Son incapaces de mirarse a la cara. Cabizbajos y avergonzados, pululan de un lado a otro de la calle, entre las ambulancias, sin cruzar palabra. Cuando, por casualidad se cruzan las miradas, se vuelven desafiantes.  Los vehículos de emergencia permanecen allí, esperando el fatal desenlace. Los policías, han acordonado la zona después de sacar a todos los vecinos del edificio. Un lugar, que visto desde fuera, parece el paraíso de la edificación. Todo son maderas nobles. Raíz de nogal en las fachadas. Roble en las vigas que sostienen un edificio impresionante de siete plantas con cuatro viviendas por planta, salvo en el bajo que está la portería y dos pequeñas viviendas además de la del conserje.  Suelos de algarrobo, encimeras de teca y baños de bambú completan este singular edificio construido en los años setenta. Un lugar estéticamente impecable y, durante años, solo accesible para bolsillos privilegiados. Sin embargo, la novedad pasó y la falta de algunos cuidados, hizo inevitable la universalización del vecindario.

Hace algo menos de un lustro, empezaron los primeros problemas. Uno de los vecinos del bajo, descubrió que una especie de serrín se acumulaba con cierta asiduidad en uno de los laterales del salón. Un especialista le dijo que tenía termitas y que, de no tratarlas, acabarían comiéndose todo el edificio. El inquilino expuso su problema a la comunidad, explicándoles que no era un problema individual de su vivienda, sino de todos los vecinos.

El edificio había generalizado el vecindario, pero del bajo al séptimo piso, había notables diferencias. Las vistas al inmenso parque que atraviesa el río, eran imposibles hasta el tercer piso y en el cuarto se veían a ras de tejados, mientras que desde el  séptimo se podía divisar toda la comarca. Y unos amaneceres que ni en Tolum y atardeceres de siluetas lejanas anónimas, junto al río, al estilo Hugh Jackman y Nicole Kidman montados en su caballo en la película Australia. Los pisos más altos conservaban su vecindario original, mientras que del bajo al segundo piso, todos eran vecinos nuevos que habían aprovechado la burbuja inmobiliaria para trasladarse a un lugar con más fama que realidad. También por eso la capacidad económica era mayor cuanto más arriba. Sin embargo, ante la problemática de las termitas, la solución no era vista de igual manera por todos.

El dueño de la casa en la que se descubrieron los isópteros no tenía capacidad para solucionar por si solo el problema y así se lo hizo saber a sus convecinos. Muchos, entendieron que si las termitas se comían el bajo, todo el edificio se derrumbaría. Por eso, tres de los habitantes del quinto, dos del sexto, uno del séptimo, todos los del cuarto y uno del tercero, además del vecino del bajo votaron a favor de pagar el tratamiento antitermitas, mientras que todos los demás, los catorce restantes, votaron en contra. Quizá no les hubiera importado asumir el coste de los insecticidas, pero lo que no estaban dispuestos de ninguna de las maneras era a pagarles las dos semanas de hotel que necesitaría el dueño implicado en estar fuera de casa. Tres semanas más tarde, uno de los propietarios del “no”, propuso a la comunidad un presupuesto más barato en el que no era necesario que los del bajo abandonaran su casa. Le daban un 70% de efectividad. Y casi todos votaron a favor, menos el dueño del otro bajo y dos del primero que también se opusieron alegando que eso era un problema individual y no colectivo.

Un año después, las termitas se habían trasladado a la otra parte de la planta baja y a dos de los pisos del primero. El karma había hecho que fueran las casas de los que votaron en contra de la solución aprobada en comunidad. Ahora, ya no había que pagar la estancia de dos personas en un hotel para solucionar definitivamente el problema (el presupuesto barato, no había sido efectivo y las termitas habían cambiado de casa) sino de doce. La cuenta subía considerablemente por lo que en votación, siguió saliendo “NO”.

Algunos de los vecinos de los pisos altos, optaron por contratar el tratamiento preventivo para sus casas. Cerrándolas a cal y canto a los demás vecinos por miedo al contagio. En Junta, se aprobó que ninguno de los vecinos podría subir más arriba de aquel piso en el que se encontrara su casa.

Esta mañana, la policía ha sacado a todos los vecinos de la cama. Uno de los machones del primero ha cedido totalmente comido. El edificio está en ruina. Las termitas se han comido la madera por dentro, dejando solo una especie de envoltorio.

No van a poder entrar ni a por las pertenencias personales porque el riesgo de que acabe en un montón de escombros, es grande.

 


Catatonia

Decía el sábado el escritor estadounidense, Jonathan Safran Foer, en una entrevista que le hizo Javier del Pino, que no puedes despertar a quién se hace el dormido. Y el pueblo no está dormido, sino en un extraño y falso confort que les ha llevado a la catatonia.

Jeremy Corbyn hizo campaña prometiendo nacionalizaciones, aumentar los impuestos a los más ricos y la inversión en los servicios públicos, apostando por una sociedad que ”funcione para la mayoría y no para unos pocos”.

Un tipo del que muchos británicos dicen que es el último tipo honesto que quedaba en política, al que han votado mayoritariamente (67%) los británicos comprendidos entre los 18 y los 24 años, descendiendo paulatinamente hasta llegar al 11% de los mayores de 75 años.

A pesar de ello, ha obtenido los peores resultados para el partido Laborista desde 1935 dando la mayoría absoluta a otro “rancio” como Trump o Bolsonaro.

Nuevamente la extrema derecha se hace con el poder y la izquierda sigue sin reaccionar. ¿Por qué? es la pregunta del millón.

Los resultados del Reino Unido demuestran que la diferencia de votos entre el excéntrico de Johnson y Corbyn es de tres millones seiscientos setenta y un mil votos sobre un electorado de poco más de treinta y dos millones de votantes (un 26,28% más). En el sistema electoral británico quién gana la circunscripción se lleva el escaño.

¿Por qué casi catorce millones de británicos han elegido más de lo mismo en lugar de una sociedad más justa en la que los ricos paguen más, se apueste por los servicios públicos y por recuperar aquellos que, estando en manos privadas, convierten los bienes de primera necesidad como la electricidad o el agua en el negocio de unos pocos?

Si observamos el mapa que figura a la izquierda, podemos sacar una conclusión:

El voto británico es claramente nacionalista. En Escocia, el único de los territorios de los que se compone el Reino Unido de la Gran Bretaña, en el que no triunfó el Brexit, ganan casi por unanimidad los nacionalistas del SNP (Scotland National Party). En el resto del estado, salvo en Irlanda dónde el voto está dividido entre unionistas y verdes, ganan los azules del nacionalismo inglés. Los que según todos los “expertos” habían sido engañados por los Bots Rusos que a través del Facebook y del WhatsApp habían decidido la balanza en favor de abandonar la UE.

Y este es el quid de toda la cuestión, la UE. Los británicos han votado a favor de si mismos (o eso creen) y en contra de una Unión que manejan a sus anchas los financieros alemanes. En realidad han votado salir de Málaga para meterse de lleno en Malagón. Dejar atrás las políticas que les obligan a ser solidarios con la Europa pobre (a la que van a poder seguir viniendo de vacaciones sin problemas porque su economía se lo permite, y de la que seguirán sacando mano de obra, ahora probablemente mucho más barata al endurecerse los trámites para poder trabajar sin ser nacional), para seguir obedeciendo instrucciones e intereses del hijoputismo, ahora en lugar del BCE de la City, en la que están todos los despojos humanos que nos han llevado a esta nueva edad media en la que el mercado de trabajo reglado ha desparecido para convertirse en una jungla en la que el trabajo es un favor que te hacen.

Hay un dicho popular que establece que la historia es cíclica y que se acaba repitiendo porque el hombre siempre tropieza en la misma piedra. El egoísmo es intrínseco al ser humano porque sale de su parte animal. Cuando la pobreza se generaliza, siempre por la misma causa, el beneficio de unos pocos frente al interés de la mayoría, el ser humano vuelve a ese instinto que le hace procurar para si mismo, peleando hasta con sus congéneres y ancestros para sobrevivir. Ese sentimiento, a menudo, ciega al hombre apartándole de la sociedad para convertirle en un ser egocéntrico que cree que encerrarse en si mismo es mejor que unir fuerzas para lograr mejorar. Y eso, a lo largo de la historia, ha llevado a guerras, luchas sangrientas y al desastre de muchas sociedades. La última empezó allá por 1934, justo cuando el partido Laborista británico estaba como ahora contra las cuerdas. Abocó al 1 de septiembre del 29 con la II Guerra Mundial, que finalizó seis años después dejando más de 47 millones de muertos, un indeterminable número de damnificados y una ruina económica y social para todos los países (curiosamente salvo para los Estados Unidos, inventor de este hijoputismo, que supo sacar partido).

 

En esta coyuntura en la que la Unión Europea cada vez es más detestada, tenemos que ser conscientes de que no es el envoltorio lo que no funciona, sino los interiores de un sistema que se ha convertido en un nuevo medievo en el que unos pocos viven a costa de someter a los demás. Han logrado que el individuo se centre en si mismo y deteste en la sociedad a los más débiles, negándose a compartir, a unir fuerzas para lograr mejoras para todos. Eso nos ha llevado a la desaparición paulatina de las democracias sociales y a apostar por los fascismos creyendo que nos salvarán lo nuestro cuando ellos son los culpables de la situación. Los fascistas no han surgido de la nada. Son los que siempre han apostado por ir en contra de los débiles y de usarlos para sus beneficios. Los que antes se hacían pasar por demócratas de derechas. Mientras no entendamos eso, seguiremos insistiendo en este suicidio social. Un lamentable trance que acabará en una nueva confrontación mundial si no somos capaces de derribar a los opresores.

 

Salud, feminismo, república y más escuelas públicas y laicas.

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Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.

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