Clarke & Kubrick: ¿El futuro era esto?

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Para regocijo de los aficionados al noble arte del tebeo, ECC acaba de recopilar en un tomo los cuatro álbumes de Clarke & Kubrick, la señera serie humorística de ciencia ficción que Alfonso Font publicara allá a principios de los ochenta en las páginas de Rambla y Cimoc. El origen de esta pareja cómica se remonta a una serie anterior de Font, los Cuentos de un futuro imperfecto que publicaba en la revista 1984, en sintonía con los Cuentos de la taberna galáctica de Josep Maria Beà y demás hitos de la época que, al calor de Métal hurlant, reivindicaban la historieta de ciencia ficción no tanto como un efectivo medio de evasión sino como vehículo para la crítica social. En su primera aparición en Cuentos de un futuro imperfecto (no recogida en esta compilación), no se les llamaba Clarke y Kubrick sino Arthur y Stanley, en una forma ligeramente más velada del mismo homenaje a los maestros de la ciencia ficción. El autor se encariñó con los personajes y, en cuanto se le presentó ocasión, les dio su propia serie.

No es de extrañar que les tomara aprecio. Clarke y Kubrick son una versión galáctica y grasienta del típico dúo de humor que tan bien ha demostrado funcionar en la historieta española, a lo Mortadelo y Filemón o Pepe Gotera y Otilio. Kubrick es vitalista e impulsivo, pronto a indignarse y a encenderse ante las injusticias; Clarke es reflexivo, amoral y sibilino, con los pies bien anclados en la tierra. Ambos no paran de discutir, ya sea entre sí o con todos los desaprensivos que encuentran en su camino (aprended, polluelos de guionista: diálogos inteligentes, ágiles y vehementes sin caer en el recurso fácil de las palabrotas), y ambos son igual de cobardes, codiciosos, entrañablemente humanos en sus contradicciones y en sus cambios de humor. Antiheroicos en el comportamiento y en las trazas, siempre mal afeitados, despeinados y llenos de mugre, se buscan la vida en un futuro cargado de tópicos, caricatura de nuestra sociedad. El de esta serie prefigura ese futuro seborreico y cañí de Acción mutante donde conviven robots y trileros de feria entre astronaves destartaladas, injusticias sociales y corporaciones sin escrúpulos. Los “espacialistas” Clarke y Kubrick se encargan de hacer los trabajos sucios de una mezquina multinacional que se dedica a sacar provecho de la explotación colonialista del cosmos, y que muy adecuadamente se llama la C.E.E., siglas de Compañía de Exploración Extraterrestre. (Nota para millennials: recordemos que esto está escrito a principios de los ochenta, cuando esas eran las siglas del leviatán transnacional llamado a convertirse en la Unión Europea. ¡Anda que no se le veían ya los dientes al lobo!)

La plumilla de Alfonso Font despliega en Clarke & Kubrick un desternillante repertorio de futuros distópicos; la risa que nos arranca tiene mucho de amargor, porque nos vemos dolorosamente reflejados en ellos, con todo lo que tienen de irracional y ridículo: un desesperante planeta burocrático, donde los protagonistas sobreviven a duras penas a una avalancha de materiales de archivo; un futuro donde la gestión de la contaminación se ha convertido en la principal actividad industrial de la humanidad (una actividad, por desgracia, altamente contaminante, lo que no hace sino amplificar la magnitud del problema); un planeta controlado por científicos militares y fuerzas de seguridad que han entrado en una absurda espiral de destrucción: “¡En realidad para eso está el ejército! ¿No es así? ¡Para demoler lo edificado, frenar lo que corre y derribar lo que vuela!”, les dice a los protagonistas un exultante oficial que, evidentemente, disfruta con su trabajo. Una reflexión desgraciadamente actual en los tiempos que corren, de rearme global y presupuestos militares al alza.

Otros autores utilizan estilos distintos para sus comics serios y sus series cómicas, realista versus caricatura. A Alfonso Font no le hace falta; sea cual sea el género, lo aborda desde la expresividad de su estilo propio e inconfundible, que igual le vale para este sainete galáctico que para la serie negra de Privado, las aventuras marítimas de Jon Rohner, las urbanas de Taxi o la ciencia ficción “seria” de El prisionero de las estrellas. Si os fijáis, lo mismo les pasa a Carlos Giménez, José Ortiz, Jordi Bernet y otros epígonos de su generación. La de Font es una voz tan reconocible como auténtica, fruto de una época; hablamos de un autor de talento que, siguiendo el camino abierto por Víctor de la Fuente, se fue a París en los setenta a buscarse la vida; que allí compartía piso con Cothias y se iba de cañas con Loisel y Cabanes; que cuando volvió dejó su huella en las revistas más míticas del despertar del cómic adulto en España. Las viñetas de Clarke & Kubrick sintetizan la enjundia de todo este caldo de cultivo de creación tebeística, vivido y mamado en primera persona a ambos lados de los Pirineos. Por ejemplo, descubro (y disfruto) en sus páginas numerosos guiños al Valérian de Christin y Mézières, la reina de las sagas de ciencia ficción de la bande dessinée, empezando por los consabidos saltos espaciotemporales (que revuelven las tripas y provocan unas jaquecas horrorosas); la figura del ulapo trideseico, un alienígena achaparrado, trompudo y parlanchín que protagoniza una de las historietas de este tomo, es una reelaboración de aquellos inolvidables shingouz que aparecían por primera vez en El embajador de las sombras.

Ahora vivimos en el futuro de entonces. Ya hace tiempo que tiramos al contenedor azul los calendarios del 2001, que resultó un año de mucha tensión geopolítica pero poca odisea espacial; pasó el 2015 sin que los ángeles de Evangelion atacaran la Tierra y el 2019 sin que ningún replicante se fugara de las colonias exteriores; según Valérian, Nueva York llevaría ya 36 años sumergida en las aguas turbulentas, y hace ya tres décadas que Tokio habría sido arrasada por la primera manifestación de Akira. Parece que, al fin y al cabo, no estamos tan mal. Desde nuestra atalaya del 2022, el futuro planteado por Alfonso Font en Clarke & Kubrick se nos antoja deliciosamente retro. En los ochenta era razonable pensar que en el futuro habría salones de arcade y utilitarios espaciales, en lugar de redes sociales e internet de las cosas. Pero el dibujante no se equivocaba vaticinando que el futuro sería, pese a lo hipertecnológico, igual de cutre y de casposo que siempre.

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