Dicen que Narciso Ibáñez Serrador fue el Hitchcock español, aunque quizá esa etiqueta fuese algo exagerada. Nadie ha estado ni estará nunca a la altura de aquel señor gordito con aspecto flemático que revolucionó la historia del cine. Además, el mismo Chicho siempre negó ese título de “maestro” que le habían colgado desde que aterrizó en Televisión Española allá por 1963. De hecho, solo firmó dos películas en su vida −¿Quién puede matar a un niño? y La residencia−, aunque ambas obras maestras, eso sí.

El creador de la calabaza Ruperta fue un visionario, un mago del suspense, el gran hacedor de aquella televisión española que nacía en blanco y negro y con interferencias. Hijo del gran actor Narciso Ibáñez Menta y de la actriz Pepita Serrador, Chicho no podía ser otra cosa que un hombre del espectáculo. Haber nacido en una familia de artistas le permitió aprender todos los oficios del teatro, desde tramoyista e iluminador hasta actor, guionista y director. Alguien que da sus primeros pasos en la vida sobre un escenario no puede ser otra cosa que comediante.

Sin embargo, pese a haber crecido en la fábrica de los sueños rodeado de fabulosos decorados e historias fantásticas, tuvo una infancia dura, como casi todos los genios. Él mismo cuenta que una extraña enfermedad parecida a la hemofilia, la púrpura hemorrágica, marcó su carácter para siempre. A la hora de salir al recreo tenía que quedarse en clase y no podía jugar como los demás niños ante el riesgo de hacerse daño y morir desangrado. De esa manera, el destino quiso que Chicho se rodeara de libros más que de balones, de cuentos evasivos más que de combas y peonzas. De alguna manera, aquella enfermedad de su infancia que lo hizo más tímido y retraído fue su primera historia de terror y de aquel sentimiento de miedo a ser diferente, a no poder ser como los demás chicos, nacerían grandes relatos de ficción.

El genio fue forjando su imaginación en el sufrimiento hasta que un buen día le dijo a su madre que se iba a Egipto, probablemente detrás de una muchacha de la que se había enamorado en Mallorca. Cuentan que fue camarero, fotógrafo de prensa y presentador en un club nocturno de El Cairo, aunque nunca se sabrá muy bien dónde termina la realidad y empieza la leyenda. En todo caso, más experiencias de la vida para las historias que estaban por contar. La muerte de su madre, una mujer estricta y metódica, supuso un fuerte trauma para él. “Sabes que siempre he sido mejor actriz que tú actor. Te quiere mamá”, le dijo en una carta de despedida antes de morir. Alguien estudiará algún día cómo el carácter de las madres, esa relación curiosamente “hitchcockiana” madre-hijo, modela decisivamente la personalidad del genio.

Sea como fuere, el joven Chicho aprendió el oficio de actor trabajando con su padre en tierras argentinas. Allí firmaron un buen puñado de filmes para la televisión siguiendo las últimas técnicas importadas de Estados Unidos. Fue entonces cuando llegó el momento decisivo: decidió probar suerte en España y plantarse en TVE con un maletín lleno de modernas películas rodadas de una forma como nunca antes se había visto. Cuando el mago entró en los platós y mostró su material, los directivos quedaron con la boca abierta. En la televisión española estaba todo por hacer, se rodaba de una forma rudimentaria, primitiva, de manera que fue como si ET hubiese aterrizado de repente en nuestro país para enseñarnos los secretos del Séptimo Arte. Dejemos que este señor haga lo que quiera, debieron pensar los mandamases del ente público.

Lo que vino después fue el éxito arrollador, sin paliativos, total. El mundo rendido a sus pies. Chicho supo jugar con los miedos de los españoles de aquella época en su legendaria serie Historias para no dormir. Aquel grito desgarrador de una mujer aterrada antes de cerrarse una puerta bruscamente atormentó a varias generaciones. La gente se metía en la cama temblando de miedo con los monstruos transgresores de Chicho, personajes macabros –animalescos y humanos− que no se habían visto en nuestro país en tantos años de autarquía y dictadura. De alguna manera, el genial director exorcizó las fobias y las filias de un país que sufría el trauma del franquismo, la represión política y la inquietud ante el futuro inmediato. Con El asfalto, la historia de un hombre con una pierna escayolada que queda pegado al pavimento de la calle sin poder despegarse ante la indiferencia de la gente, logró proyección internacional y colocar a TVE en la vanguardia de las televisiones europeas.

Años después repitió la fórmula pero esta vez el cebo no sería el terror alimentado por la situación política sino el sexo reprimido de los españoles: Historia de la frivolidad, donde el cineasta jugó con el erotismo no satisfecho y con la crítica a la censura.

Y así es como llegamos a la obra maestra de la televisión: Un, Dos, Tres, el célebre concurso que rompió las audiencias. Todo un país pegado al televisor, Kiko Ledgard, Maira Gómez Kemp, la calabaza Ruperta, el festín de señoras estupendas con los muslos al aire en primerísimos primeros planos (una licencia machista que hoy nos horroriza), Don Cicuta, los Tacañones, los fastuosos decorados cartón piedra, las coreografías imposibles, los concursantes-amigos-y-residentes-en-Madrid, el show business copiado de Broadway, el coche y el chalé en Torrevieja Alicante… De nuevo el mago jugando con los anhelos, los sueños y las frustraciones de tantos españolitos ingenuos que querían salir de pobres aunque fuera poniendo en evidencia su incultura o lanzándose por un tobogán lleno de huevos podridos.

Ayer nos dejó el genio pero todas esas aventuras, películas, trepidantes concursos y cuentos de terror quedarán para siempre en los archivos como la memoria visual de un pueblo y parte de su historia. La televisión de hoy, mucho más fría, mediocre y escasa de imaginación tiene mucho que aprender de Chicho. El Gran Narciso Ibáñez Serrador.

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