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Ciencia e Inquisición: Réquiem por Luc Montagnier

José María Asencio Gallego
José María Asencio Gallego
Juez y escritor. Ingresó en la Carrera Judicial en el año 2013. Ha ejercido de juez en las ciudades de Salamanca, Torrevieja, Mollet del Vallès y Barcelona. Miembro de la asociación Juezas y Jueces para la Democracia, habiendo sido coordinador de la sección territorial de Cataluña entre los años 2017 y 2019. Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca. Profesor de Derecho y Criminología de las Universidades de Barcelona, Autónoma de Barcelona, Abat Oliba CEU y del Institut de Seguretat Pública de Catalunya. Consultor internacional. Actualmente es Jefe del Área de Relaciones Externas e Institucionales de la Escuela Judicial del Consejo General del Poder Judicial.
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análisis

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Corría el año 1600 y el astrónomo y filósofo Giordano Bruno esperaba en su celda el cumplimiento de su sentencia. Siete años antes, la Inquisición Romana le había apresado e internado en una lúgubre mazmorra, húmeda y hedionda, donde día y noche oía los gritos de los prisioneros torturados. ¿Su delito? El pecado de la herejía, la no sumisión a los dogmas de una religión que, por aquel entonces, combatía ferozmente todo lo que se oponía a ella; la discrepancia con las verdades oficiales, que no podían ser negadas ni discutidas, pues provenían de Dios y su palabra revelada era inmutable.

Bruno rechazaba, como antes lo había hecho Copérnico, que la Tierra fuera el centro del cosmos. Y defendía que no había diferencia entre materia y espíritu, conclusión que le llevó a calificar la Eucaristía, la transmutación del pan en carne y del vino en sangre, de falsedad. Por todo ello fue declarado hereje y quemado vivo en la hoguera, al igual que sus libros, que también perecieron bajo las llamas en la plaza de San Pedro y fueron incluidos posteriormente en el Índice de Libros Prohibidos.

Antes de morir, Bruno, sereno, en un acto de gallardía, se dirigió al tribunal y dijo: “El miedo que sentís al imponer esta sentencia tal vez sea mayor que el que siento yo al aceptarla”. Pero si bien el filósofo murió y muchas de sus obras fueron quemadas, su memoria y sus palabras perduraron. Su condena no hizo más que avivar su recuerdo. Y los esfuerzos de la Inquisición por erradicar su pensamiento resultaron en vano.

Hoy en día, por fortuna, nadie perece bajo las llamas. En los Estados democráticos se garantiza el derecho a la libertad de expresión de los ciudadanos, que engloba el derecho a la crítica a todo cuanto consideremos que debe ser puesto en duda. Al menos esto es lo que se desprende de la práctica totalidad de los textos constitucionales hoy vigentes, así como de los convenios internacionales sobre derechos humanos suscritos por la mayoría de los países.

El problema surge, sin embargo, cuando los derechos fundamentales y, entre ellos, la libertad de expresión, se convierten en meras florituras estéticas. O, tal vez peor, cuando su ejercicio efectivo lleva a quien emite su opinión fundada no ya a su muerte física, como ocurría en el pasado, sino a su muerte social en la pira inquisitorial contemporánea.

A ello se refirió Tocqueville que, en La democracia en América, dejó escrito lo siguiente: <<El amo ya no dice: “Pensad como yo o moriréis”, sino: “Sois libres de no pensar como yo”. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. Permaneceréis entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de apestados e incluso aquellos que crean en vuestra inocencia os abandonarán. Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte>>.

Esto, queridos lectores, es lo que le ocurrió a Luc Montagnier, uno de los virólogos más reconocidos de los últimos tiempos, premio Nobel de Medicina en el año 2008 por el descubrimiento del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), causante del sida, que falleció el pasado 8 de febrero privado de su prestigio, injuriado y humillado por quienes no han conseguido ni jamás conseguirán ni un ápice de lo que logró el Dr. Montagnier.

En una época de verdades absolutas, de dogmas científicos impropios del concepto mismo de ciencia, Luc Montagnier alzó la voz e hizo lo que todo científico que se precie de serlo debe hacer: dudar. Dudó de la eficacia de las llamadas vacunas contra la Covid. Puso en entredicho que estos productos fueran realmente efectivos para combatir el virus. Y no creyó a pie juntillas, como han hecho otros muchos, las meras manifestaciones de los representantes, oficiales y extraoficiales, de unas empresas farmacéuticas cuya única finalidad es enriquecerse.

Durante casi dos años, el fanatismo y la ceguera que siempre le acompaña se han impuesto en una sociedad dominada por el miedo. Una pavura que, durante días y noches interminables, ha sido inoculada en dosis extremas por unos medios de comunicación que nos han bombardeado con terribles cifras de muertos con o por Covid o con colosales números de contagios. Los mismos medios de comunicación que han celebrado debates sin la nota definitoria de estos, es decir, sin argumentos contrapuestos.

Todo lo que se ha opuesto a las verdades oficiales, a los nuevos dogmas científicos, que poco o nada difieren de los religiosos, ha sido calificado de “negacionismo”. Y esto ha ocurrido hasta el punto de tachar de loco o incompetente a un científico de la talla de Luc Montagnier. Así lo anunciaba el titular de un diario de tirada nacional en nuestro país: <<Montagnier, las locuras anticientíficas del premio Nobel que aisló el VIH>>.

Es algo grotesco. Tachar de anticientífico a un científico que ha actuado como tal, que ha observado, analizado y concluido, en vez de, como han hecho otros, creer y asentir.

Si la ciencia se ha convertido en dogmática, la ciencia, tal y como la hemos conocido, ha muerto. Y ha dado paso a otra cosa, a una religión de la ciencia o a una ciencia religiosa.

Luc Montagnier lo sabía. Y se rebeló contra este cambio de paradigma. Por eso le escribo este réquiem, para honrar la memoria de un gran hombre que, pese a todo, siempre defendió aquello en lo que creía.

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2 COMENTARIOS

  1. Excelente artículo homenaje a un científico de verdad. Y pensábamos que la Inquisición era cosa del pasado y de la Iglesia católica solamente. Pues no. La Inquisición es cosa del ser humano que no ha entendido aún que con la intolerancia y la represión no se progresa en absoluto. Al contrario. Y ya no es cosa religiosa, a no ser que la Ciencia se haya convertido en la nueva religión al servicio del dinero, el nuevo dios supremo, algo que desgraciadamente estamos comprobando con las grandes farmacéuticas.

  2. Una defensa muy necesaria para un hombre que tuvo el coraje de dar voz a la independencia del debate científico en un momento en que la sociedad está bombardeada por «expertos», «verificafores» y «periodistas» con evidentes conflictos de interés y dudoso rigor científico.
    Muchas gracias

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