La historia de España, la peor de todas las historias, según Gil de Biedma, porque termina mal, es la crónica de una permanente decadencia. Hasta en las épocas de supuesto esplendor, el germen del ocaso se intuía incrustado en los más sensibles intersticios de la nación. Aquella fantasmagoría de la que hablaba Ortega para designar a la España anterior a la segunda República, ya la había adelantado Quevedo cuando le confesaba a un amigo: “Esto no sé si se va acabando ni si se acabó, que hay muchas cosas que pareciendo que existen, ya no son nada.” Es la pandemia de una frustración consuetudinaria para construir un auténtico Estado nacional, en lugar de un Estado inhábil, desde Felipe II, para constituirse sobre bases políticas y no ideológicas y, por tanto, al servicio estamental de las minorías dominantes. No existe, volviendo a Ortega, vicio político más contraproducente que hacer la historia sin razón histórica, lo que conduce a la arteriosclerosis de una sociedad constreñida en una fase destinada a pasar.

Los territorios que en un momento determinado divergieron cultural y económicamente de esa inercia política y social, como Cataluña o Euskadi, viven una fuerza centrífuga de inadaptación que patentiza la carencia de un proyecto de país que rompa con el Estado estamental y patrimonialista que asume como hostilidad la realidad diversa del país. Es un Estado beligerante que deja de representar a la sociedad para representar a las élites y, por tanto, sin función de garante de los derechos y libertades cívicas si éstas entran en conflicto con los intereses de las minorías organizadas. Esta parcialidad institucional supone que para las mayorías sociales esté destinado lo que anunciaba la canción de Bob Dylan: “Lo que te espera en el futuro es aquello de lo que huiste en el pasado.”

Los breves paréntesis históricos a esta concepción estatal, dual y ortopédica, fueron derogados dramáticamente por las minorías dominantes hasta el momento presente, producto del término biológico del franquismo y la necesidad de mantener el tradicional régimen de poder reconociendo como adaptación ciertas libertades individuales y blindando el poder arbitral del Estado. Porque la Transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla. Como dijo Manuel Azaña de la “revolución desde arriba” de Costa, una revolución que se inaugura dejando intacto el Estado existente es un acto muy poco revolucionario. De igual manera, la Transición supuso la imposición resignada de que no había otra opción, en un contexto de orquestados ruidos de sables y maquinaciones financieras. La organización del pesimismo es verdaderamente una de las “consignas” más raras que puede obedecer un individuo consciente. Sólo han querido concedernos un derecho de descomposición bastante perfeccionado. Es decir, la vida como renuncia, convencimiento de que nada puede ser mejor.

Mientras otras naciones han conocido varios tipos de decadencias dependiendo de múltiples etapas históricas, políticas o culturales, la decadencia española es siempre la misma y sus causas recurrentes. “La heroica ciudad dormía la siesta…” Escribe Leopoldo Alas “Clarín” al inicio de su más famosa novela. El sesteo es la más habitual forma de evadirse de la realidad. Soñar es otra cosa: se sueña para cambiar la realidad, no para ignorarla. España padece aquella renuncia orteguiana  de quien abdica de ser lo que tiene que ser y que por tal motivo se convierte en un suicida en pie que arrastra una existencia consistente en una perpetua fuga de la única realidad que le es posible. La nación como renuncia supone una alteración paradójica de su propia historia y carece de lo que Mommsen, al tratar de describir las costumbres del pueblo romano, llamaba  un vasto sistema de incorporación.

Cuando los intelectuales de la Agrupación al Servicio de la República en los años 30 -no es fácil encontrar tanta inteligencia junta-, redactan su manifiesto, aluden al factor determinante de la permanente decadencia española: “La monarquía de Sagunto no ha sabido convertirse en una institución nacionalizada… ha sido una asociación de grupos particulares que vivió, parasitariamente sobre el organismo español, usando del poder público para la defensa de los intereses parciales que representaba…” Las élites económicas y financieras casi un siglo después configuran hoy en nuestro país la abolición de la propia Historia al objeto de que prevalezcan sus intereses por encima de los generales de la nación. Por ello, habría que preguntarse: ¿existe realmente España o simplemente el conglomerado de los intereses de las minorías dominantes bajo el rótulo comercial de “marca España”? ¿Los partidos políticos, tradicionales o emergentes tienen alguna solución? Veremos.

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