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Batet prohíbe el insulto en el Congreso

La extrema derecha ha instaurado la ofensa como forma de hacer política

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análisis

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Meritxell Batet ha declarado la guerra al insulto en el Congreso de los Diputados. Ya era hora de que alguien se tomara en serio uno de los más graves problemas de nuestro país: el intento por parte de algunos de convertir el sagrado templo de la democracia en una taberna de los extrarradios o establo maloliente. Y no porque se insulte, que esa actividad humana comunicacional forma parte inevitable de la política y está en los genes y en la idiosincrasia del español, sino porque se insulta sin arte ni salero, con escasa imaginación y mal.

Nos hemos acostumbrado a unas Cortes Generales mediocres donde el verbo y la prosa han pasado a segundo plano. A la política española ha llegado gente sin preparación ni estudios, mucho arribista que no sabe de nada, que no ha leído un solo libro en su vida y que ni siquiera sabe insultar con acierto, tino y maestría. En la política de abajo y de lo pequeño, en nuestros ayuntamientos y diputaciones provinciales, es normal encontrar representantes públicos que han pasado directamente de portero de discoteca a concejal de algo porque es amigo, familiar o enchufado de no sé quién. Y es lógico que ese salto sospechoso al éxito se traduzca en un empobrecimiento de la cosa pública, de la retórica y de la elegancia en el ofender. Pero en el Congreso de los Diputados, que debería ser el Olimpo de nuestros mejores campeones de la oratoria, el Sanedrín de lo más granado de nuestra intelectualidad, también se nota esa triste decadencia de la política y del castellano.

A menudo las sesiones parlamentarias suelen ser técnicas, administrativistas, tediosas, y cuando Santi Abascal ordena a los suyos que arremetan contra un rojo para darle vidilla al debate, los subordinados lo hacen sin gracia ni talento. La extrema derecha siempre ha insultado sin educación, sin estilo ni clase, de modo que como no saben hacer parlamentarismo del bueno se dedican a lo fácil: a organizar golpes de Estado y guerras civiles. Lo vimos la pasada semana, cuando cierto diputado voxista que supuestamente era juez subió al estrado para llamar “bruja” a una adversaria del PSOE. Qué falta de ingenio. Podría haberla calificado como encantadora, maga o nigromántica elevando el nivel político, agudizando el ingenio y sorteando la censura de la Mesa del Congreso. Pero cayó en lo fácil porque el coco no le daba para más. De un mamporrero de la política no se puede esperar un verbo gongorino y florido.

El castellano es rico y tiene vocabulario más que suficiente como para que las sesiones parlamentarias sean mucho más enriquecedoras cuando el debate se caldea y a sus señorías se les calienta la sangre y el morro. Un improperio a tiempo puede darle brío y marcha a una mañana de trámites legislativos soporíferos, pero hay que hacerlo bien y dentro del código deontológico de la democracia. Así (y aquí seguimos al gran Forges) siempre es mejor jilipollescente que imbécil, inflaescrotos o escuchapedos que rastrero o servil, cabronoide que la manida alusión al macho cabrío y gorronáceo que guarro.

Si profundizamos en los océanos del gran idioma español nos encontraremos con perlas como enmerdecedor, putiliendre, plasteante, estultante, chupacirios, tontolglande o bocasobaco, todos ellos de un lirismo castizo que conmueve. Y llegado el caso, un apuro o urgencia, se puede tirar de giros o metáforas que dicen mucho de la España decadente de hoy, como sombrerero de la reina de Inglaterra, concejal de urbanismo, novelista urbano o programador de televisión. Con espetarle al rival del otro partido “eres un banquero” o “tertuliano del montón” está dicho todo. Más no se puede zaherir.

Volviendo al añorado Forges, él decía que el español es el más extenso almacén “corteinglésico” de insultos del planeta Tierra, pero los políticos ibéricos han ido perdiendo cultura y pericia con el tiempo hasta instalarse en el insulto rutinario, previsible y facilón. Son los signos de los nuevos tiempos posmodernos que nos han tocado vivir. Visto lo visto, hace bien Batet en prohibir el agravio, la injuria y la afrenta en el hemiciclo porque sus señorías se habían quedado en lo chabacano y ramplón, reduciendo el Congreso a la categoría de tugurio infecto. La extrema derecha es que no trae nada bueno. Ni siquiera en el arte tan español del insultar.  

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