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A vueltas con la trascendencia

Julián Arroyo Pomeda
Julián Arroyo Pomeda
Catedrático de Filosofía Instituto
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análisis

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Vivimos en una era secular, pero lo trascendente se resiste a desaparecer. Por ello es pertinente preguntar tanto por el antagonismo como por la aproximación de ambos términos. Con tal cantidad de hechos empíricos que manejamos parece que debamos preguntarnos si tienen algún sentido. Esto es lo que hacen los autores en este trabajo (*), organizado en dos partes y ocho capítulos con una extensión desigual, pero todos unificados en torno al concepto de trascendencia dentro de un marco sociológico.

La primera parte empieza haciendo un guiño en el titular: trascendencia (s). Enseguida nos damos cuenta de que se trata no de trascender el mundo en el que estamos instalados, sino de algo muy distinto. No se trata de salir del mundo (“toda ciencia trascendiendo”, de San Juan de la Cruz), sino de la posibilidad de religar las partes inconexas de la sociedad moderna. Esto parece cada vez más necesario. No es imprescindible utilizar lo religioso, sino reflexionar sobre ello para poder comunicar lo que nos dice, averiguando su significado, y reivindicar la historia global en una cultura de la reflexión. Enseguida se nota que estamos ante una idea de trascendencia muy diferente de la clásica, y que la sociedad evidencia importantes cambios culturales.

Después se preguntan por la crisis de lo general, porque en una sociedad inclinada a la singularidad no se sabe bien que aporta lo general, o lo común, algo a lo que anteriormente se le ha dado tanta importancia. Actualmente, se lleva cada vez menos la actuación racional, lo igualitario, la cultura homogénea y la personalidad equilibrada, pero todavía se tiene nostalgia de las mismas. Ahora bien, ¿deberíamos conformarnos con dicha nostalgia? Las diferencias sociales siguen existiendo con mayor pujanza cada vez. Por eso es necesario reconfigurar la realidad.

¿Qué es en el fondo de la trascendencia? El editor la define como espacio simbólico de la condición humana, que tiene tanta importancia para la era secular.

La segunda parte se titula cuidados. Hay que cuidar las subjetividades emprendedoras, que constituyen una trascendencia personal en el espacio de la empresa contemporánea. Esto es lo que se denomina coaching, que no resulta nada intrascendente, porque se trata de sustituir la burocracia por la humanocracia, lo que no carece de importancia relevante para los grupos humanos.

Los tiempos del mundo secular son siempre demasiado acelerados, mientras que los de la experiencia religiosa son detenidos. Esto lo vive con alguna fruición la persona que se jubila. Los tiempos son aquí muy distintos. Ahora uno se levanta de la cama no pensando en la tarea que le toca hace, porque ya solamente hace lo que se le antoja, y se le ocurre en cada momento del modo más relajado posible. Tampoco establece para ello un tiempo aproximado, dado que ya el tiempo no corre con la aceleración, sino que va pasando con tranquilidad, no exenta, muchas veces, de cierto aburrimiento. Yo ya lo he dicho todo y no corre con una aceleración, sino que va pasando con tranquilidad, no exenta muchas veces de cierto aburrimiento. Yo ya lo he hecho todo y no me corre prisa acabar algo que anteriormente me pareció urgente. Por aquí pueden explayarse interpelaciones de la trascendencia para encontrar refugio, incluso.

En el arte corporal actual parece que decae la trascendencia y que lo sagrado se internaliza en la inmanencia, vinculándola a la experiencia del amor y la comunicación, ante tanta incomunicación humana como se evidencia con asiduidad.

Igualmente resurgen trascendencias en los cuidados sanitarios de hoy. El sufrimiento humano siempre ha sido uno de los retos de todos los tiempos, que se ha combatido con los medios disponibles en cada momento. En la actualidad vivimos con la enfermedad infecciosa de la COVID-19, que ha cuestionado el poder de la medicina y nos ha enfrentado, todavía más, con nuestra fragilidad de raíz. Ahora se hace imprescindible actuar conjuntamente en la búsqueda del bien común general, si queremos subsistir como especie, frente al individualismo exacerbado. Hay que prestar mayor atención a la finitud humana

La trascendencia conforma la unidad de este libro, que con sus diversas sendas nos ha puesto delante nuestras múltiples posibilidades a las que tenemos que enfrentarnos con el potencial de saberes que llevamos dentro de nosotros. La ciencia debe ser el norte que nos guíe en nuestro caminar, pero su hermanamiento con la trascendencia parece, igualmente, imprescindible y oportuno. Abrir la mente a perspectivas cada vez más anchas y universales ha sido lo que nos ha conducido a trascender los horizontes más familiares y provincianos. Encerrados en el terreno particular, es difícil ver algo más allá. ’Mi’ mundo no es ‘el mundo’. Pero me incluye tanto que se convierte en el marco en el que vivo. Solo cuando empujan las circunstancias puedo superarlo y ampliar los horizontes para alejar la opresión de los mismos y liberarnos. Entonces aparece el horizonte mucho más amplio de la trascendencia. Todo nos impulsa en la actualidad a caminar por esta senda para no quedarnos en el manido entorno individual, tan limitado.

Ese trabajo impulsa a asaltar horizontes y transitarlos por primera vez. Aquí ya no caben racismos ni imperialismos históricos de cualquier época que sea. Lo humano se trasciende a sí mismo en busca de nuevas acciones, que contribuirán a ensanchar nuestra mente hacia nuevas direcciones, anclados bien en los surcos de trascendencia.

(*) Sánchez Capdequi, C. (ED) (2021). Surcos de trascendencia en la modernidad secular. Madrid: Catarata, 221 páginas.

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3 COMENTARIOS

  1. A modo de exposición con la que plantear los adagios de la trascendencia frustrada.

    Como afectado por una patología de la afectividad –la afectividad trasroscada que padezco como trastornado bipolar– estoy dándole vueltas a eso de la trascendencia de “la mismidad del yo”. Y como resultado de esa reflexión rumiativa y maquinante obtengo que esa mismidad del yo que ha de trascenderse –ya se refiera a la realización del individuo pragmático, o a la gobernanza de la persona vital, o a la dignificación del ser humano existente, o a la apropiación del dasein ontológico, o a la salvación de cierta subjetividad teológica– está fracasada.

    He fracasado en el mundo –y en mi mundo–, según la vida, ante la nada, bajo lo divino y tras el ser.

    La autodeterminación de mi individualidad está obsoleta: soy un ingeniero en paro que no ha sabido sacar profesionalmente adelante sus estudios. La gobernanza de mi persona, la que Sócrates reclamaba a Teéteto, en lo que se refiere al tensor [humores, afectos, templanzas] se encuentra rota por los episodios de manía. Mal-humor, desafectos y destemplanzas rigen mi percepción entendimiento e interpretación. Busco, abandonado de mí mismo, la serenidad, unas veces angustiosamente, e histriónicamente otras. La dignificación de mi existencia, debido a la depresión, no sucede desde hace años, y soy, y me siento, un ser humano precario, instalado en una precariedad que lo arroja a sentir una inhospitalidad insidiosa y constante, desaparecido en sus diferentes ambientes entornos paisajes y claros. Olvidado. En cuanto a la autenticidad del dasein, no la alcanzo, ni siquiera la intuyo, ni siquiera soy capaz de plantearla como inquiriente que se pregunta por sí mismo. Soy un ausente de sí mismo. Me siento un Don Nadie, un don uno de tantos, un dasman. Y mi subjetividad, la que tengo que superar nietzscheanamente, o la que debería salvar orteguianamente, o la que tendría que trascender según Husserl, o a la que tendría que llegar a ser pindáricamente, es incapaz de tales cuidados proyecciones y autoestimas para consigo misma: Estoy disgregado de mí mismo.

    Así, mi trascendencia descartesiana en las fábulas del mundo, no es la odisea del héroe que aborda retos y desafíos. Mi trascendencia husserliana según el drama de la vida, no es la entrega del cuerdo y saludable doliente que lucha y afronta, sino la de un dolorido que desiste de querer [llegar a, dejar de] ser sí mismo. Soy un desesperado: Kierkegaard lo sabe. Mi trascendencia nietzscheana ante la sátira del imperio de la nada no es ni siquiera la resignada asimilación irónica con la que Cioran soporta la existencia. Mi trascendencia ontológica, ese trágico devenir del estar-siendo tras el ser, lo que Heidegger hace aparecer dejándolo mostrar en sus obras, queda reducido a una mera presencia paciente que está-estando entre las cosas y las cosificaciones como otra más. En cuanto a la trascendencia teológica de poder aparecer bajo la comedia de lo divino, me produce un espantado recato –o un recatado espanto– que tengo que medicar si no quiero que la psicosis se apodere de mí…

    Ah, la trascendencia de la mismidad del yo; ah, esa exigencia que remane desde tiempos del Oráculo de Delfos. Cómo sigue interpelándonos hasta hoy, ya estemos considerándonos pragmáticos individuos, o personas vitalistas, o seres humanos dignos, o animales racionales, o dasein de horizontes apropiados, u homos patiens insertos en su panorama pathos-lógico, o sujetos trascendentales, u homos viator con camino rumbo sentido y finalidad.

    Ah, las exigencias por la autodeterminación, cuántas luchas y odiseas inaugura en todo individuo. Ah, las exigencias por la autogobernanza de la persona, qué panaceas y curas elabora y sintetiza. Ah, las exigencias por la dignificación del ser humano, qué quimeras y utopías hacen soñar. Ah, las exigencias por la autentificación del dasein, qué espacios funda[menta]n. Ah, las exigencias por la superación, trascendencia y salvación del sujeto de las que hablan Nietzsche, Husserl y Ortega, con qué entrega y devoción nos hacen llegar a (sentir-) ser lo que somos. Y lo que no.

    Ah, exigencia. Ay, frustración. Ah, pero la frustración provocada por una maníaca exigencia de trascendencia, dónde deja al individuo. Ah, y la subsiguiente exigencia que rezuma aquella melancólica frustración, dónde abandona a la persona…

    Ah, obsolescencia del individuo pragmático; ah, abandono de la persona vital; oh, olvido del ser humano eks-sistente. Ay, ausencia del ser-ahí ontológico. Ah, disgregación del sujeto no superado intrascendente y condenado.

    Obsolescencia, abandono, olvido, ausencia y disgregación: he ahí los hitos que denuncian la trascendencia frustrada.

  2. Me parece una contribución importante al tema de la trascendencia. Tiene contenido suficiente para entrar en un artículo de opinión del periódico. Saludos.

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