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Boris Johnson: del negacionismo de la pandemia a la histérica cuarentena con España

La orden del primer ministro británico de ordenar el confinamiento a todo turista británico que viaje a nuestro país supone un golpe mortal a la economía española

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análisis

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Boris Johnson se ha propuesto hundir el turismo español, la Armada Invencible de nuestra economía. La cuarentena obligatoria de dos semanas decretada por Londres a los viajeros británicos que regresen de nuestro país (más bien un veto en toda regla) es la estocada definitiva a un sector que andaba ya moribundo por los estragos de la pandemia. Apenas unas horas después del anuncio de Downing Street, la mayoría de turoperadores cancelaban sus vuelos entre Reino Unido y España hasta al menos el 9 de agosto. Las cifras del agujero son de un vértigo aterrador: solo este verano, nuestro país perderá 5.000 millones de euros, el maná que cada verano se deja en nuestras costas el turismo anglosajón. Una auténtica ruina.

Mientras tanto, en Moncloa han saltado todas las alarmas. Nada más conocerse la noticia, el Gobierno de coalición de Pedro Sánchez entraba en shock y la inquietud se extendía por todos los departamentos gubernamentales, desde el Ministerio de Economía hasta el de Industria, pasando por el de Asuntos Exteriores, que a esta hora trata de evitar una crisis diplomática sin precedentes. El tibio comunicado con el que el Ejecutivo español ha despachado la cuestión −en el que dice respetar la decisión del Reino Unido aunque no la comparta−, no va a ser suficiente para controlar el pánico que se ha desatado en los mercados turísticos nacionales. “El Gobierno de España considera que la situación está controlada, los brotes están localizados, se han aislado y controlado; España es un país seguro”, insisten fuentes de Exteriores tratando de transmitir una imagen de serenidad. Sin embargo, todo es puro teatro. La Bolsa se desploma, los hoteles cancelan sus reservas, las agencias de viajes ponen el cartel de “Se traspasa”. El miedo y el vértigo que genera el abismo abierto a nuestros pies lo invade todo. Cualquiera con un mínimo de sentido común sabe que el cierre de fronteras es un golpe mortal para la primera industria española.

Mientras el Gobierno de Sánchez negocia un acuerdo in extremis con el Reino Unido para intentar salvar de la hecatombe a las islas Baleares y Canarias, todas las miradas se dirigen hacia un hombre, Boris Johnson, que con su histórica e histérica decisión ha colocado a la economía española al borde del colapso inminente. En realidad, no hay mayor riesgo de contagio para un ciudadano británico en la playa de Benidorm que en un grasiento pub de Manchester, pero su torpedo a la línea de flotación de un país con el que mantiene rencillas históricas y un contencioso secular por Gibraltar tenía otros objetivos, mayormente una operación propagandística muy bien orquestada para seguir seduciendo al votante ultra y hater que lo llevó en volandas al poder hace ahora un año. No hay que olvidar que Johnson no atraviesa precisamente por sus mejores momentos tras su nefasta gestión política de la pandemia. El Reino Unido figura entre los países que peor han afrontado el horror del coronavirus en buena medida por la desidia, la torpeza y la arrogancia ignorante de su elitista líder. A Johnson hoy parece preocuparle mucho el maldito covid-19 y la salud de sus compatriotas, pero no siempre fue así. Recuérdese cómo en los primeros días de marzo, cuando estallaba el brote infeccioso, él se sentía a salvo en su fortaleza geológica de las Islas Británicas. Estaba convencido de que el espíritu deportivo del imperio británico frenaría la enfermedad; pensaba que el Canal de la Mancha actuaría como barrera o muro de contención inexpugnable, al igual que ocurrió con los nazis en la Segunda Guerra  Mundial. Incluso descartó adoptar medidas restrictivas como el cierre de escuelas o negocios para prevenir la expansión del virus, a pesar de que sus biólogos del Imperial College le advertían de que por ese camino se dirigía inevitablemente a un escenario apocalíptico con casi ocho millones de británicos contagiados. Como buen ultraliberal, su teoría era la del “contagio masivo controlado”, es decir, no hacer nada y que todo inglesito desde Plymouth hasta las tierras altas de Escocia cayera enfermo para generar una inmunidad de rebaño. La estrategia Johnson and Johnson no era la del champú ni el gel hidroalcohólico preventivo, sino proteger la economía, Dios salve a la Reina. No llegó a recomendar inyecciones de lejía, como el loco Trump, su aliado y mentor, pero poco le faltó.

Hablamos por tanto de un nacionalista, de un euroescéptico populista, de un rubio supremacista digno representante del “trumpismo” nazi exportado por los Estados Unidos de América. A alguien así no le tiembla el pulso cuando tiene que envolverse en la bandera de la Pérfida Albión, con pompa y circunstancia, y ordenar a sus corsarios de Aduanas que cierren fronteras con España. De alguna manera, inventarse una guerra comercial es una forma de tapar sus vergüenzas sanitarias. Dar la orden de atacar el Trafalgar turístico español y fumarse un buen puro, como hacía Churchill cuando escribía una página gloriosa de la historia, no le ha debido provocar ningún remordimiento de conciencia. Se trataba de hacer populismo barato a costa del mito del apestado mestizo mediterráneo, de seguir alimentando la leyenda negra de la gripe española y de levantar sus maltrechos índices de popularidad. A Boris Johnson, primer protestante contra el Brexit, lord del egoísmo imperial británico más rancio, aislacionista y trasnochado, poco le importa si con su decisión de ordenar la cuarentena obligatoria termina de hundir definitivamente a un país sureño y pobre como España que sucumbe a una tragedia de la que es inocente. Así piensan los gurús de la nueva doctrina populista patriótica y neofascista. America first, UK first… En España nuestro Boris Johnson no es rubio y de ojos azules, sino de afilada barba berberisca y más bien tirando a moreno. Pero el funesto pensamiento arraigado en el odio, el patrioterismo exaltado y la xenofobia es siempre la misma basura.

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