Alberto Zurita, alegría en el vivir

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El vestuario del Canoe Club es un lugar tocado por la suave magia de la camaradería, conozco a mucha gente y siempre me gusta encontrarlos. No es habitual que acuda al club por la mañana, pero he tenido que hacerme un análisis de sangre en la Beata y ya que estoy cerca…

-Hola Hugo -saludo contento. Hugo es un tipo amable, encantador. Hace tiempo que no le veía.

Y después de saludarlo le pregunto por su padre.

-¿Qué tal tu padre?

Y es entonces cuando me dice que su padre, Alberto, Alberto Zurita, falleció después de navidad.

Se me borra la sonrisa, aunque la noticia era previsible, largamente anunciada. Alberto ya había vivido varios años más de los que le habían concedido los médicos. Y hacía al menos dos años que me buscaba y bromeaba conmigo acerca del gran salto. Bromeaba, sí. Bromeaba porque no era un hombre cualquiera, sino un individuo excepcional.

A mediados de diciembre le felicité por las próximas fiestas e invité, por guasap, a la tradicional presentación de libros que hacemos en el Canoe a mediados de diciembre, y me respondió:

-Igualmente te digo. Aunque no sé si voy a llegar, estoy a punto de irme a Marte.

Le contesté:

-Chaval… ojala Marte pueda esperar un poco más.

Pero Marte ya no quiso esperar más al chaval de ochenta y cinco años, delicioso individuo donde los hubiera o haya.

Alberto Zurita era amable, cruzarse con él era garantía de que el mundo pareciese un lugar un poco mejor. Jamás transmitía una pena o preocupación. A mí me llamaba Javi o don Javi; lo cual no es habitual pues la gente suele dirigirse a mí por el nombre y apellido o simplemente por el apellido.

Me encantaba de él, me encanta de él, como disfrutaba de la vida, su alegría en el vivir. Alegría que creo se transmite en la fotografía que aún está colgada en su perfil de guasap y que utilizo como ilustración para estas palabras que -estoy seguro- él sabía que iba a escribir.

Dice uno de mis más queridos amigos, Manuel Domínguez Moreno, que él no cree en la muerte, que seguirá existiendo en el corazón y los recuerdos de sus amigos, en los textos que ha escrito. Y yo estoy de acuerdo con él. Especialmente en el caso de Alberto Zurita, porque -a pesar de que preferiría poder encontrármelo más veces en nuestro club- me basta con cerrar los ojos y pensar en él para que una sonrisa se me dibuje en la cara y en el alma.

Me contó Hugo, su hijo, que había seguido conduciendo y acudiendo a su partidita de cartas diarias hasta tres meses antes de su viaje a Marte. Que no dijo nada a nadie, para no estropearles las fiestas, hasta el último momento.

Qué tipo genial: » no sé si voy a llegar, estoy a punto de irme a Marte«.

Hay una imagen de él que guardaré mientras yo esté, y que ahora transcribo para que perdure mientras el destino lo quiera así.

No sé como de antigua es la imagen, puede que ocho o diez años:

Entré en el vestuario, después de nadar un mediodía, la luz de mediodía, y en una de las duchas estaba él: bajo el chorro, con los ojos cerrados, una enorme sonrisa íntima de satisfacción; y cuando terminé de ducharme, muchos minutos después, ahí seguía él, Alberto Zurita: bajo el potente chorro de agua caliente, con los ojos cerrados y una enorme sonrisa íntima de satisfacción.

Y así le recordaré, como le habría gustado, le gusta, a él: sonriente, disfrutando de cada segundo que le daba la oportunidad, siendo un ejemplo para todos los seres humanos de que se puede pasar por el valle de la vida como un pequeño sol: transmitiendo a cuantos nos rodean el contento y la alegría de vivir; la alegría en el vivir.

Marte será más feliz desde que tú has llegado allí.

 

(texto dictado por Javier Puebla y mecanografiado por Ángel Arteaga Balaguer)

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