La pandemia que sufrimos nos ha hecho caer en la cuenta de que una sociedad, al igual que una familia, tiene una serie de gastos comunes a los que no puede renunciar si es que esa familia o esa sociedad merecen la pena. Garantizar el derecho a la salud, como a la educación o a la justicia, hace mejor a la sociedad. La crisis que comenzó hace tan poco tiempo nos ha mostrado cuán precario era el entramado social que nos sostenía y cuán relacionados están todos aquellos compartimentos que creíamos estancos: economía, salud, educación, derechos sociales… De ahí el peligro de tomar decisiones parciales para encarar el futuro que se nos avecina.

Se oyen voces desde el parlamento que abogan por garantizar la sanidad pública en la Constitución para que goce de la dotación económica suficiente. Por mi parte hay poco que objetar en cuanto a idea, en cuanto a deseo sincero. Y más todavía cuando se ha visto su falta de recursos materiales para afrontar una tragedia como la que vivimos, consecuencia de su progresiva debilitación a lo largo de estos años, al dotarla de menos presupuesto y, sobre todo, al implantar políticas contrarias a garantizar el derecho, unas políticas basadas en menos personal, abaratamiento de costes en la mercadería y externalización de servicios que, en el caso de la salud, van contra esta y contra su presupuesto. Así de absurdo ha sido todo, con el coste añadido de vidas humanas que en estos días alcanza cifras trágicas.

Para mantener el sistema sanitario público sin riesgo de que se tambalee son necesarias muchas actuaciones.

Primero de todo, pecaríamos de ingenuos e irresponsables al pensar en políticas públicas de salud sin hacerlo antes en actuaciones medioambientales que luchen contra el cambio climático. No hacerlo solo supondría posponer la llegada de otra crisis sanitaria de consecuencias incluso más graves que la actual. Porque si esto es lo que nos hemos encontrado al inicio del proceso de calentamiento global, cuando todavía hay muchas personas y muchos dirigentes políticos que se niegan a reconocerlo, imagínense lo que vendrá en poco tiempo si no aprendemos la lección que trata de enseñarnos un planeta que ha comenzado a cabrearse.

Volver a presenciar cómo los profesionales de la salud han luchado en primera línea de combate sin medios mínimos de protección, que hayan sufrido la bochornosa tasa de contagio que han padecido y la lamentable falta de medios humanos y materiales, solo paliados por la profesionalidad y compromiso personal de los trabajadores y por la patriótica solidaridad de personas y empresas que se han volcado en suplir las carencias del sistema, es algo que no debería volver a repetirse.

Pero, más allá de políticas de choque en el hospital, esenciales y necesarias, tenemos que volver a pensar la atención primaria de este país, auténtico sostén del sistema sanitario. La falta de medios, la infrautilización de los profesionales, enfangados en actividades de gestión alejadas de la necesaria función sanitaria y la ausencia de participación activa de otros profesionales, tan necesarios en un momento como el actual, en el que la cronicidad de las enfermedades ha traído una complejidad al abordaje de la enfermedad que hace imprescindible la multidisciplinariedad. La atención primaria no puede sostenerse por más tiempo basada en el triángulo enfermería, medicina, medicamentos, por muy gratuita que esta sea, porque la ausencia de un abordaje racional en torno a las necesidades de las personas condena a estas a un confinamiento farmacológico, ya que es el medicamento más veces de las deseables el único recurso a disposición de ellas.

A día de hoy se necesitan profesionales de la medicina y de la enfermería que se dediquen a sanar y a cuidar, en lugar de a cumplir objetivos impuestos por gerentes alejados de las necesidades de las personas. Pero también se precisan farmacéuticos implicados en disminuir la morbi- mortalidad asociada a medicamentos, consecuencia de que solo 4 de cada 10 medicamentos funcionen correctamente en quien los usa, y de la medicalización que sufren muchas personas ante la ausencia de otros recursos terapéuticos, como los que también podrían aportar psicólogos, nutricionistas o fisioterapeutas, por citar a algunos de los profesionales. Ese 60% de metas fallidas con los medicamentos supone, además, sufrimiento humano y doblar los gastos de la atención sanitaria, al tenerse que repetir procesos, utilizar recursos terapéuticos más caros o provocar ingresos hospitalarios que deberían haberse evitado. Sí, un sistema sanitario público no es solo aquel que se financia a través de los impuestos, sino el que sana y enfosca sus salideros con la ayuda de profesionales especializados. Un sistema que cuida a las personas y no las engaña con una factura aparentemente gratis, pero muy cara en costes humanos y en los presupuestos.

Una atención primaria centrada en las personas necesita también de personas que la atiendan. Lo contrario sería poco más que un lema, más que vacío de contenido, contenido de vacío. Una atención primaria multidisciplinar y bien dotada, evitaría sin duda la saturación de los servicios hospitalarios que, en lugar de dedicarse a paliar los fallos de la atención primaria, podría dedicarse a lo que debe, a lo grave y a lo urgente.

Blindar el sistema público de salud no debería ser un nuevo canto al sol. Para eso ya están los vecinos del barrio de Salamanca. Si de verdad queremos hacerlo, resulta imperativo reflexionar acerca de lo que supone y poner los medios necesarios para hacerlo realidad. Lo contrario sería poner un nuevo parche. Y, ahora que le hemos visto las costuras al sistema, podemos tener la certeza de que no hay pegamento suficiente para que resista un nuevo embate por venir. Avisados estamos.

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Manuel Machuca, farmacéutico y escritor, es doctor en Farmacia por la Universidad de Sevilla y profesor en el Master de Atención Farmacéutica y Farmacoterapia de la Universidad San Jorge de Zaragoza. Ha sido presidente y fundador de la Sociedad Española de Optimización de la Farmacoterapia (SEDOF), de 2012 a 2016 y de la Organización de Farmacéuticos Ibero- Latinoamericanos (OFIL, de 2010 a 2012. Ha impartido conferencias y cursos sobre optimización de la Farmacoterapia en Polonia, Suiza, Portugal, España y en 16 países de América Latina. Es académico correspondiente de la Academia peruana de Farmacia y profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado decenas de artículos científicos en polaco, portugués, inglés y español. Como escritor ha publicado cuatro novelas, una de las cuales fue finalista del Premio Ateneo de Sevilla de novela en 2015, y participado en varias antologías de relatos. Aquel viernes de julio (Editorial Anantes, 2015) El guacamayo rojo (Editorial Anantes, 2014) Tres mil viajes al sur (Editorial Anantes, 2016) Tres muertos (Ediciones La isla de Siltolá, 2019)

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