Se puede decir, de la manera más literal, que Erich von Stroheim se hizo a sí mismo. Maestro de la autoficción, se cameló a los capitostes de Hollywood presumiendo de que pertenecía a una rancia familia austrohúngara de sangre azul y que tenía el título de conde a la cabeza de una apabullante ristra de apellidos. La realidad era bien distinta. Aunque no se sabe mucho a ciencia cierta sobre sus primeros años, por lo visto era hijo de un humilde sombrerero de Viena; el joven Stroheim fue uno de tantos inmigrantes que, con la miseria en la mochila y sin nada que perder, se metieron en la panza de un barco en dirección al Nuevo Mundo. En California, su máscara de falso conde, aristócrata de opereta que parece salido de los pinceles de Otto Dix, demostró ser tan convincente como seductora; gracias a ella logró hacerse notar y pudo abrirse un hueco en la meca del cine. En cosa de un par de años pasó de simple extra a asistente personal del mismísimo D. W. Griffith, con quien trabajó en el rodaje de Intolerancia (1916).

El villano más odiado. Fotograma de "The Heart of Humanity".
El villano más odiado. Fotograma de «The Heart of Humanity».

Entonces se dio una coyuntura que Stroheim, hábil oportunista, supo bien aprovechar: con la entrada de los usamericanos en la Gran Guerra, se le exigió a Hollywood la producción de cine bélico de propaganda, y ¿quién mejor que él para encarnar al villano de turno, el pérfido kraut? Encasillado en el papel de oficial sádico de la Triple Alianza, la industria cinematográfica lo publicitaba como The man you love to hate (“El hombre al que os encanta odiar”). Se hizo inmensamente popular como blanco de la inquina de millones de estadounidenses germanófobos merced a actuaciones como la de aquella memorable escena de The Heart of Humanity (Allen Holubar, 1918) en la que, ataviado con su uniforme de teniente prusiano, entra a saco en un hospital infantil y tira a un niño por la ventana porque le pone nervioso que no pare de llorar mientras viola a la enfermera. Raras veces se han alcanzado en la historia del cine tales cotas de maldad gratuita.

Catapultado a la estratosfera de Hollywood gracias a este tipo de personajes, Erich von Stroheim se decidió a dar el salto al otro lado de la cámara y dirigió, a lo largo de los felices años veinte, un ramillete de filmes personalísimos, indiscutibles obras maestras del séptimo arte. Pero, a lo largo de esta década, la pose de aristócrata depravado que tan bien había sabido construir dentro y fuera de la pantalla lo persiguió como una maldición. “¡Sucio huno!”, le espetó indignada Mae Murray delante de todo el equipo en plena filmación de La viuda alegre (The Merry Widow, 1925); y es que, en efecto, en los estudios se le conocía como “el huno lujurioso” (lecherous hun). La atmósfera de sutil y refinada perversión que envolvía todas y cada una de sus obras propició comadreos sin fin en torno a su vida privada (que al parecer era, en realidad, de lo más aburrida) y a lo que ocurría en los rodajes de sus controvertidas películas (que eso, como veremos, sí que era otro cantar).

El cosmopolitismo hecho casa de lenocinio. Fotograma de "La marcha nupcial".
El cosmopolitismo hecho casa de lenocinio. Fotograma de «La marcha nupcial».

En varios de sus filmes, Erich von Stroheim reproduce, con minuciosidad rayana en la obsesión, una versión estilizada, hiperbólicamente decadente, de la Viena que conoció en su niñez, un entorno cuya degradación moral y sofisticación estética debía de ser fuente inagotable de indignación, a la par que de fascinación, para el público americano. La Alt Wien de Stroheim es una caricatura de la vieja Europa: decrépita más que vieja, y en todo caso vieja verde. Aunque estas películas recrean la vida en palacio y suele aparecer en ellas la figura del emperador Francisco José como personaje más o menos secundario, su tono amargamente irónico las sitúa en las antípodas de Sissi emperatriz. Stroheim filmó una y otra vez la misma historia, la de un aristócrata calavera y malcriado que vive un amor condenado al fracaso con una muchacha de la plebe: el conde von Hohenegg y la hija de un titiritero del Prater en El carrusel de la vida (Merry-Go-Round, 1923); el príncipe Nicki y la tierna Mitzi, una entonces desconocida Fay Wray, en La marcha nupcial (The Wedding March, 1928); el príncipe Wolfram y una descarada huerfanita en La reina Kelly (Queen Kelly, 1928). Para sumergirnos en el mundo de exceso y voluptuosidad en el que viven sus protagonistas masculinos, estas joyas del cine mudo nos muestran los opulentos banquetes y los fabulosos lupanares que frecuentan: modernas versiones de Sodoma y Gomorra que el realizador se complacía en diseñar hasta sus más ínfimos detalles.

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El coro de las musas. Fotograma de «Inland Empire», de David Lynch.

Merece la pena que nos detengamos en la escena de La marcha nupcial que nos transporta a un estrambótico burdel vienés: “In that little crooked house, in that little crooked street…”, como reza el intertítulo, evitando elegantemente la palabra prohibida. En su libro Hollywood Babilonia, compendio de cotilleos del Hollywood clásico, Kenneth Anger afirma que, para rodar los planos del prostíbulo, Von Stroheim organizó en el plató una orgía por todo lo alto, sin reparar en gastos de producción. La extravagancia campa por doquier: esclavos africanos con cinturones de castidad de oro, dominatrices cabalgando a lomos de sus clientes… Por exigencia expresa del propio Stroheim, el caviar y el champán servidos en la escena eran auténticos, lo que es más escandaloso teniendo en cuenta que los EE.UU. estaban por entonces en plena ley seca. Y si el alcohol era real y fluía generosamente, suponemos que los actores y figurantes que se revuelcan en el suelo con los rostros desencajados no están fingiendo sus borracheras. Anger sugiere malévolamente que las marcas de latigazos en la espalda de algunas prostitutas tampoco eran un truco de maquillaje.

Una de las características más llamativas del burdel imaginado por Erich von Stroheim es que, a modo de Naciones Unidas del vicio, en sus divanes se arraciman prostitutas de diversas procedencias exóticas: la japonesa, la hawaiana, la tailandesa, la gitanilla… cada una con su atavío correspondiente. Nada más adecuado para la mentalidad de la época, que concebía el burdel ideal en términos de fantasía colonialista: la colonización de las tierras más remotas del globo y la explotación de sus recursos materiales culmina con la colonización y explotación de sus mujeres. Le Chabanais, el burdel más famoso del París de la Belle Époque, había organizado la decoración de sus salones conforme a distintos estilos exóticos, como si fuera un parque temático: Japón, Marruecos, India… El prostíbulo colonial reproduce el mundo como un microcosmos, ofreciendo al cliente la tentación de sus distintas especialidades locales. La misma concepción aflora en la descripción que hace Octave Mirbeau de otro prostíbulo imaginario en El jardín de los suplicios (1899): “Existe en los suburbios de Colombo, entre mágicos jardines, a la orilla del mar, una maravillosa villa, un bungalow, como dicen ellos, en el que un rico y caprichoso inglés mantiene una especie de harén en el que están representadas, en perfectos ejemplares femeninos, todas las razas de la India, desde las negras tamil, hasta las serpentinas bayaderas de Lahore y las demoníacas bacantes de Benarés”.

Estamos ante una síntesis perfecta del pensamiento colonialista: el burdel entendido como museo etnográfico (e interactivo, como se ha puesto de moda en la museografía). No es descabellado lo de llamar museo a un burdel: como su propio nombre indica, un museo debería ser casa de las musas. En los museos, por desgracia, no suele haber mujeres insinuantes, sino tan solo artefactos y celadores de uniforme. ¡Las musas, divinas meretrices! De esto saben un rato los poetas: promiscuas y deseables son las hijas de Mnemósine, y aunque no cobran dinero, no es poco lo que exigen por sus servicios. La reinterpretación de las nueve musas de la mitología como una enéada de putas no es solo cosa mía; es uno de los hallazgos de David Lynch en esa película suya, hermética y pródiga en maravillas, que es Inland Empire (2006). En el peculiar Parnaso de Lynch, ochenta años posterior a los burdeles de Stroheim, las nueve musaputas, para deleite y desconcierto del espectador, bailan entre destellos de flashes el Locomotion de Little Eva.

Como tantas otras películas de Erich von Stroheim, La marcha nupcial fue incomprendida en su época. Castigada por la censura y despedazada por los productores, los montadores hicieron una auténtica masacre con ella y llegó a los cines convertida en dos películas independientes: The Wedding March y The Honeymoon, hoy perdida. Cabía esperar que, tras innúmeros sinsabores en sus diez años como director, expulsado de prácticamente todos los grandes estudios de Hollywood por despilfarrador e insumiso, Stroheim hubiera aprendido la lección. Pero el huno lujurioso, obstinado, siguió su camino hasta las últimas consecuencias, dejando para el postre la mayor de sus provocaciones. (Continuará)

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