesta tanto reconocer la responsabilidad de actos reprobables?

Avancemos una explicación: yo creo que tiene que ver con el pasado católico de este país y por eso hay una diferencia entre la reacción entre ciudadanos de cultura protestante y ciudadanos de cultura católica. El protestante se juega el valor de su conciencia. El protestante mantiene una relación directa entre su conciencia y Dios. El católico tiene la mediación de la iglesia.

El protestante, como no tiene la figura de la confesión, no se puede engañar; ni se engaña él ni engaña a Dios. Si a esto añadimos una enseñanza con fundamentos morales, que es la que se deriva de la ética protestante, entenderemos por qué pesan tanto los problemas de conciencia y debido a ello podemos ver numerosos casos de políticos que dimiten por una nimiedad. El católico se confía a un intermediario y no pasa nada; ya vendrá un tercero asumir la responsabilidad.

Hay otra razón. En la cultura protestante hay una cultura bíblica y en la cultura bíblica hay una relación entre culpa y libertad. El culpable no es un ser maldito. La culpa, por alguna razón, forma parte del proceso de libertad del hombre. Quien se siente públicamente culpable es respetado. En la cultura católica sin embargo en el lugar de la conciencia está la fama, el buen nombre, el honor, el reconocimiento social. La fama y el honor como corazas con las que nos protegemos de los demás.

Si en España alguien pierde el honor, no es que sea atacado duramente por sus rivales, es que acaba siendo desacreditado por los propios amigos. En nuestra cultura quien pierde la fama pierde todo y por eso los políticos antes de perder la fama son capaces de aguantar lo que haga falta.

Una cultura cívica es, sin duda, fundamental para el funcionamiento del sistema democrático y también de la vida económica, pero muchos la consideran un lastre para la alegría de vivir porque la responsabilidad, la previsión y el comedimiento restringen a menudo la satisfacción de preferencias personales. Pero debemos asumir las consecuencias de nuestros actos sin ampararnos o invocando instancias externas como puede ser la voluntad expresada por el Parlamento, la religión, la naturaleza o la patria. Si hemos hecho un acto libre, entonces tendremos que asumir sus consecuencias.

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