Tenía Benito fama de hombre pacífico. No era persona alegre y extrovertida. Benito era más bien hosco y taciturno, pero nunca daba una contestación desabrida aunque fuera objeto de un comentario impertinente.

Los compañeros de la institución pública en la que trabajaba de ujier se referían a él, entre bromas y veras como «Benito el Manso».

La procesión iba por dentro. La mayor parte de las personas con las que se cruzaba le resultaban desagradables. Una y otra vez analizaba la sensación de incomodidad que le producía la gente, sin acertar a describir con precisión su sentimiento. Simplemente, la gente, las personas, le resultaban desagradables.

Un buen día, años atrás, se tropezó con una viñeta que traducía con precisión lo que sentía. La recortó y la guardó en la carpeta oficial que tenía sobre la mesa de trabajo y que guardaba celosamente en el cajón bajo llave, cuando se ausentaba aunque fuera solo para ir al cuarto de baño.

La viñeta la había  encontrado en un viejo almanaque inglés en cada una de cuyas hojas había una pequeña historieta gráfica, o, a veces, un dibujo grande, mucho dibujo y poco texto, con los entrañables personajes de Schulz comercializados con el nombre de Peanuts; Charlie Brown y familia.

En esta ocasión se trataba de un solo dibujo: el perro, Snoopy, trota con una gran pancarta en la que están escritas dos líneas, una bajo la otra: «I LOVE MANKIND/ WHAT I HATE IS PEOPLE» que tradujo mentalmente de inmediato, en versión libre: «AMO A LA HUMANIDAD; LO QUE ME JODE ES LA GENTE».

No podía recordarla sin que le iluminara la cara una amplia sonrisa que, aunque duraba apenas un instante, no dejaba de llamar la atención de quien se encontrara cerca. Los compañeros comenzaron a interesarse por esas súbitas iluminaciones de la cara de Benito. La mayoría interpretaba que, con frecuencia, Benito era incapaz de retener para sí la bondad que le inspiraba la gente y ese sentimiento desbordaba en esa luminosa y rápida sonrisa que aparecía de pronto en su rostro para desaparecer de inmediato. Algunos, pocos, pensaban por el contrario que Benito estaba «sonao» y se le iba la olla. Nadie le mencionó nada y el asunto pasó a aceptarse como una de las rarezas del personaje.

Entre las muchas cosas que Benito encontraba desagradables en la gente, una que le incomodaba por demás  eran las colas. Tanta aversión le provocaban que más de una vez renunció a ver una película que le apetecía, o una exposición que le interesaba, porque tras varios minutos de espera, de pie, en la acera, no soportaba la angustia y se marchaba a paso rápido, tropezando con frecuencia con algún que otro compañero de espera.

Pero no siempre podía abandonar una cola que le crispaba. Por razón de su oficio, la necesidad de recoger algún envío oficial, no tenía más remedio que padecer la tortura con los nervios de punta.

Aquel día la cola en la oficina de Correos era particularmente larga y se le antojó que el funcionario tras la ventanilla era deliberadamente lento. Cuando faltaban dos personas para que le llegase el turno había pasado una hora larga y a Benito le acometió la certeza de que iban a cerrarle la portezuela en las narices.

La primera de las dos personas ante él avanzó lentamente hacia la ventanilla. Era un hombre muy mayor y muy sordo al que el funcionario repetía pacientemente las instrucciones para rellenar un documento; una y otra vez

Al fin le llegó el turno a la señora que le precedía. La mujer se acercó a la ventanilla con lentitud desesperante y abrió una voluminosa bolsa de hule de la que extrajo lo que a Benito se le antojó un centenar de sobres. Los amontonó en el estrecho mostrador, ante la ventanilla, y comenzó a rellenarlos uno por uno sin que el funcionario frente a ella pestañease. Tras el tercer sobre Benito, exasperado, se dio media vuelta y extendió la mano hacia el resto de la cola con un marcado gesto de impaciencia. Nadie se dio por enterado de la maniobra pero la señora de los sobres volvió la cara y en voz muy alta, sin llegar a gritar, exclamó:

«Aquí, el señor, que parece tener mucha prisa»

A Benito se le nubló la vista y plantó con fuerza la mano, aún extendida, en la cara boquiabierta de la señora que, estupefacta, gritaba una y otra vez:

«¡Una hostia! ¡me ha dado una hostia el hijo de puta!»

En la comisaría Benito no contestó a ninguna de las preguntas que, silabeando, le hacía el comisario.

Durante varios días pasó de unos a otros sin que nadie tomara ninguna determinación ni consiguiera sacarle palabra alguna. Al fin le pusieron en manos de un medico afable quien, tras unos minutos de silencio, comenzó a hacerle una serie de preguntas intrascendentes con voz suave: edad, profesión, situación anímica… A cada pregunta Benito oponía tenazmente su luminosa sonrisa habitual.

Dos días más tarde el comisario, tras recibir una carta firmada por más de dos docenas de sus compañeros, en la que ponderaban su proverbial ecuanimidad, decidió dejar a Benito en libertad sin cargos no sin advertirle que procurase controlar sus arrebatos.

La señora abofeteada, aún con un hematoma bajo el ojo izquierdo, fue convencida por el más simpático y mejor orador de la oficina de que no presentase denuncia, a lo que accedió refunfuñando:

«¡Bien, pero yo me quedo con la hostia!»

Luego vino lo de los niños.

Hasta el incidente del bofetón Benito, hacia el mediodía, solía bajar a tomar un plato combinado a una cafetería cercana, pero tras ponerle en libertad le abrumaban los espacios cerrados y se llevaba de casa una tartera con algún comistrajo: macarrones, albóndigas… a veces un bocata de salchichón, que se iba a comer a un banco en un parque cercano. Al poco tiempo comenzó a sentir un malestar creciente durante su parca comida. Pronto averiguó la causa: los niños. El parque estaba lleno de niños pequeños, de una escuelita cercana, a los que daban suelta precisamente a la hora de su almuerzo. Los niños jugaban a juegos de niños, corrían, se perseguían y sacaban de quicio a Benito.

Comenzó por chistarles cuando se acercaban demasiado, lo que provocó la curiosidad de los chavales que se agruparon pronto junto a su banco. Benito intentaba espantarlos con amplio movimiento de manos sin otro resultado que una algarabía de risas infantiles. Fuera de sí se levantó y se lanzó a patear a los mozalbetes que huyeron despavoridos con tan mala fortuna que dos de ellos tropezaron en un bordillo, se estrellaron contra un mojón y comenzaron a escupir sangre a borbotones. Para entonces dos cuidadores de la escuela y un guarda jurado del parque ya habían reducido a Benito y lo arrastraban hacia un furgón de policía.

Los días siguientes fueron confusos. A Benito lo llevaron a la comisaría y de allí, a las pocas horas, lo trasladaron a un edificio lóbrego en donde pasó cerca de una semana confinado en una celda de donde lo sacaban unas horas al día para pasear por el patio acompañado por dos funcionarios que intentaban, en vano, arrancarle alguna palabra. A los seis días condujeron a Benito a un despacho sobriamente amueblado y le indicaron que se sentara frente a una mesa al fondo tras la que se encontraba el mismo medico de la primera vez.

Con la misma voz afable, que Benito recordaba bien, le explicó que se había decidido someterlo a un tratamiento experimental contra la violencia a cambio de retirar las denuncias interpuestas contra él por varios padres.

Para ello, recalcó el doctor, había de contar con su consentimiento. Benito sonrió como solía a lo que el doctor respondió suavemente mirándole a los ojos:

«Si vuelve usted a sonreír acepto su sonrisa como un consentimiento».

Benito sonrió su inefable sonrisa, el médico pulsó un timbre, dos funcionarios entraron y se llevaron con suavidad al que ya era un paciente experimental.

Durante meses se sometió a Benito a una rutina preestablecida. Lo alojaron en un pabellón,en una habitación austera pero confortable. Sin barrotes ni cerrojos pero con una pareja de funcionarios siempre a la puerta. Por las mañanas le daban por escrito el programa para el día, que Benito cumplía con exactitud. Cuando había que trenzar cestos, Benito trenzaba con destreza los mimbres; si se trataba de pintar, Benito coloreaba el lienzo con acrílico, llenando todo el espacio. En los ejercicios al aire libre corría, sudaba, saltaba el potro…

Tres veces al día le daban unas pastillas de colores distintos que Benito tragaba sin oponer resistencia alguna. Lo que menos le gustaba era la inyección de los sábados pero, apretando con fuerza ojos y dientes permitía que la joven enfermera lo inyectase.

Benito había perdido la noción del tiempo. Calculaba vagamente que habrían transcurrido tres o cuatro meses desde que había comenzado el proceso cuando, tras la ducha de la mañana le llevaron al despacho del doctor. Con la afabilidad de siempre el médico le dijo que tras evaluar los resultados estaba convencido de que el tratamiento experimental había funcionado y quería contar con su aprobación para presentar el caso en público. Benito sonrió.

A las dos horas médico, Benito y dos funcionarios entraron en lo que tenía aspecto de aula magna. Un estrado, asientos de suelo a techo todos ellos ocupados por personas con bata blanca. En la mesa del estrado se sentó el doctor en el centro, Benito a su derecha y, hasta seis, otras personas desconocidas.

El Doctor hizo una breve introducción explicando las características de su método asegurando que había obtenido en menos de seis meses una transformación radical en la conducta del paciente experimental. Benito sonrió y los de las batas blancas aplaudieron un rato. Tras los aplausos el doctor se dirigió a Benito, que sonreía con placidez:

«Querido Benito, hay un solo punto de su conducta que me intriga: nunca le he oído pronunciar una palabra, pero usted es funcionario, por lo que puede hablar, ¿no es cierto?»

Benito sonrió y preguntó:

«¿Puedo decir lo que pienso?

De los asientos surgió un murmullo,el médico sonrió y dijo:

«¡Adelante!

Benito  se puso en pie respiró hondo y gritó a pleno pulmón:

¡AMO A LA HUMANIDAD! ¡LO QUE ME JODE ES LA GENTE!

A continuación saltó al anfiteatro, pateando a diestro  y siniestro. La Seguridad tardó media hora en reducirlo y los sanitarios se las veían y deseaban para atender a tanto tumefacto. Entre ellos el buen doctor, que balbuceaba:

«El tratamiento ha fallado. Habrá que revisar el protocolo».

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