Boris Pérez cuenta en sus memorias cómo sus dificultades para mantener el equilibrio hicieron que, para él, aprender a montar en bicicleta se convirtiera en un auténtico desafío. Explica Boris que se inició con una bicicleta verde heredada de sus primos, y que con el tiempo los Reyes Magos le regalaron una bicicleta de la marca Torrot.
El aprendizaje fue complicado y continuamente acababa en el suelo. Cada vez que se montaba sabía que volvería a casa con algunos golpes, la ropa sucia, rasguños, magulladuras múltiples e incluso heridas varias.
Su mujer precisaba: “no es que Boris sea una persona cabezota, sino que primero es un cabezota y luego, además, es una persona”. Por esa cabezonería aprendió a montar en bicicleta, y cuando lo consiguió, dejó de usarla.
Con el paso del tiempo las ciudades habilitaron espacios para los carriles bici, y la bicicleta se reivindicó como medio de transporte económico, no contaminante y saludable. Es decir, lo que siempre había sido una bicicleta, claro, hasta que por algunas razones cayera en desuso.
Un día, ya jubilado, Boris se encontró una bicicleta vieja junto a un contenedor de basuras. Le recordó a su vieja Torrot y le recordó también el tiempo que hacía que no montaba. Se llevó la bicicleta a su casa y la arregló. No solo eso, sino que encontró en la reparación y mejora de bicicletas una actividad interesante. Durante un tiempo Boris estuvo fabricando bicicletas para regalar a sus amistades.
El Boris niño no podía imaginar que aquella cabezonería por aprender a montar en bicicleta le traería, muchos años después, tantas satisfacciones. En eso pensaba el Boris jubilado mientras montaba en su bicicleta, paseaba y disfrutaba tratando además de recuperar el tiempo perdido desde que dejó de pedalear. Le habían propuesto que se apuntara a un club ciclista que se había creado en su ciudad y que era solo para personas jubiladas. El nombre le cautivó. Se llamaba “Club Ciclista Verano Azul”.