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Antifeminismo: la feroz cruzada de la nueva ultraderecha europea

Movimientos extremistas atacan los derechos de la mujer y de las minorías sociales y étnicas

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análisis

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La extrema derecha que se abre paso en todo el mundo es un monstruo que se alimenta de tres ideas: exaltación de la patria más allá de los límites nacionalistas, xenofobia u odio al inmigrante y antifeminismo exacerbado, el pegamento simbólico que ha terminado por unir a los partidos ultras del viejo continente. Esa feroz aversión a la mujer (misoginia) forma parte de la “batalla cultural” de los partidos populistas, que propugnan un nostálgico retorno al pasado, a la familia tradicional y a la uniformidad social. El patriarcado emerge de nuevo con fuerza como la esencia de la nación firmemente enraizada en la tradición cristiana, católica y romana. Para los partidos neofascistas europeos de nuevo cuño no hay nación sin familia tradicional, un modelo donde la mujer ocupa un papel secundario y cede ante el poder del hombre. Desde este punto de vista, todo aquel que no crea en el matrimonio entre un hombre y una mujer para la procreación de la prole va directamente contra la patria y es el enemigo a batir. Es decir, las parejas de hecho, el matrimonio homosexual, las madres solteras, las uniones con mezcla de religiones y otras formas de familia alternativas son para estos partidos políticos claramente subversivos, ya que destruyen el ideal de orden, tradición y buenas costumbres.

Asistimos por tanto a una auténtica revolución antifeminista en todo Occidente, una regresión cultural cuyos máximos defensores son gente como el expresidente de Estados Unidos Donald Trump, el líder ruso Vladímir Putin (hoy inmerso en una loca cruzada para ensanchar el imperio bajo los valores del nacionalismo más exacerbado y el reaccionarismo más crudo) o Viktor Orbán, el machista dirigente húngaro convertido en referente europeo del nuevo movimiento ultraderechista mundial. Algunos autores entienden que el principio clave más importante del proyecto autoritario “contraliberal” en la Europa central es el “familismo”, una forma de biopolítica que ve en la familia tradicional uno de los pilares esenciales del Estado-nación. Obviamente, para los grupos ultras que empiezan a marcar la agenda de no pocos gobiernos europeos, el feminismo se ha convertido en la gran obsesión encarnada en una especie de diablo con rabo y cuernos. Aplastando el proceso de liberación de la mujer, liquidando sus derechos sociales, laborales y sexuales, el poder macho seguirá intacto. De ese modo, según el informe La extrema derecha y el antifeminismo en Europa –elaborado por María Pardo Arenas, Pedro Chaves Giraldo y Samara de las Heras Aguilera bajo el auspicio de la Fundación de Estudios Espacio Público y publicado por La Izquierda Europea (The Left)–, “las políticas antigénero y antifeministas contribuyen a dar forma a un nuevo bloque político-social con voluntad de permanencia y que desafía abiertamente el mainstream liberal y progresista”.

El citado informe se centra en el fenómeno antifeminista en varios países europeos en los que en los últimos años han cuajado notoriamente movimientos populistas de corte ultrarreaccionario: Hungría, Polonia, España, Francia, Italia, Alemania, Austria y Dinamarca. El estudio concluye que la extrema derecha mundial trata de recuperar las tradiciones culturales y políticas que se consideran amenazadas, liquidar la democracia tal como hoy la entendemos y reconfigurar un nuevo orden mundial tras el agotamiento del globalismo. Además, todos estos grupos apuestan por restringir derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, especialmente el aborto, el acceso a métodos anticonceptivos y la educación sexoafectiva que promueve la igualdad. También niegan la existencia de la violencia machista y sus causas estructurales, se oponen al matrimonio igualitario y al derecho a la adopción de las parejas LGTBI, rechazan la autodeterminación de género y defienden que los planes de estudio escolares adoctrinan en “ideales progres”.

Por último, se persigue a las instituciones y organizaciones que defienden los derechos de las mujeres, de las personas LGTBI y de los inmigrantes. “Hay países donde a las niñas se les enseña que el marido pega a la mujer si de verdad la quiere”, explican fuentes de Amnistía Internacional (AI). Maribel Tellado, responsable de Campañas de la oenegé, asegura que “hay estados que están negando su obligación de proteger a las mujeres y que están intentando socavar derechos que ha costado mucho conseguir. Lo están haciendo además en un momento en el que la pandemia ha multiplicado la violencia de género a nivel mundial».

Es evidente que los derechos de la mujer retroceden en toda Europa. Baste un solo dato: el Convenio del Consejo de Europa para la prevención de la violencia machista, también conocido como la Convención de Estambul, aún no ha sido ratificado por Bulgaria, República Checa, Letonia, Lituania, Liechtenstein, Eslovaquia, Ucrania y Hungría, este último país, junto a Polonia, considerados como estados alineados con la Turquía de Erdogan.

Antes de entrar en la situación concreta de cada país y en su grado de antifeminismo institucionalizado, se hace necesario exponer cuáles son algunas de las causas que han llevado al despertar de movimientos totalitarios que parecían enterrados para siempre. Es evidente que nos encontramos ante una revuelta contra la idea misma de progreso, contra los valores ilustrados y contra el consenso o pacto social. En primer lugar, la mayoría de los partidos populistas xenófobos coinciden en un diagnóstico común (que por otra parte no es nuevo, sino que se recupera de los viejos fascismos del siglo XX): las democracias actuales han entrado en crisis y ya tienen muy poco que ofrecer a las grandes mayorías supuestamente indignadas y enrabietadas contra el sistema. En segundo lugar, está lo que se ha venido a llamar “chauvinismo del bienestar”, es decir, la airada reacción de algunos sectores sociales que ven en peligro su modo de vida y sus privilegios ante diferentes “amenazas” y “riesgos” como la inmigración, el multiculturalismo y, por supuesto, el feminismo. “En este punto es importante salirse de las explicaciones puramente económicas para incorporar cuestiones como el reconocimiento y respeto demandados por sectores sociales que han interiorizado el malestar de haber sido abandonados por los poderes públicos, por el establishment o por la élite. Asociados todos estos conceptos al cosmopolitismo, a un discurso político dominante que se impugna y al que se considera responsable de la situación que vivimos”, aseguran los autores del informe. Y en tercer lugar, asistimos a la consolidación de una contrarrevolución silenciosa que pone en cuestión los procesos políticos y económicos de transición vividos en buena parte de Europa desde la caída del Muro de Berlín y del comunismo en 1989. Este proceso es especialmente agudo en los países de la Europa Central y Oriental que estuvieron bajo la órbita totalitaria de la URSS.

Todo este rearme ideológico, todo este resurgir del reaccionarismo visceral se ha producido desde dentro, en el seno mismo de las democracias liberales, y más concretamente de la Unión Europea. Bajo la bandera común del anticomunismo, de la xenofobia y del machismo supremacista blanco, las fuerzas políticas de la extrema derecha han protagonizado un constante e imparable avance hacia una supuesta “normalidad civilizatoria” que trataría de borrar el período histórico socialista, ese que para los dirigentes ultras jamás debió haber ocurrido. La globalización capitalista y la crisis de las democracias occidentales tras las sucesivas recesiones económicas –mayormente la de 2008 y la desencadenada tras la pandemia de covid en 2020–, han venido a dar oxígeno al populismo demagógico antifeminista, que se ha nutrido del empobrecimiento de una buena parte de la población, del colapso de los servicios públicos, del desplome de los salarios y en general de una ruptura del orden social con un fuerte impacto en la identidad colectiva e individual. Todo este malestar que se ha generado en las sociedades modernas ha terminado cuajando en un nacionalismo patriótico furibundo y ultraconservador que ha visto en las ideologías de género uno de los puntos débiles del sistema en crisis.

Ya sea en España, en Francia o en Italia, los objetivos principales de la extrema derecha internacional antifeminista están bien trazados: eliminar la enseñanza en igualdad de los planes de estudio de las escuelas públicas; restringir los modelos familiares transgresores de la “normatividad heterosexual”; estigmatizar o penalizar otras tendencias sexuales y afectivas alternativas al modelo imperante patriarcal; acabar con el aborto; y limitar las medidas dirigidas a garantizar la igualdad salarial, la representación paritaria de mujeres en instituciones y empresas y el uso del lenguaje inclusivo. Aun cuando la extrema derecha no es idéntica ni comparte el mismo programa político en todos los países, sí resulta posible encontrar un “núcleo duro de elementos comunes” que se repiten en todos estos movimientos políticos: antifeminismo radical, odio al colectivo LGTBI, xenofobia (antiislamismo) y oposición a cualquier tipo de avance social impulsado por la izquierda.

Este movimiento reaccionario global ha demostrado una importante capacidad de simbiosis, estructuración y sincronización, como demuestra la reciente cumbre celebrada en Madrid, donde Vox, el principal partido ultra dirigido por Santiago Abascal, hizo de anfitrión (a puerta cerrada y sin posibilidad de acceso a la prensa) en la puesta en común de los principios y programas de los diferentes partidos autoritarios europeos. Organizaciones reaccionarias internacionales como Uniting Nations for a Family Friendly Word tienen su fiel reflejo en España en grupos antifeministas locales como Hazte Oír, un proyecto ultracatólico que de vez en cuando fleta autobuses para hacer descarado proselitismo con claros mensajes homófobos y machistas. Por tanto, el movimiento antifeminista mundial es capaz de articular lo internacional y lo estatal, lo global y lo local, tejiendo una compleja red de organizaciones y grupos ciudadanos imbricados en el día a día de las sociedades modernas.

Contra esa infiltración ha tratado de luchar la Unión Europea. Desde la entrada en vigor en 1999 del Tratado de Ámsterdam, la igualdad entre mujeres y hombres es considerada como un principio fundamental irrenunciable y un objetivo a cumplir por todos los países pertenecientes a la UE. Sin embargo, algunos miembros del club comunitario, los llamados “estados gamberros” (entre ellos Polonia y Hungría en manos de gobiernos con claros tintes neofascistas), están promulgando leyes que socavan gravemente los derechos de la mujer y del colectivo LGTBI. Bruselas y el Tribunal Europeo ya han lanzado serias advertencias contra estos regímenes antidemocráticos: o abandonan la senda del antifeminismo o se exponen a fuertes sanciones económicas como la pérdida de los fondos de recuperación tras la pandemia.

Las extremas derechas europeas han sabido aprovechar el momentum tras las terribles crisis de 2008 y 2020 con el consiguiente aumento de la desigualdad y la decadencia de los partidos políticos. Hasta hace bien poco, países como España, Portugal y Grecia se vanagloriaban de haber quedado a salvo y libres del populismo ultraderechista que arraigaba en otras partes del viejo continente como Alemania, Francia o Italia. Los socios mediterráneos presumían del hecho de que no había ultras en sus parlamentos y ayuntamientos. Sin embargo, no fue más que un espejismo y hoy toda Europa está marcada por la influencia ultra de corte antifeminista.

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