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Aliados del feminismo y su stress post-traumático

Sonia Vivas Rivera
Sonia Vivas Rivera
Nació en Barcelona en el año 1978. Hija de una familia de emigrantes extremeños. Pedagoga y educadora, policía vocacional. Cursó master en ciencias forenses y se especializó en derechos contra las libertades fundamentales liderando el servicio de delitos de odio pionero en Baleares. Residente en Palma de Mallorca, entiende la seguridad pública como un servicio al ciudadano en comunión con los derechos humanos. Mujer, feminista, lesbiana y de izquierdas. Concejala de Justicia Social, Feminismo y LGTBi del Ayuntamiento del Palma de Mallorca
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análisis

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En las últimas semanas algunos amigos, compañeros y conocidos se han dirigido a mí entre azorados, confusos y miedosos para, desde un respeto absoluto, y midiendo sus palabras en exceso preguntarme: Sonia, ¿cómo puedo yo apoyar la huelga feminista? ¿Qué queréis realmente de nosotros?

Como os digo, todos ellos, formulaban la cuestión con una especie de pavor infinito, apocados y cuidadosos, como si temiesen que yo, indignada y ultrajada por su tamaño desconocimiento de la cuestión en sí misma, fuese a meter la mano en el bolsillo mágico que le robé a “Doraemon” para sacarles un látigo de domador de equinos, violeta y de dos cabezas.

Me interpelaban visiblemente preocupados por lo que entienden puede ser el despertar de un cabreo monumental, creyendo que la cuestión podría hacerme aparecer ante sus ojos, en cero coma cero segundos, embutida dentro de un traje de dominatrix de cuero negro y brillante, para comenzar a azotar sus muslos blancos, mortecinos y delicados por la ausencia de sol tras tan largo invierno.

Les explico entonces que lo que queremos las mujeres es visibilizar, con la huelga, la importancia de nuestro papel y de nuestro trabajo en la sociedad. Demostrar de manera clara lo que venimos explicando durante mucho tiempo para que se vea que, si paramos nosotras se para el mundo, ya que el peso del sistema nos atraviesa, nos oprime y nos limita y descansa sobre nuestros lomos.

Yo les respondo ilusionada y les cuento que queremos que nos acompañen en la manifestación, que estén, que se unan, que confluyan y presionen, pero que deben hacerlo desde atrás. Que su papel es estar en una posición a la zaga, pero firme. Que les pertenece la retaguardia cómplice y que desde allí deben permanecer muy atentos a lo que gritemos porque, sólo escuchando las reivindicaciones de nuestras gargantas desgarradas entenderán todo aquello que estamos ya no tanto reclamando como exigiendo, conocedoras como somos de que nos pertenece por derecho.

Les digo entonces que han de entender su rol en la marcha, desde la óptica estratégica y secuaz, pero que las voces que resuenen y retumben han de ser las nuestras, las femeninas, juntas, unidas, sororas y hermanadas.

Entonces ellos, cuando están afianzados y seguros de que no sacaré elemento de tortura alguno con el que maltratar sus carnes masculinas y ven, que no es odio al hombre lo que me mueve sino sentido de la justicia y de la igualdad, comienzan a relajarse y se dejan caer, por lo general, extasiados sobre la silla.

Abandonan entonces sus brazos a la fuerza de la gravedad para dejarlos colgando en el espacio, alrededor de sus cuerpos, todo ello acompañado de un suspiro profundo. Pues están tan despistados con todo el asunto feminista, que, pese a que tienen mil dudas y quieren colaborar, también tienen miedo de molestarnos o defraudarnos y la mera posibilidad de preguntar les genera angustia y preocupación, entendiendo que su curiosidad puede acabar provocando un conflicto de carácter más bien de tipo bélico o dicho en cristiano: que se monte un pollo gigantesco y descomunal.

Se quedan los pobres como después de sentir la tensión infinita de tener que decidir a lo rápido, entre cortar el cable verde o el naranja (¿se lo pregunto, no se lo pregunto?) de lo que perciben erróneamente como una bomba con temporizador (yo). Por lo que apurados y nerviosos sienten que preguntar es como entrar a cortar uno de los cables mientras un cronómetro les presiona corriendo hacia atrás con los números en color rojo fuego.

Los veo con mi mente, que a veces trabaja en fotogramas, protagonistas de una de esas escenas cinematográficas en las que, con un alicate en la mano y el maldito contador rozando el cero, el protagonista (tío bueno) sudoroso, decide cortar el cable verde, sin saber porque, y observa exhausto e incrédulo que no hay explosión, ni muerte, ni destrucción y entonces se repantinga empapado y heroico…

Cuando los compañeros ven que me brillan los ojos mientras les hablo y les cuento de que va la cosa, se atreven a seguir preguntando y sorprendidos hacen enormes silencios y asienten con la cabeza admitiendo no haber ni caído en muchos de los planteamientos, o para ser honestos en prácticamente nada.

Y entonces me siento feliz, orgullosa de los cambios logrados, boyante y satisfecha toda yo, festiva de ver a los hombres poniéndose las gafas de género y en el fragor de la celebración de las pequeñas victorias cotidianas, la idea de echarme novio me asalta, por momentos me recorre, me eleva y me transporta a la orilla masculina en la que no tomamos el sol las lesbianas. Pero como ya sabemos que nada dura para siempre, que la vida es fugaz y efímera y que todo lo que sube baja, en menos de medio minuto me acuerdo de Lesbos, de esa maravillosa isla con forma de arpa y la cosa se deshincha y se me pasa.

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