Por Francisco J. Vanaclocha

A las 20 horas del domingo 20 de diciembre habrá echado el cierre en España, por esta vez, el mercado electoral. A los demócratas todavía nos cuesta contemplar las elecciones en términos de oferta y demanda, de “venta” y de “compra”, de mercadotecnia, de fallos de mercado…. Lógico, porque hablamos de los procesos democráticos por excelencia, aquellos en los que estamos llamados a participar periódicamente para legir a nuestros representantes, a nuestros gobernantes y, al menos desde una concepción clásica, a los mejores ciudadanos, para que conduzcan los destinos de nuestra comunidad política. Idealizamos las elecciones y nada de malo hay en ello. Pero en la campaña no es raro que encontremos lo mejor y lo peor de los actores (personas y organizaciones) que compiten por las cuotas de poder que están en juego en ese momento. Y puede que detectemos al mismo tiempo mucho de noble y no poco de innoble. Unos ciudadanos decidirán su voto sopesando ambos aspectos, mientras otros preferirán mirar hacia otro lado y aferrarse a la opción con la que mejor afirma su pertenencia a un grupo o que mejor defiende sus intereses. Pero no cabe negar que las preferencias electorales se cincelan y resuelven en un juego de ofertas y demandas políticas.

Lo universalmente cierto es que en ese mercado electoral característico de las democracias, los votos, aunque se cuenten por millones, son siempre un bien escaso. Y que los resultados electorales acaban con las especulaciones y ponen a todos,  partidos y líderes, en el lugar que verdaderamente les corresponde. Dan la medida de la solidez y credibilidad  de la oferta que, explícita o implícitamente, han presentado a la ciudadanía.

 

 

 

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