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Abascal empieza a comprender que jamás será presidente de España

El PP va como un tiro en las encuestas gracias al efecto Feijóo mientras Vox pierde fuelle

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análisis

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Ya han pasado cuatro días y todavía resuenan los ecos del ridículo espantoso protagonizado por Santi Abascal en su acto electoral en Cádiz durante el Primero de Mayo, día de los trabajadores. Recuerde el lector que ese domingo festivo el Caudillo de Bilbao se fue a tierras gaditanas dispuesto a darse un baño de multitudes y a llenar las alforjas de votos indignados, pero al acto no acudieron ni mil personas (sumando a los despistados, turistas que iban a la playa y se toparon con el mitin y a la gente que pasaba por allí). El alcalde Kichi fue quien mejor definió el fiasco de lo que iba a ser la supuesta fiesta de la campaña electoral ultra a las elecciones andaluzas: “Menos gente que en una mudanza”. Y es cierto, porque las fotos que inmortalizaron el momento fueron como para echarse a reír y no parar.

Sin duda, el líder de Vox debió sufrir ese extraño espejismo que tantas veces ha nublado la vista a los ambiciosos y ávidos de poder. Ya le ocurrió a Albert Rivera, que se sintió presidente antes de tiempo y no vio llegar “la leche” (el descalabro electoral); y también a Pablo Casado, que cuando creyó acariciar con sus dedos los escalones de Moncloa recibió una cornada de tres trayectorias (los suyos le dieron un par de capotazos, el descabello y para los toriles, o sea a la cola del paro).

Abascal, el político emergente de moda, debió creer que había llegado su hora, que la historia le estaba llamando a gritos para su misión trascendental de salvar a la patria, que España ya estaba madura y presta para abrazar el “fascismo democrático” o “fascismo blando” que se abre paso en toda Europa. Tras las tumultuosas huelgas de los trabajadores del metal y los transportistas de las últimas semanas, y con la crisis pegando fuerte en la bahía de Cádiz, el líder de Vox pensó que los parias de la famélica legión, los marginados de las clases obreras, habían renunciado ya al socialismo para caer en sus manos como mansos corderitos. Presintió que su gran proyecto de sindicato vertical, de movimiento nacional y partido falangista había calado hondo, por fin, en la sociedad. Y por un instante se vio a sí mismo como un Francisco Franco aplaudido y vitoreado por las masas en la Plaza de Oriente. “Vámonos a Cádiz a recoger la cosecha”, debió decirle a su candidata Macarena Olona, una andaluza de Alicante de pura cepa. Y allá que se fueron los dos en la falsa creencia de que aquello era coser y cantar.

Sin embargo, cuando llegaron a Cádiz no encontraron la calurosa acogida que esperaban sino un baño de realidad que cayó sobre ellos como un jarro de agua fría. Al acto acudieron un puñado de fieles desperdigados, un grupo deshilachado de menos de un millar, y la verdad es que se veía más cemento que personas. ¿Qué había fallado? ¿Por qué los cantos de sirena del neofascismo no habían surtido efecto? ¿Cómo pudo ser que el Caudillo de Bilbao no hubiese obtenido la victoria arrolladora que esperaba en Cádiz, cuna de revoluciones?

Para empezar, si bien es cierto que la ultraderecha crece en España, no lo hace a la misma velocidad de vértigo que en otros países europeos como Francia, donde Marine Len Pen parece haber dado con la tecla para conectar de forma electrizante con el electorado. La candidata del Frente Nacional (hoy refundado en Reagrupamiento Nacional) ha moderado su discurso, tanto que pocos días antes de las elecciones, durante su debate televisado con Macron, parecía una centrista de la derecha clásica y convencional más empeñada en cautivar a las clases medias que en dar un golpe de Estado y reinstaurar el régimen de Vichy. Es cierto que cuando sale a la calle a echar un mitin, la dama de un rubio ario saca a pasear la loba facha que lleva dentro, pero de alguna forma ha sabido conjugar su indómito carácter antisistema con una cierta imagen institucional. Hoy, muchos franceses la ven como una política de derechas aseada y homologable (lo cual estaría por ver), y entienden que su nacionalismo patriótico puede encajar con los valores republicanos. Le Pen le ha dejado a Éric Zemmour el papel de nazi peligroso, una maniobra de blanqueamiento en la que ha colaborado activamente la prensa gala. No cabe duda de que Vox es otro producto político bastante diferente a Reagrupamiento Nacional. Su franquismo rancio e irrenunciable no logra calar en ese amplio electorado de centro-derecha liberal que, bien por convicciones o por miedo a un retorno al pasado dictatorial, no termina de comprar los disparates voxistas.

En segundo lugar, nadie en su sano juicio puede pretender arrasar en Andalucía prometiendo liquidar las autonomías para volver a la España centralista de antes. Hoy el sentimiento andaluz está firmemente arraigado. Tras cuatro décadas de democracia, el Estatuto autonómico es visto por muchos andaluces como una conquista histórica que afianza el carácter identitario y coloca a Andalucía a la misma altura de nacionalidades históricas como Cataluña y País Vasco. La autonomía ha sido una historia de éxito. Mejores escuelas, mejores hospitales, mejores carreteras. La prodigiosa modernización de una región que durante siglos durmió el sueño (más bien pesadilla) del señorito latifundista, el analfabetismo y el atraso secular.

Por último, está el efecto Feijóo. El Partido Popular empieza a remontar en las encuestas recuperando voto por el centro e incluso entre los desencantados desideologizados del PSOE que entienden la política como un mercadillo y son capaces de votar derecha o izquierda en función de lo que les prometan en cada momento. Buena parte de la indignación social a causa de la crisis no está desembocando en Vox, sino en el PP. Un reciente sondeo de Prisa da a los populares hasta 108 escaños (20 más que la anterior encuesta), mientras Vox mejora, pero mucho más tímidamente (64), síntoma claro de que hay un estancamiento de la opción ultra. En todo caso, por primera vez el bloque de las derechas (incluido lo poco que queda de Ciudadanos) roza la mayoría absoluta de los 176 diputados. Abascal sería ministro en ese Gobierno de coalición, es cierto, pero su proyecto radical queda muy lejos de seducir a la mayoría de los españoles. Desde luego, en Cádiz ha pinchado en hueso. El espíritu de La Pepa contra el absolutismo fanatizado sigue vivo más de dos siglos después. No todo está perdido.

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3 COMENTARIOS

  1. Pepe, si me permites alguna puntualización/pregunta: ¿hay que tolerar la intolerancia? ¿Se debe admitir lo inadmisible? ¿Debemos respetar a quien es irrespetuoso con los derechos más fundamentales?

    En democracia también hay límites, y aunque cada uno es libre de pensar lo que quiera, esa libertad se acaba cuando se atacan derechos fundamentales, y los de vox no hacen otra cosa que atacar dichos principios una y otra vez. No se trata de pensar cosas diferentes si una de las partes lo que postula es el ataque continuado y directo a los principios de la democracia (recordemos que son los herederos del golpista franco) y los derechos humanos.

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