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Almudena Grandes y el valor del compromiso social

Frente a las modas y la senda del éxito fácil, nuestra escritora más galdosiana exploró la conexión entre literatura y memoria histórica

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análisis

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Ahora que acabamos de despedir a Almudena Grandes, con tristeza y consternación por su muerte prematura, es momento de reflexionar sobre la profunda huella, literaria y política, que deja esta gran dama de la literatura contemporánea, de la izquierda española y del activismo como expresión de la conciencia colectiva y social. Almudena había logrado el éxito con sus primeras novelas (Las edades de Lulú y Malena es un nombre de tango, entre otras), la crítica se había rendido a sus pies y su obra estaba siendo traducida a otros idiomas y llevada al cine por Bigas Luna. Había dado con la fórmula mágica (la literatura es una mezcla de talento y algo de suerte) y le bastaba con seguir por esa senda profesional y vital que le garantizaba premios, suculentos contratos, fama y dinero. Ella misma llegó a decir que aquel éxito fulgurante “le regaló la vida que ella quería vivir”, de modo que jamás podría “saldar esa deuda”.

Sin embargo, inesperadamente, en ese momento trascendental de su carrera literaria, decide dar un giro a su obra, arriesgarse a explorar nuevos temas narrativos e implicarse todavía más. Es entonces cuando la autora madrileña decide quitarse el batín de escritora burguesa frente al jardín de su casa y dar un salto mortal literario que la llevaría sin duda al olimpo de las letras en castellano, junto a los grandes dioses como Pérez Galdós, Rosalía de Castro, Pardo Bazán y Ana María Matute. El gran logro de Grandes fue no quedarse con todo lo que le regalaba la vida (un golpe de fortuna solo para privilegiados) sino en seguir buscando esa voz interior que pugna por salir en todo escritor, esa coherencia con las ideas, ese anhelo de justicia y de su irrenunciable compromiso con los suyos. Justo en ese momento decide publicar El corazón helado (2007), un relato sobre familias falangistas y republicanas con el que da la voz a los exiliados de la guerra y a sus hijos. Almudena había mutado de piel y de paso había abierto una puerta que pocos escritores se atrevían a traspasar en aquella época: la de la recuperación de la memoria histórica.

Aquella novela fue, además de un gran prodigio literario, una apuesta valiente. Téngase en cuenta que hablamos de los años en que buena parte de la crítica denigraba a todo aquel escritor/a que se centrara en temas relacionados con nuestro sangriento pasado. Hasta tal punto llegaba la alergia a la memoria democrática que el establishment literario solía rechazar manuscritos alegando que la gente estaba harta de historias que hablaran sobre nuestra gran tragedia nacional. De alguna manera se imponía la extraña creencia de que escribir “otra maldita novela sobre la Guerra Civil” era sinónimo de fracaso porque había overbooking en las librerías y porque supuestamente a la gente no le interesaba. Almudena vino a demostrar que las dos afirmaciones eran falsas. Ni se había escrito todo, ni mucho menos, ni faltaban lectores. Así supimos que el gran público, ese que lee por devoción, no por modas o por comprar un libro como quien compra un frasco de colonia, estaba ávido por saber más cosas sobre nuestra historia reciente, esa parte de nuestro pasado que el franquismo había logrado enterrar tras una Transición que funcionó como un truco perfecto para pasar página y olvidar los crímenes contra la humanidad que aquí se cometieron. Una vez más, Almudena dio con la tecla y de paso nos enseñó que el lector es capaz de distinguir entre buenas y malas historias con independencia de si transcurren en una trinchera del frente de Aragón en 1937 o en una nave espacial en un futuro distópico.

Nuestra admirada escritora se había enganchado a la memoria histórica y ya no podía parar. Pero esta vez no escribía solo en busca del éxito arrollador, sino para poner las cosas en su sitio, para recuperar la dignidad de los derrotados y de alguna manera para instaurar una especie de justicia universal de la que los represaliados no pudieron gozar durante cuarenta años por razones obvias. AG ofrecía un tres en uno a sus lectores para desengrasar las conciencias anestesiadas: buena prosa, recuperación de esa parte de la historia silenciada e ignorada y reparación moral de las víctimas a través de la ficción (a la vista de que ya resultaba imposible hacerlo ante un tribunal ordinario de Justicia). Una vez más, la literatura venía a parchear los agujeros que a menudo suele dejar la historia, ayudando a recomponer un puzle al que le faltaban no pocas piezas.  

A El corazón helado le siguieron los Episodios de una guerra interminable, una hexalogía compuesta de seis novelas que se convierte en su gran epopeya galdosiana. Sin duda, con esa obra a muchos de sus jóvenes lectores les ocurrió el mismo proceso mental que a ella, que se hizo de izquierdas “leyendo”, tal como confesó en más de una ocasión. Los Episodios fueron la culminación de la gran odisea almudiana, pero la autora de la voz enérgica y los ojos arabescos aún nos iba a dejar una última joya impagable: Los besos en el pan (2015), otro retrato sobre la España de los perdedores, aunque en esta ocasión los protagonistas eran los derrotados de hoy, los explotados y estafados de nuestros días, los represaliados por el sistema y por otra clase de dictadura: la de la injusticia social. En esta novela, de rabiosa actualidad, Almudena Grandes reclama “volver a vivir con dignidad, como nuestros abuelos”, y de paso denuncia un país de “horteras y borricos”, una España que de repente se ha vuelto fea, casposa, individualista, pacata, insolidaria y materialista hasta niveles enfermizos e insoportables.

Todo eso y mucho más (un feminismo clásico incardinado en la lucha política de la izquierda) nos lo da la más monumental de nuestras escritoras contemporáneas: una mujer que de niña soñaba con ser escritora mientras su madre quería que se dedicara a una “carrera de chicas”. Frente a esa corriente literaria de moda que trata de desprenderse del compromiso social para centrarse solo en lo estético y en el placer burgués, Grandes reivindica el valor de la denuncia de una dura y cruda realidad que sin narradores comprometidos como ella quedaría enmascarada como un falso trampantojo.

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2 COMENTARIOS

  1. A una mujer que se le dota de pluma; o de una máquina de escribir; o un teclado de PC, al punto de discreción e imaginación que pueda su propia maquinaria generar, ocurre que en una treintena de años con tan escasa ingeniería sobresale en su ingenio y su aportación con tan escaso bagaje ridiculiza a gobiernos y a jueces, vapulea misóginos con la elegancia y prestancia del eterno sufridor y hace honor a las letras, que por ellas solas se alinean con la razón de la que Almudena, todavía hoy, es dueña y a tod@s hace soñar. Grandes su apellido, y corto se queda al contar y cantar de sus relatos, que no quedaron dormidos en el olvido aún cuando sus camposantos eran descampados a cielo abierto, por donde siempre se cuela un Alma Pura.

    Descansa en paz, que nosotros te leemos tus cuentos.

  2. Lo que escribía antes es en su honor, y ésto en contra de cualquier deshonra.

    Vamos a ver; comparar a Almudena con Galdós es un insulto hacia ella. Galdós, en sus episodios nacionales, miente o se inventa las cosas a su capricho, con su idea romántica de España y que a la vez denuncia en una ambigua procesión de falta de personalidad, y muchas veces fue acusado de descuido por autores de su generación, que como ocurría entonces, se espiaban y se criticaban y no eran muy dados a elogios entre los de su profesión, aunque sí eran famosas sus tertulias en los cafés, donde en presencia de sus rivales y del público, cuando menos, no se faltaban al respeto con tanta inquina como en sus críticas en gaceta y prensa. Despreciado por Baroja, Azorín, Machado o Unamuno. Famosas eran su rivalidad con Valle Inclán, sus sisas de inspiración a su amada Emilia Pardo Bazán, su robo de las teorías de Darwin, su enemistad con Valera, con muchos por su pasado burgués, por ser hijo de coronel y nieto de oficial de la inquisición, aunque mucho más por sus pasamanos con Primo de Rivera y con Alfonso XIII, además de ser amigo de Sagasta, Pereda, Menéndez Pelayo y Prim, u otros miembros de la derecha más casposa de entonces, aunque es verdad que se fue radicalizando hasta aparecer semioculto en un mitin de Pablo Iglesias. Aún así no llega nunca a la objetividad y se notan las influencias de Balzac, Dickens y Hugo más que las suyas propias en las novelas. Hay un tremendo desconocimiento de la filosofía e ideología de este autor, por su ánimo de quedar bien con todas las partes y, si por él fuese, todo lo hubiese dirigido y dirimido hacia el teatro porque su público era pudiente.
    Así que, por favor, no devalue a Almudena frente a este planfletista, si Fortunata y Jacinta o Marianela son auténticos bodrios que hoy no llegarian a los libreros. Ya lo dice con su autoapellido; nuestra Almudena es de los Grandes.

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