¡Belén, campanas de Belén!

La estrofa del villancico le taladra el tímpano.

Juan Ramón no tiene nada contra los villancicos. Al contrario: en Viena, en Berlín, en Bilbao, en aldeas del País Vasco, ha asistido con frecuencia a villancicos corales, en catedrales y parroquias.

Esto es distinto: un mes antes de Navidad cayó por el pueblo el representante de una empresa de sanitarios, visitó cada casa, cada comercio, y en todos dejó un catálogo con un CD que alababa las propiedades de lavabos, inodoros, bidets… tras cada artículo, unas estrofas de un villancico; siempre el mismo: «Belén campanas de Belén»

El CD gustó tanto a los lugareños que lo reproducían a todas horas: en la máquina de los bares, en los portátiles…

Al principio resultaba pintoresco: el inodoro que se limpia solo seguido de «Campana sobre campana»

Al cabo de dos semanas Juan Ramón lo aguanta mal aunque solo baja al pueblo, desde el risco en que vive, una o dos veces por semana. A por provisiones.

Juan Ramón, tras una vida azarosa en Europa y en África, descubrió aquel risco frente al mar, en el límite de dos provincias y se instaló. Durante un par de años, con una francesa, joven, fotógrafa y bipolar con la que acabó tarifando. No le importaba la soledad. Dedicaba el tiempo a cultivar un huerto de subsistencia, cuidar de un par de docenas de gallinas enanas que le daban huevos pequeños y sabrosos, leer, escribir y cocinar, afición antigua en la que había conseguido cierta maestría.

Por aquellos andurriales apenas si pasaba alguien: Lucas, el encargado de la finca a pie del risco, subía un par de veces a la semana a echar una parrafada y un cigarro.

Lo peor era la época de caza. Los cazadores, de acuerdo con ancestrales costumbres, tenían derecho de paso, y atravesaban su terreno con los perros, cuyos ladridos alborotaban a las gallinas; en ocasiones saltaban la cerca del corral y despanzurraban un par de aves. Una de ellas desapareció. La tuerta, que tenía una telilla en el ojo derecho. Los cazadores se daban gritos unos a otros dándole a Juan Ramón la desagradable impresión de que profanaban un silencio que le pertenecía.

Casi nunca había cruzado con ellos más de dos palabras pero en esta ocasión, días antes de Nochebuena, le visitó el que parecía el jefe, o dirigente, del grupo. Organizaban, le dijo, una especie de cena pre navideña; un poco para dar salida a parte de la caza acumulada y otro poco para compensar por el jaleo que organizaban con sus perros y sus gritos.

Juan Ramón no supo negarse y la noche prevista se presentó bien vestido y afeitado en la gran casa antigua de piedra, propiedad del ayuntamiento, en las afueras del pueblo, en donde tradicionalmente se alojaban.

El portón estaba abierto. Al fondo se oían conversaciones y carcajadas. Juan Ramón llegó hasta la gran sala calentada por una inmensa chimenea situada frente a la puerta. El cazador que había subido a invitarle llevaba ya encima algunos tragos y cogió a Juan Ramón por el hombro acercándole con suavidad al grupo sentado frente a la chimenea al tiempo que gritaba:

«¡Éste es nuestro eremita, José Ramón…»

Juan Ramón consiguió desasirse de la manaza y dijo con voz no muy alta pero firme:

«Juan Ramón»

Enfatizando el «Juan»

El introductor, un tanto sorprendido por la interrupción, continuó:

«Eso, eso. Pues vale, Juan Mari, que como veis es vasco, vive como un eremita, allá en el risco. Ya nos lo contará durante la cena, ¿eh, Juan Mari?»

Esta vez Juan Ramón dio la batalla por perdida y se limitó a permanecer en silencio mientras los cazadores se interrumpían unos a otros contando sus lances.

Al poco rato una criada advirtió desde la puerta que la cena estaba lista. Todos se levantaron dirigiéndose al pasillo, momento que aprovechó para decirle algo al único cazador que conocía. Éste explotó en una carcajada al tiempo que gritaba:

«¡Es bueno, este Juan Mari! ¡Me pregunta por el baño!»

Y dando un supuestamente cariñoso manotazo a Juan Ramón le espetó:

«¡Aquí no hay de eso, Juanma! Cruza el patio y, al fondo, tras una puerta de madera hay una zanja. ¡Eso es el baño!

Soltó una risotada.

Juan Ramón, cada vez más rígido salió al patio y al pasar ante un cubo se quedó petrificado: estaba medio lleno de arena y, encima, sobresalían las cabecitas de docena y media de faisanes y tres o cuatro gallinas. Todas tenían los ojos abiertos; pero no pudo por menos que fijarse en una que tenía una telilla cubriéndole el ojo izquierdo. ¡La tuerta desaparecida!

Juan Ramón apenas pudo probar bocado; apenas mordisqueó alguno de los vegetales y cuando sirvieron los faisanes sintió un fuerte nudo en la garganta. En cuanto pudo, mientras el grupo volvía a la gran sala a tomar café, murmuró excusas incomprensible y subió a buen paso hasta el risco. Se tumbó y pasó una noche descompuesta durante la que hubo de levantarse varias veces a vomitar.

Días más tarde subió Lucas, el de la finca. Como de costumbre ofreció la petaca y, como solía, Juan Ramón tomó un pellizco, sacó papel y se lió un cigarro. Se notaba que Lucas estaba inquieto pero Juan Ramón no preguntó nada hasta que Lucas comenzó:

«Don Juan Ramón, ¿ha pasado por aquí el gitano?»

«Por aquí no ha pasado nadie. Pero ¿qué gitano?»

«Un tipo mu arrastrao; que le gusta hacer maldades. Estaba en la cárcel por asuntos turbios pero salió hace dos semanas. Los cazadores le están buscando. Si lo encuentran antes de que lo hagan los picoletos mal lo tiene»

¿»Y eso?»

«Claro usté no se entera de nada, aquí arriba. Les han ahorcado cuatro perros. Tié que haber sido el gitano ¿Quien si no?»

Juan Ramón tragó saliva y dijo con voz seca:

«¿Quien si no?»

Del zurrón de Lucas salió una conocida melodía:

«Belén, campanas de Belén»

Lucas se dio la vuelta para marcharse y musitó:

«Bueno, ¡feliz Navidad!»

«Feliz Navidad»

Se despidió Juan Ramón.

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