En los últimos días abundan las opiniones publicadas en los medios de comunicación acerca del conflicto hispano-catalán con adjetivos tremendistas en sus titulares que buscan hacerse un hueco a fuerza de puro sensacionalismo en la atención preferente de las personas lectoras. De ahí que este artículo no lleve título formal y, además, esté escrito en esa lengua inventada y neutra denominada esperanto, una suerte de utopía para que toda la Humanidad hablase un mismo idioma ideado por el oftalmólogo polaco Zamenhof.

Cuando los nacionalismos se exacerban en demasía, las emociones y los sentimientos a flor de piel ponen diques a la razón crítica. Es una manera muy efectiva de dirigir políticamente a las masas para sortear los intereses de clase y olvidar la lucha social. Esa realidad emocional suele rendir beneficios de todo tipo a las elites dirigentes.

Lo antedicho es una observación de carácter general. En el caso de Cataluña, una multitud viene manifestándose desde hace más de una década a favor de un referéndum para dirimir en las urnas su hipotética independencia de España. Las encuestas registran de un 60 a un 80 por ciento de residentes catalanes que apoyan una consulta democrática, muchos de los cuales casi con toda probabilidad votarían no a la desconexión con el Estado español.

Sin embargo, el nacionalismo de corte franquista del PP y los constitucionalistas PSOE y Ciudadanos se han enrocado en diversas añagazas técnicas para impedir un referendo pactado y con todas las garantías con la Generalitat catalana.

Instalados jacobinamente en la Constitución y la ley, así a lo campanudo, cualquier iniciativa muere a los pies del inmovilismo patriota. Para el PP, el asunto catalán es un modo de hacer política de la que obtienen ganancias electorales evidentes: su defensa a ultranza de España concita a su alrededor adhesiones compulsivas. Igual le ha venido sucediendo al pujolismo: contra Madrid la efervescencia catalanista anula todos los matices ideológicos.

Tanto el PP como CiU, hoy mayoritariamente PDeCAT, han vivido muy bien desde la transición posfranquista y han coincidido en todas las medidas importantes más regresivas para las clases trabajadoras. En ese contubernio, que a día de hoy ya sabemos que ha nadado en la corrupción política más nefanda y sistemática, el PSOE ha jugado con timidez un rol de mero comparsa político: ayer un estado federal, mañana nación de naciones, en el futuro plurinacionalidad, conceptos que se han ido acuñando en mitad de su deriva neoliberal para tapar sus agujeros derechistas con abalorios políticos de leve aroma progresista. Amagos tácticos para echarse de hecho en las manos del ultranacionalismo del PP: un sí pero no o viceversa con el fin de eludir un compromiso firme con posturas valientes que marcaran caminos de diálogo sin dogmas previos. De esta amalgama política administrada por el bipartidismo turnista del PP y PSOE en coalición con CiU y PNV, surge esta España desigual y compleja que al parecer no se sostiene en los moldes legales creados ad hoc por los mentores del régimen del 78.

Dicen los partidos pro Constitución española que los nacionalistas catalanes imponen un principio no negociable para entablar cualquier diálogo político: el referéndum de autodeterminación. No miran en ojo propio: ellos frenan las conversaciones elevando al altar el texto constitucional como un catecismo irrebatible. Hace falta un sistema de comunicación común para intentar un futuro mejor sin prejuicios acuñados en otras épocas. Hace falta creatividad y no santificar nada de antemano, ni la sufrida soberanía nacional ni la independencia ni otro tipo de uniones o asociaciones políticas.

Cabe recordar aquí que la rígida Constitución española que tanto alaban PP, PSOE y Ciudadanos fue reformada en 2011 con nocturnidad, alevosía y celeridad inusitada, hurtando el debate y la controversia a plena luz, en su famoso artículo 135 para obligar a la estabilidad presupuestaria a los entes autonómicos y locales siguiendo las directrices que emanasen de Bruselas y Madrid en torno al déficit público. Lo que encubría tal medida es un trato preferente a los bancos y las entidades financieras internacionales para cobrar antes que nadie los préstamos dedicados a la deuda pública española, esto es, primero los acreedores privados, el mercado en suma, y después el estado social reflejado pomposamente en la Constitución, una flagrante contradicción con el principio consagrado en el mismo texto de estado de derecho. Antes lo legal, la norma jurídica, que el capítulo de necesidades sociales. Esa ha sido la tónica cerrada a cal y canto a cualquier aspiración o lectura progresista de la realidad vigente en los últimos años.

Por tanto, la Constitución puede modificarse, tan rápido como sea menester. No obstante, las formaciones constitucionalistas siguen encastilladas en un diálogo ficticio “dentro de la ley”. Otros, en cambio, apuestan por un nuevo proceso constituyente que entre sus puntos programáticos incluyera un referéndum pactado en Cataluña, consulta ciudadana que no solo contemplara un sí-no a la independencia sino también preguntas concomitantes acerca del modelo de Estado, su configuración jurídica y las relaciones entre el todo y las partes. Por supuesto, existe un temor entre las elites que una conversación así pudiera traer a colación por enésima vez el cuestionamiento de la monarquía borbónica símbolo del bipartidismo dominante en la restauración democrática. El asunto republicano huele a ruptura de privilegios históricos anclados en el franquismo y por esa senda no quieren transitar bajo ninguna presión externa las elites acomodadas de España.

Si se pudiera avanzar hacia un referéndum consensuado y aceptado por todas las fuerzas políticas, el futuro se despejaría enormemente. Cataluña demanda y precisa una solución política. Ni la violencia estatal ni los requerimientos de los fiscales ni las sentencias de los jueces ni las multas punitivas terminarán con el conflicto. Lo más seguro es que siguiendo las vías represivas “dentro de la ley” se provoquen más heridas y una mayor animadversión en la sociedad catalana hacia todo lo que destile olor a español.

No se acuerdan los constitucionalistas encerrados en sus torres de marfil teóricas y jurídicas que la desobediencia es un arma que ha hecho progresar a la Humanidad desde la rebelión de Espartaco contra la imperial Roma, por no irse demasiado lejos en la mirada al pasado remoto. Y tiene un sentido ético profundo. Thoreau, el creador de la desobediencia civil, se negó a pagar impuestos porque Estados Unidos era un país esclavista que declaraba guerras de manera unilateral injustificadas e inmorales. Gandhi y su no violencia fueron artífices de la independencia india frente al colonizador británico. Por su parte, Martin Luther King impulsó decisivamente el poder negro contra la discriminación racial. A mediados y finales del pasado siglo, la objeción de conciencia al servicio militar hizo mover las mentes a una inmensa mayoría por una alternativa de paz y por el desarme de los bloques capitalista y comunista enfrentados durante la guerra fría. Y en España, sin la resistencia desobediente a la dictadura de Franco por parte de sindicalistas, comunistas, anarquistas y maquis la democracia actual sería otra cosa. Las revoluciones (francesa, rusa…), en definitiva, son desobediencias masivas que conllevan el nacimiento de una legitimidad pionera.

Las leyes siempre están de paso. Entender la realidad como un ente fijado en un texto sagrado es anclarse en un mito religioso inamovible. Por muchos procedimientos formales y mecanismos regulatorios que se impongan en una norma jurídica, cuando las multitudes invaden las calles conscientemente, el orden ya está en quiebra. Reprimir un hecho de este calibre, la gente solicitando votar, es un crimen de lesa humanidad.

Demos cauce a la democracia con diálogos abiertos y participativos. Y no usemos de los conceptos como tótems ideales e inatacables. Hasta la denostada URSS contemplaba en su constitución el derecho de autodeterminación para sus 15 repúblicas. Y en cuanto al Estado federal no es más que una alteración nominal del actual régimen de las autonomías: regiones a las que el Estado central delega facultades ejecutivas y legislativas limitadas. Otra cosa es una confederación (por ahí parecen ir las tentativas del lehendakari Urkullu y el PNV), donde los actores políticos territoriales ostentan su propia soberanía que ceden en parte a un ente superior, esto es, más o menos lo que pretende ser la Unión Europea, al menos en sobre el papel. Hablar se puede hablar de todo si hay voluntad política para ello. Encerrarse a cal y canto en la cantinela del vademécum legalista es trazar fronteras y límites innecesarios. Si Cataluña quiere votar, más tarde o más temprano llenará las urnas de sufragios, por la independencia o no. Mírese los casos occidentales de Québec y Escocia.

Por cierto, esa magnífica Constitución española luce en su articulado el derecho al trabajo, el derecho a una vivienda digna y la aconfesionalidad del Estado. Parados, según la EPA, casi 4 millones. Familias desahuciadas desde 2008, según la PAH: 700.000; personas sin hogar, según Cáritas: 40.000. Financiación estatal de la Iglesia católica: más 11.000 millones de euros anuales, según Europa Laica. Es decir, la Constitución se vulnera cuando interesa a las elites. Pero este argumento siempre es rebatido por la doctrina de los expertos: el texto considerado como ley de leyes no obliga, simplemente es un marco de inspiración y convivencia que debe ser regulado por la normativa secundaria. Un perfecto cajón de sastre de libre interpretación por los gobernantes de turno. La legalidad a la carta, ¡qué gran invento!

La urgencia de la realidad y la defensa numantina de posiciones recalcitrantes dará lugar al nacimiento de mártires e ídolos por ambas partes. La imagen que se está gestando para el 1 de Octubre puede ser espectacular: España retirando urnas a mamporros policiales. ¿Surgirá alguna propuesta lúcida de aquí a esa ya mítica fecha?

 

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