A Hathor no le gustaba San Valentín, prefería más de mil veces a Cupido, que, cuando te hiere el corazón, no hay manera de resistirse.

Hathor era de origen egipcio. Su nombre quería decir “Diosa del Amor”. Precisamente… mira tú por dónde, pensaba mientras lavaba la cabeza a una señora gorda del barrio de Vallecas en la peluquería Las Pirámides regentada por su madre.

Su familia provenía de El Cairo. Habían llegado a Madrid atraídos por el auge inmobiliario de finales de los años noventa. Después de un período de adaptación, tuvieron dos críos, niño y niña. Al niño, le pusieron Ramsés, y a ella, un nombre de diosa. La diosa del amor y de la sabiduría, según descubrieron unos estudiantes de egiptología, en un papiro dentro de una tumba en las excavaciones arqueológicas del Valle de las Reinas.

Y una reina parecía ser Hathor. Altiva, orgullosa de su nombre y de su estirpe real (al menos eso se creía). En cuanto aprendió a hablar se vio que tenía madera de líder. ¡Y vaya aires que se daba con sus compañeras del cole! Aires de otras tierras, que escondían, en el fondo, una gran timidez, pensaba para sí. Y ya ves tú, mucho nombre de diosa y mucha estirpe faraónica para acabar lavando pelos grasientos y depilando cejas y partes íntimas de mujeres de Vallecas.

En el barrio no era habitual la presencia de egipcios. Pero por la hospitalidad de la pareja y las historias que sabían contar, en cuanto supieron hablar mínimamente castellano, se ganaron la amistad de los vecinos. Tanto es así que comenzaron a convertirse en unos personajes bastante populares, Fátima y su esposo, Beb.

La construcción fue cayendo en picado y Beb fue a engrosar las listas del paro. Conseguir trabajo por cuenta ajena era difícil, sobre todo sin tener mucha experiencia y sólo chapurreando el español, así que decidió un buen día alquilar un pequeño local cercano a su casa, donde instaló un Bar que llamó “El Faraón”. Bar que fue creciendo a la vez que crecía la popularidad de los pinchos egipcios que regalaban con las cañas, convirtiéndose, en muy pocos años, en el más concurrido de la Villa de Vallecas.

Todo esto le permitió montar otro negocio en un edificio cercano para Fátima, su mujer. Y mientras su hijo trabajaba con el padre como camarero, Hathor lo hacía igualmente para su madre.

Pero no nos desviemos más. ¿Qué tiene que ver todo esto con San Valentín?

Mucho más de lo que parece, ¡por las barbas de Amenhotep III! Mucho más.

Hathor era una adolescente guapísima. Sus facciones oscuras y afilada nariz, hacían resaltar unos enormes ojos almendrados que más que mirar, penetraban dentro de los que se dignaba fijarse. Su cuerpo esbelto y majestuoso, sus manos delgadas y huesudas, hacían de ella un prodigio de la naturaleza.

Un prodigio desaprovechado en ese lugar deprimido de Madrid.

Hasta que un día, el diosecillo Cupido hizo de las suyas, y lanzó un dardo amoroso que fue a clavarse, precisamente, en su pecho.

No fue por San Valentín, sino un poco antes, el trece de enero, festividad de San Antón patrón de los animales. Ella, cristiana copta de origen, aunque bautizada por la Iglesia Católica, era devota de este santo y se fue a las Escuelas Pías de la Calle Hortaleza a bendecir a la serpiente que tenía como mascota.

En la cola que se forma todos los años de devotos al santo con sus respectivos animales, no es frecuente encontrarse a una persona con una serpiente para ser bendecida. Aunque de todo hay. Y, casualmente, a pocos pasos de Hathor, estaba un muchacho altísimo y rubio, con cara de listo y lleno de granos que llevaba en una jaula dorada, una culebra de río muy larga, parecida a una anguila.

Ella portaba su serpiente discretamente dentro de una bolsa de cuero, entre otras cosas, para que no se le escapara, pues aún siendo pequeña, inofensiva y amaestrada, no quería asustar a la gente. Tan sujeta la tenía que no pensó ni por un momento que se le pudiera escurrir, cosa que hizo en un descuido de su dueña, y asustada como estaba, la pequeña serpiente saltó y reptó entre la multitud, produciendo situaciones de pánico entre los concentrados.

El chico rubio se lanzó sobre ella, y cogiéndola con suavidad por la cola, la depositó en las manos de nuestra protagonista, que se quedó mirándole hipnotizada.

Por ahí, entonces, acertó a pasar Cupido lanzando flechas.

Una de ellas le dio a la egipcia en pleno corazón y saltaron chispas del impacto. Otra le dio al recogedor de serpientes, y otras dos se fueron a clavar sobre la piel de cada una de los dos reptiles.

Se casaron muy pronto, pese a la oposición inicial de sus familias. Tom era sueco, hijo de un alto dignatario de la Embajada, pero ambos decidieron quedarse a vivir en Madrid precisamente cerca de la Calle Hortaleza, muy cerca de las Escuelas Pías de San Antón, hoy sede del Colegio de Arquitectos. Concretamente en La Casa de Los Lagartos, también llamada La Casa de los Reptiles, en la Calle Mejia Lequerica.

Nos podemos imaginar que fueron felices, que criaron en jaulas doradas a boas, cobras y pitones, que tuvieron hijos y que ella, además montó una peluquería en el barrio de Salamanca para mujeres de clase adinerada llamada “La Ribera del Nilo”.

Pero la realidad es mucho más prosaica. Los finales felices sólo se dan cuando hay seres generosos capaces de amar compartiendo momentos duros, y siendo flexibles como juncos.

Ellos no lo eran, sino escurridizos y venenosos como los reptiles que amaban y su relación fue intensa, pero no tan feliz como desearon.

Su vida se tornó pronto en un sinsentido. Hathor necesitaba opulencia y lujo, y al no poder encontrarlos junto a su marido, un sencillo profesor de biología, poco a poco se hizo asidua de la Calle Montera.

Prostituta, primero de calle y luego de lujo, ganó mucho dinero, sin que se enteraran su marido e hijos. Se permitió comprar bolsos de serpiente, abrigos de piel e hizo sola algún viaje a Egipto intentando descubrir cuales eran sus verdaderas raíces.

 

Tom llevaba a su casa a diferentes alumnas a las que seducía mientras observaban las colecciones de bichos.

Cada uno por su lado, ninguno era feliz.

Harthor se apuntó a un Congreso de Reptilogía en la Universidad de Stanford. Allí conoció a un australiano aborigen, dueño de un famoso restaurante especializado en sopa de tortuga y serpientes horneadas. Hicieron buena amistad, a pesar de provenir de distintas partes del planeta y dedicarse a cosas tan dispares.

Pero el destino, igual que Cupido es juguetón. Y cruel.

No sé si habéis oído hablar del efecto mariposa, un efecto en el que un pequeño aleteo de este insecto, puede producir un tornado a miles de kilómetros de distancia. Algo parecido es el efecto serpiente.

Concretando. Ella le invitó unos días a Madrid donde conoció a Tom y los tres pasaron juntos jornadas tan inolvidables como los primeros días de amor de la pareja anfitriona. Parecía como si Cupido volviera a hacer de las suyas.

Al quinto día, al levantarse, Harthor descubrió pegada con un imán a la nevera una escueta nota que decía así:

Nuestra querida: Hemos descubierto una atracción serpenteante, sinuosa y con altibajos, el uno por el otro. Intentando afianzarla, te dejamos todas nuestras posesiones materiales en Madrid y en Australia. Un beso

Nunca les volvió a ver.

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