«Todos los esfuerzos, todos los dolores también tienen su compensación.

Una de ellas es el misterioso placer de sentirse invadido por un personaje».

Fernando Fernán Gómez (El País, 22 de Noviembre 2007)

Como de costumbre estaba arrellanada en mi confortable asiento esperando gozosa que el reloj diera una mágica campanada, la última de las cuatro de la tarde. Él era puntual. Y efectivamente ahí estaba ya atravesando el umbral grisáceo de la alcoba: él, Anselmo Cifuentes, cómico de profesión. Era un hombre nervioso, menudo, poco relevante -insignificante me atrevería a decir- pero que sin embargo me servía bien. Cubría toda su persona con un batín de seda raído, posiblemente comprado de segunda mano; una bolsa de malla -vistoso y útil recipiente de algún tipo de fruta u hortaliza, quizá- rodeaba su cabeza, con la intención de moldear su pelo crespo (nada a tono con la imagen de gentilhombre que pretendía). Sus helados y cerúleos pies calzaban, a medias, unas rasposas babuchas de piel compradas en el Rastro madrileño. Algo habitual por aquella época, principios de la década de los sesenta del pasado siglo en la que esta sencilla historia ocurrió, y que hoy he decidido contar de nuevo.

Pues bien, a ello voy.

Mi servidor, avanzando unos pasos gana el centro de la estancia de aquella fonda oscura y sucia, situada en un callejón del pequeño pueblo, dispuesto a repasar el modesto guión del día. Era primer actor dramático de la itinerante compañía de teatro ‘La Carmeta’, propiedad de su emprendedor amigo Melchor de Valls. Haciendo los honores debidos a su intuición e innato talento, Anselmo, con su cuadernillo en la mano, empezó a leer e interpretar divinamente. En realidad aquello no era más que un ensayo, pero sin temor a exagerar bien podría decirse que mi ponderador alcanzaba un alarmante estado de embriaguez interpretativa, y extasiado declamaba:

minerva-ok«¡Oh Minerva, diosa de la inteligencia y la sabiduría! Tú que eres luz plateada que inunda el Universo, desde y por el infinito: oye mi oración.

Yo, Datario, tu discípulo más fiel con el poder que me dan las doctrinas de quienes me precedieron en adorarte y ensalzarte en tu templo: por la fuerza avasalladora de la razón; por el triunfo apremiante de lo sencillo; por la búsqueda de esa máxima, siempre vieja y siempre nueva, de retorno a la Naturaleza; por todo ello, y más, te pido y exijo, que inmediatamente, desde el Olimpo donde moras contemples con ojos profundos este mi Mundo, y ora a través de vientos turbulentos; ora por medio de brisas templadas, derrames tu luz y tus dones envolviendo en ellos a necios y engreídos; a sabelotodos codiciosos; a tramposos sin conciencia (permíteles ver su imagen deforme en el espejo del río); a manipuladores empeñados en lo mediocre; y, a todos cuantos juzgues para dar así gloria a tu nombre. ¡Oh Princesa romana del conocimiento!

Todo esto demando de tu voluntad y poder, con apremio, a fin de que se imponga en beneficio de los más.»

Anselmo terminó la oración a Minerva como siempre le ocurría, transportado a lo más alto, lejos. Este hombre de natural temeroso se sentía ciertamente transfigurado en un ser poderoso con esta plegaria, que por otra parte, no compartía. Lo que él de verdad anhelaba era mostrarse convincente, sugestivo y trascendental como el mejor de los cómicos.

Me rebullí en mi asiento. Había transcurrido mucho tiempo desde que dieran las cuatro, pero el reloj había dejado de interesarme. Contemplaba serenamente a mi modesto servidor, Anselmo, tirado contra la cama: solo, cansado, abandonado e incomprendido siempre. ¡Qué ternura me inspiraba aquel hombre voluntarioso y, a su manera, empeñado en llevar a cuestas su errante y particular bohemia!

Si yo, la Prosa, no supiera que Minerva es tan sólo un mito, una ilusión, le exigiría protección y cobijo para tan buen valedor donde quiera que se halle.

Absorta en estos y otros pensamientos que me llevan a recorrer multitud de senderos imaginarios, decido deslizarme de nuevo sobre mi lecho de palabras donde desde hace siglos estoy aplacerada.

 

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