No es ningún secreto que a los sectores más conservadores y a los económicos, financieros y empresariales no les ha sentado nada bien que en España se haya formado un Ejecutivo de coalición cuyo objetivo principal es la aplicación e implementación de medidas basadas en la justicia social.

Al nuevo gobierno se le podrá criticar de muchas maneras, pero nadie podía sospechar que se hiciera a través de argumentos absolutamente clasistas y machistas como los que se ha utilizado en algún medio de comunicación a la hora de definir el vestuario que han utilizado los miembros del gobierno al jurar o prometer sus cargos.

Veamos algunas perlas de lo que se ha dicho. En referencia a la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, se refiere al vestuario del siguiente modo: «con una chaqueta estampada de tapicería bastante favorecedora». Aunque después alaba el gusto de la vicepresidenta, hay un uso despectivo y una crítica a que utilice camisetas con eslóganes. La camiseta se ha convertido, precisamente, en una herramienta de denuncia social muy importante. ¿Por qué se la crítica por eso? Evidentemente, por un concepto clasista de la vestimenta.

El estilo de los ministros y ministras de Podemos, evidentemente, no se podía dejar sin criticar. A Pablo Iglesias se le dice que «con su coleta tan característica, y camisa rosa, va decente para lo que es él, pero seguro que lleva zapatos de suela de varios pisos de goma. Tío, hazte una chaqueta a medida, sólo una, para salvar al gremio de los sastres, aunque sea. ¡Son artesanos!». De Irene Montero, ministra de Igualdad, se afirma que «se quitó por fin la camiseta de lactancia» como si de un sacrilegio estilístico se tratara. El análisis prosigue: «Ella quiere hacernos creer que pasa de la ropa, pero lleva una blazer menos low cost de lo habitual en ella: lo detectamos en el botón forrado». Observamos cómo la mirada exquisita y alérgica del clasismo patrio condena la ropa de bajo coste, añadiendo como portadora de una suerte de verdad absoluta que «en Inditex los botones siempre son lo peor». Y no satisfecha, cataloga el estilo de Irene como «paso de todo, yo estoy a lo importante, como si currarse un poco más su aspecto le restase intelectualidad». Y para terminar, con insulto de regalo, esta sutil y constructiva apreciación: «Es boba, porque es muy mona y se podía sacar más partido. El día del debate en La Sexta la peinaron y maquillaron y, francamente, la dejaron muy guapa».

Llega el turno de Alberto Garzón, ministro de Consumo, que cometió la osadía de ir vestido, a juicio de la autora, «con una americana azulona terrible que no venden ni en Lefties y que parece el uniforme de un bedel de la época de Franco. De un sereno, más o menos». Además, aprovechó la coyuntura para ilustrar que «no hay problema a no ponerse corbata, pero ojito con las camisas blancas, que te hacen parecer camarero de tasca». Otro claro ejemplo de cómo el clasismo busca menospreciar al orgullo de clase con burdas comparativas.

Aceptación de alto copete, eso sí, a la vestimenta aterciopelada color vino «de alguna boutique de Getxo», que lucía la ministra de Educación, Isabel Celaá. A continuación, el turno fue para Nadia Calviño, ministra de Economía, portadora de «una chaqueta de esas infumables» que, sorprendentemente, a la autora le recordaba «a la Reina Letizia» y que, a pesar del conseguido claroscuro nipón, era «una pésima combinación». El análisis estilístico de la nueva ministra de Exteriores, Unión Europea y Cooperación concluye con un «le damos una oportunidad a esta mujer». Parece que el estilismo bermejo de Arancha González Laya le «horripila» a la analista de los ropajes, que manifiesta abiertamente su rechazo por la gente que lleva gafas con monturas de colores muy llamativos.

«Elegante y sobria», así es la ministra favorita de la articulista. Margarita Robles defiende, al igual que su cartera política, «un look Stendhal de rojo y negro para la que solo queda un aplausos». También de tonos rojinegros la ministra de Industria, Reyes Maroto, se había «tomado demasiado en serio la jura y va como de boda, con sedas y transparencias, metáfora de la política de Sánchez» y el chascarrillo fácil no podía dejar de estar presente en la observación. Porque…, ¿de qué estábamos hablando, de política o protocolo de etiqueta? Como colofón, «una ministra muy trasnochada» llevará la cartera de Política Territorial y Función Pública. «Carolina Darias viste un pelín primaveral», aunque el cambio climático diga lo contrario, y llevaba en la solapa un broche que a la analista no le queda muy claro si «es una esponja de baño de esas que nadie compra y que son como un estropajo».

Más allá de este análisis, que pretendía ser de moda y que ha acabado como una publicación soez, hay 22 personas que han jurado sus cargos como ministros con un fin común: la justicia social y el progreso del Estado. Lejos del carácter anecdótico de lo aquí analizado, el feminismo y la igualdad real están por encima de todas estas barreras que los sectores más reaccionarios intentan interponer en el camino hacia el progreso. Ya lo dijo la ministra de Igualdad, Irene Montero, haciendo suya una frase de Rosa Luxemburgo: «el primer gesto revolucionario es decir las cosas por su nombre» y «este ministerio de Igualdad será un ministerio feminista cargado de memoria, memoria de aquellas mujeres que fueron y por las cuales hoy somos». Y, a modo de recordatorio, objetar que no hay cosa más pasada de moda o en términos estilísticos demodé, como el machismo confeso y practicante de los sectores conservadores y ultraderechistas que intentan obstaculizar esta nueva etapa política.

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