Isabel Díaz Ayuso ha ganado las elecciones madrileñas. El electorado ha comprado la gallofa ayusista, ese relato extravagante de que la libertad consiste en poder salir de cañas y tapas, hacer lo que a uno le venga en gana y no encontrarte con tu ex por la ciudad. Definitivamente, si los valores humanistas han caído tan bajo es que hemos entrado en uno de los momentos más oscuros de la historia. La moda trumpista está causando estragos en todas las democracias liberales y el imperial Madrid no iba a ser una excepción. A esta hora se puede decir que Miguel Ángel Rodríguez, el spin doctor del PP y consejero de cabecera de IDA, le ha dado un baño electoral en toda regla a sus rivales de la izquierda. Les ha enseñado cómo funciona este negocio desalmado de la política en el siglo XXI y de paso ha convertido a la presidenta en un icono pop, tal como sugieren algunos analistas y politólogos.

Ayuso tenía en su contra las peores cifras de muertos y contagiados de todas las regiones europeas (más de 6.700 muertos en las residencias de ancianos) y pese a ello ha arrasado este 4M. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo es posible que alguien siga confiando en esta señora para gestionar nada? Para empezar, Ayuso ha conseguido crear la ficción de un Madrid que no existe. La pandemia era culpa de Sánchez que no tomó las medidas adecuadas y a partir de ahí el virus no era el tema, sino que el asunto era otro muy distinto: una apelación constante al sentimiento nacional, al patrioterismo, al españolismo más carpetovetónico y montaraz. Desde que dio a conocer su lema de campaña, “comunismo o libertad”, todos han jugado a lo que ella quería. Ayuso ha marcado absolutamente la agenda, el día a día de la campaña electoral. De esta manera, conectaba directamente con las pulsiones del electorado madrileño, en su mayoría conservador. IDA ofrecía a sus votantes un excitante y seductor libertarismo de derechas con el que todo puede hacerse realidad, desde tomar un coche y viajar a la sierra en medio del confinamiento hasta celebrar la Navidad como si nada estuviese pasando en el mundo o rebelarse contra las estrictas normas sanitarias del Gobierno central.

El personaje que le han construido, entre cándido y faltón, ha cautivado a la parroquia. Su propuesta de la política como show o espectáculo tiene mucho que ver con cómo vive la política el ciudadano individualista y hater de las sociedades posmodernas. Ayuso ha apelado a un elitismo supremacista descarado (el dumping fiscal o paraíso para ricos); ha prometido hedonismo insolidario (fiesta, bares, cañas y rebaja de impuestos dañando gravemente los derechos de los pobres, esos a los que ella llama “mantenidos subvencionados”); y hasta se ha permitido negar la eficacia de las medidas sanitarias avaladas por los científicos. Para Ayuso, la economía lo es todo; la desigualdad que lastra Madrid es un cuento chino de la izquierda. Su nacionalismo cañí, patriotero y folclórico no solo ha calado en Villa y Corte sino que promete extenderse como la pólvora por toda España. Ahora mismo la presidenta es un fenómeno sociológico que no tiene techo y que crece como una bola de nieve cuesta abajo. Que tiemble Casado.

Pero lo más fascinante y terrorífico de estas elecciones es comprobar cómo un político medianamente bien asesorado y sin escrúpulos (como lo es también Trump) puede arrasar en las urnas creando un escenario distópico. Durante dos semanas, los madrileños han vivido en el 36 y hasta parecía que estábamos al borde de una nueva guerra civil. En esa construcción del cartón piedra, MAR ha encontrado un cómplice inestimable en Vox, gran agitador de la campaña electoral. Los altercados de Vallecas entre izquierdistas y ultraderechistas, el cruel cartel contra los menas, el polémico debate en la Cadena Ser y el episodio de las cartas con balas amenazantes contribuyeron a generar el clima de miedo prebélico adecuado que ha beneficiado indudablemente a las derechas.

Todo en Ayuso es esperpéntico, desde que haya cometido la infamia de convertir la pandemia en una buena oportunidad para hacer política (quizá lo más triste de su victoria) hasta su alergia a lo público y al Estado de bienestar. Pero a la gente le gusta la muchacha faltona y algo poligonera de Chamberí. Al personal le ha hecho tilín su populacherismo, su chabacanería y su escasa talla intelectual. Cuanto más le han arreado los medios del establishment más crecía como personaje victimizado digno de pena (tal cual como ocurrió con Trump en su momento). Nada de lo que hiciese Gabilondo, Iglesias o García podía evitar su cantada victoria electoral de hoy. Si se repitiesen cien veces las elecciones, cien veces saldría ganadora. Simplemente, son los signos de los tiempos, las corrientes históricas imparables. Si Trump en su momento se jactaba de que era capaz de salir a las calles de Nueva York para matar gente y aún así volvería a salir elegido, Ayuso también puede estar tranquila, ya que haga lo que haga es una folclórica que goza del favor del público. La gente se lo compra todo, sus paparruchas infantiles, su modo naif de entender el mundo, su frívola y exasperante concepción de la política.

Su discurso filosófico pedestre, de andar por casa, casi de escolar de parvulario, va a seguir arrasando. Es la grandeza de la simplicidad. A todos esos votantes que la idolatran como una diosa que guía al pueblo contra al comunismo (tiene bemoles que alguien pueda tragarse semejante bulo en el siglo XXI) ya solo les importa “vivir a la madrileña”, la libertad ayusista, el libertinaje egoísta de derechas. Nadie se acuerda ya de aquellos aviones con material sanitario que esta mujer perdió en alguna parte, ni de su apoyo sonrojante a las manifestaciones de los cayetanos, ni de su entreguismo descarado al lobby hostelero. Tampoco de los 135 millones que se ha cepillado en la construcción de un hospital como el Zendal que es un fiasco como centro sanitario. Cualquier cosa que haga Ayuso, por monstruosa o disparatada que sea, le dará la victoria. Son los tiempos líquidos que nos ha tocado vivir. La decadencia de la izquierda y de la democracia. La degeneración de la ética, la moral y la política.

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