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Campaña electoral: de Maquiavelo a Cerdá, pasando por Bartleby

Santiago Aparicio
Santiago Aparicio
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Contador de realidades. Guitarrista de rock en mis tiempos libres. Y cazador de doxósofos.
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análisis

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Ya se está, aunque no oficialmente, en campaña electoral pura y dura. La actual política es una permanente campaña electoral, en parte por la propia espectacularización de la misma (en el sentido de Guy Debord y en el periodístico), en parte por la carencia de alternativas fundamentales al propio sistema. En lo básico están todos los partidos de acuerdo y esas arengas a la batalla cultural o derrocamiento de la ideología dominante no son más que postureo espectacular. Sin cambio en la propia base sistémica poco o nada se puede modificar, como ha sido revelado en la última legislatura. La irrupción de redes sociales y periodismo en línea no ha hecho que extremar la situación anterior, añadiendo la incapacidad de las masas para atender y asimilar algo más que cuatro eslóganes de vendedor de puerta fría.

En ese estrecho espacio queda una estrategia, de acción y comunicación, muy limitada. Recurriendo a lo sencillo solo cabe insultar al contrario, deshumanizarle, intentar asimilarle a algún tipo de monstruo (comunista o fascista), de antisistema o similar. Casi todo el mundo opta por la estrategia (malamente llamada) maquiavélica. En una lectura poco profunda, poco contextualizada y sin asimilar de Nicolás de Maquiavelo, queda el recurso a lo sencillo, al extremo en el que se supone que cualquier fin justifica cualquier medio. Quienes han entendido al florentino desde luego saben que son aspectos, realistas o materialistas, que no son todo Maquiavelo, pero, para su desgracia, ha pasado así a la Historia. Vale todo con tal de obtener dos votos.

El PSOE de Pedro Sánchez ha sido el primero en trabajar el camino maquiavélico. Azuzar el peligro de la llegada de las derechas al Gobierno, como si el mundo fuese a acabarse, o como si lo stato estuviese en peligro y el príncipe debiese utilizar todas sus armas para la defensa de lo propio. Algo de defensa de lo propio hay, aunque sea el salario. Haciendo maquiavelismo el PSOE afirma que todo lo bueno ha llegado con el sumo hacedor, Sánchez, y todo lo malo vendrá de la mano de los pérfidos fascistas. Un mal presagio que el propio Maquiavelo hubiese denostado, pues, entre otras cosas, el florentino daba importancia a los datos objetivos y estos afirman que, como dice Francisco Sierra, el dóberman ya no asusta.

En el PP también hacen uso del maquiavelismo mal entendido. En la última campaña electoral fueron especialmente irracionales con el tema de ETA, el comunismo y hablar de un presidente del Gobierno. Aunque se puede entender pues así ocultaban la propia (mala) gestión, en los casos donde se gobernaba, o evitaban explicar el programa electoral (en el caso del PP el clásico limpieza, seguridad y bajar impuestos, como si ello contribuyese al bien común solamente). Ahora dicen querer acabar con el sanchismo, ese presupuesto paraideológico que debe ser el mayor mal de todos los males. ¿Qué es el sanchismo para estas personas? Ni lo saben, más allá de ETA mala, ni pretenden explicarlo, porque, al igual que el PSOE, lo que se pretende es deshumanizar al presidente.

En Sumar y Podemos, o como se quiera que se llame la izquierda brilli-brilli, están en plan maquiavélico pero entre ellos. Más que maquiavélico habría que situarlo unos años más atrás y retornar a los tiempos de Calígula (aquí podría ser camusiano) y Nerón. Matarse entre elles por tres cargos que les van a quedar. Entre Yolanda Díaz haciendo uso del desbrozar (como hizo para destruir la IU gallega y las Mareas), Irene Montero agarrándose a su brillante gestión (brillante por las lentejuelas), o todos esos grupos regionales de nacionalistas/independentistas supuestamente de izquierdas, no hay un verdadero Stalin que purgue. Pero la realidad es que la situación es similar en cuanto a las muertes.

Queda Vox, por hablar tan solo de los partidos de ámbito nacional, que está como el escribiente Bartleby. Preferirían no hacerlo. ¿El qué? Todo, como en la novela de Herman Melville. Ya en la campaña autonómica y municipal han participado con un perfil bajo, dejando hacer a los demás, prefiriendo no hacer algo que les pudiese perjudicar. Están porque hay que estar. Acuden a su cita como el escribiente acudía a la oficina. Igual esperando el mismo final de Bartleby o hasta mejores tiempos o poder apretar las gónadas a Alberto Núñez Feijóo. El dirigente Santiago Abascal es el Bartleby político español.

Paradójicamente, con la mirada puesta en lo que ha venido pasando la última década, lo útil, lo que vendría bien al bien común (palabra inexistente en el vocabulario político) es estar en la posición de David Cerdá. Tanto en su Ética para valientes (Rialp) como en Filosofía andante (Ediciones Monóculo) el multifacético intelectual establece un fuerte compromiso con la ética y el bien común. Cierto que podríamos haber citado a Diego S. Garrocho (aquí tienen una reseña de su último libro) o a Armando Zerolo (sus idiotas pasolinianos son la salvación de las personas), o tantos otros. Quien en estos tiempos utilizase una apelación ética real, interiorizada, con visos de practicidad, tendría mucho ganado. Porque lo malo del gobierno actual se ha situado en el campo de lo ético, del bien común, de lo racional. El cambio por una cuestión de gestión, como pretenden algunos (afirmando farisaicamente que van a cambiar todo), no es más que insistir en los males del sistema. Un sistema que niega sus propios principios.

Ni hay una visión sobre el bien común en cualquiera de los partidos (algún tipo de pequeña escatología cuando menos), ni hay un compromiso ético, ni nada por el estilo. Una deformación de la democracia como institución social generadora de valores y un abuso de la democracia como forma política. Cada cual votará, como debe ser, a quien crea que insulta menos, o le engaña menos desde su propia subjetividad, pero la realidad es que en términos de bien común, del pueblo como soberano real, de los mínimos éticos de convivencia, de la expansión de la cultura, del racionalismo (todo aquello que Cicerón valoraba más), no hay nada. Tan sólo populismo trufado de ideología globalista. Quien fuese más Cerdá que Maquiavelo o Bartleby no sólo ganaría elecciones, sino que contribuiría al bien común. Algo mucho más importante que esta o aquella partida presupuestaria.

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