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Treinta años sin la Unión Soviética

En diciembre de 1991, tras una era turbulenta e incluso un golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, la Unión Soviética se disolvió con más pena que gloria y, en su lugar, surgieron 15 nuevos países. Se abrió así paso un periodo marcado por la inestabilidad política, social y económica y un sinfín de guerras y conflictos.

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análisis

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El 8 de diciembre de 1991 fue firmado el Tratado de Belavezha entre los presidentes de las repúblicas socialistas de Ucrania, Rusia y Bielorrusia, Leonid Kravchuk, Borís Yeltsin y Stanislav Shushkévich, respectivamente, por el que las tres partes acordaban la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), un estado multinacional y multiétnico fundado en 1917 al calor de la revolución de octubre. Nada más firmarse el nuevo Tratado se le comunicó a Mijaíl Gorbachov la noticia que significaba, de facto, el final de su mandato y el comienzo de una nueva era turbulenta e incierta. La URSS había muerto.

El mismo tratado preveía la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), que trataba de englobar a las nuevas repúblicas emergentes del naufragio soviético, pero que después demostraría su escasa efectividad y nula funcionalidad en la práctica. Los tres países bálticos nunca quisieron formar parte de dicha estructura y después otras ex repúblicas soviéticas, como Ucrania, Georgia y Turkmenistán, abandonaron la organización. La CEI hoy en día es un ente inerte y poco activo en la escena internacional, siendo la mayor parte de sus dirigentes rusos o bielorrusos.

En lugar de la extinta URSS, que se disolvía en medio de una aguda crisis política y económica, se dio pasó a quince nuevas repúblicas: Rusia, Letonia, Estonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, Turkmenistán, Uzbekistán, Kazajistán, Georgia, Tayikistán, Armenia, Azerbaiyán y Kirguizistán. El país más grande del mundo saltaba en pedazos y el mundo asistía atónito al mayor cambio en las fronteras desde Asia hasta Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Pero el final de la URSS, donde los conflictos latentes eran reprimidos por la fuerza, dio paso al vendaval nacionalista.

Guerras y conflictos tras la desintegración de la URSS

A los pocos meses de producirse la independencia de la República de Moldavia, la región de Transnistria, que ya antes de que se produjera la secesión del país había expresado su derecho a la autodeterminación, se levanta en armas, con la ayuda del XIV Ejército ruso, contra las autoridades moldavas. El motivo del levantamiento, argumentaban los secesionistas, era que los derechos de la minoría rusa en Moldavia estaban en peligro ante el riesgo de la unificación del país con Rumania, cuya lengua y costumbres comparten ambos países.

Tras una breve guerra, entre marzo y julio de 1992, en que se firma un alto el fuego entre las partes, el conflicto concluye con la victoria de Transnistria y la secesión definitiva de este territorio, que dura hasta hoy debido a que todas las tentativas de diálogo entre la región alzada en armas y las autoridades de Chisinau han fracasado. Pese a que las Naciones Unidas conminaron a Rusia a que retirase sus tropas de este territorio, Moscú sigue manteniendo un contingente militar de aproximadamente 2.000 militares y se niega a abandonar Transnistria, para seguir manteniendo su influencia en esta estratégica zona, en plena frontera con Ucrania.

Paralelamente a este conflicto, las recién independizadas Armenia y Azerbaiyán se enzarzaron en un guerra, entre enero de 1992 y mayo de 1994, por el control de la siempre disputada región de Nagorno Karabaj. El conflicto se saldó con una clara victoria armenia, que se quedó con el control de casi toda la región y 7.000 kilómetros de territorio arrebatados a los azeríes, y un saldo desolador en términos humanitarios, dejando la guerra miles de muertos, decenas de miles de refugiados y desplazados y varios centenares de desaparecidos.

Sin embargo, pese a esta contundente y rotunda victoria armenia, en la segunda guerra de Karabaj, entre el 27 de septiembre y el 10 noviembre de 2020, las fuerzas militares de Azerbaiyán infligieron una severa derrota al ejército de Armenia, que tuvo que aceptar la ocupación de casi todo lo ganado en 1991 y la entrega de otros territorios ocupados, bajo la supervisión de Rusia y Turquía, a los azeríes.

Armenia perdió en total unos 8.000 kilómetros cuadrados y miles de armenios tuvieron que abandonar los pueblos y aldeas donde sus ancestros habían vivido durante siglos. En total, hubo unas diez mil víctimas entre ambas partes y Armenia sigue reclamando al día de hoy la liberación de aproximadamente unos tres centenares de presos retenidos por los azeríes. La frágil paz en la región se mantiene a merced de la presencia de un contingente ruso de paz de unos 2.000 hombres que permite el tráfico de personas y mercancías, a través del corredor de Lachín, entre Armenia y Nagorno Karabaj y que evita enfrentamientos y hostilidades entre las dos partes.

Las dos guerras chechenas

Las pretensiones independentistas de Chechenia llevaron a Rusia a intervenir en esa región, entre 1994 y 1996, en la que es considerada la primera guerra de Chechenia. El masivo envío de fuerzas rusas, los indiscriminados ataques aéreos, que devastaron la capital chechena, Grozni, y la violación permanente de los derechos humanos, junto con una política de tierra arrasada en los territorios ocupados, llevaron a los rebeldes chechenos a aceptar un alto el fuego y retirarse muchos de ellos a las montañas para seguir luchando.

Unos años después, en febrero de 1999, tras la ocupación de Daguestán por rebeldes chechenos y una serie de atentados en la capital rusa, Moscú, el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, lanza una dura ofensiva militar contra los rebeldes chechenos, causando miles de muertos, sobre todo civiles asesinados por sospechas de colaborar contra los secesionistas, y logra instalar una dócil administración sometida a Moscú tras haber devastado y destruido materialmente a Chechenia.

Pese a las condenas de la comunidad internacional y las denuncias de numerosos periodistas, entre ellos la asesinada periodista rusa Anna Stepánovna Politkóvskaya, Putin no cesó en su brutal política en la región y las violaciones de derechos humanos y la tortura estuvieron al orden del día. Entre las dos guerras hubo más de cien mil víctimas, entre las fuerzas rusas y las chechenas, aunque la peor parte se la llevaron los civiles, atrapados entre los dos bandos y sin posibilidades de abandonar el infierno en que se había convertido la región. Los atentados, pese a todo, continuaron hasta el año 2004, en que fue asesinado Ajmat Kadyrov,  el entonces presidente de la República Chechena (administración prorrusa), siendo sustituido por su hijo Ramzán Kadyrov, primero como primer ministro y después (marzo de 2007) como presidente. En el año 2006, en una operación del ejército ruso, fue “eliminado” el líder guerrillero checheno Shamil Basáyev, lo que contribuyó, dentro de la inestabilidad latente y permanente en la región, a una cierta pacificación de Chechenia.

Anexión de Crimea y tensión creciente entre Rusia y Ucrania

En marzo del año 2014, cuando Ucrania atravesaba un periodo turbulento tras un cambio de gobierno en Kiev, el parlamento de Crimea declara la independencia de la región de Ucrania y decide solicitar la adhesión a Rusia. En apenas unos días, entre el 11 y el 21 de ese mismo mes, Crimea firma con la Federación Rusa la adhesión definitiva a la misma y todas las instancias legales rusas dan su conformidad con la “anexión”. El proceso tiene el sello inconfundible de Vladimir Putin, uno de los principales valedores del “regreso” de Crimea a la madre patria y que supo aprovechar el vacío de poder reinante en Ucrania y ver el momento preciso para poner en marcha la deseada reintegración. Así, de un solo golpe, recuperaba Crimea y la ciudad de Sebastopol, sede de la importante y estratégica base militar naval rusa en el mar Negro.

Crimea, que había sido entregada en tiempos soviéticos, en 1954, a los ucranianos, volvía de una forma inesperada a manos rusas, para gran disgusto de la comunidad internacional que nunca reconoció dicha anexión. Sin embargo, hay que reseñar que casi el 60% de la población pertenece a la minoría rusófona de Ucrania y que realmente la región nunca estuvo plenamente integrada en Ucrania.

Para sellar esta histórica anexión, Putin inauguró, en noviembre de 2019, un puente de 19 kilómetros de largo que une a Crimea con la Federación Rusa, en un hecho que tensionó, aún más, las frágiles relaciones entre Ucrania y Rusia. Las últimas administraciones ucranianas, a pesar de que varias cancillerías occidentales mediaron en favor de Kiev, entre ellas las de Alemania y Francia, no han tenido mucho éxito a la hora de reducir las tensiones con Moscú y tampoco los acuerdos firmados entre los occidentales, ucranianos y rusos tendentes a favorecer un proceso paz -Minsk I y II- han tenido éxito, sino más bien lo contrario.

Pero donde la tensión está al límite es en el Donbás, territorio levantado en armas contra Ucrania desde el mismo año de la anexión de Crimea y donde la guerra, aunque ha reducido su intensidad inicial, sigue presente. Para nadie es un secreto a estas alturas que Rusia está detrás, apoyando con armas, hombres e incluso pensiones, a los separatistas del Donbás, una región conformada por las antiguas provincias ucranianas de Lugansk y Donetsk. La guerra comenzó en abril del año 2014, cuando tras un cambio político en Kiev, que dio pasó a un gobierno de corte derechista y desplazó a un prorruso de la presidencia, se creó un clima de temor en la minoría rusa de Ucrania -alrededor del 20% de la población-, pensando, quizá con razón, que su idioma y sus derechos se verían relegados e incluso desplazados por el nuevo ejecutivo.

De esta forma, en estas regiones, donde la minoría rusa superaba el 35% de la población, los secesionistas, jaleados por Moscú y Putin, ocuparon todas las instalaciones oficiales ucranianas, incluidos cuarteles, comisarías y centros de poder, y se alzaron en armas contra Kiev, que supuestamente pretendía vulnerar sus derechos. Desde el año del comienzo de la guerra hasta ahora, en que hubo combates muy virulentos y al principio una clara ventaja de los secesionistas, sobre todo debido al apoyo de Rusia, ha habido más de 15.000 bajas, muchas civiles a causa de los bombardeos y lanzamiento de misiles sobre poblaciones indefensas por ambas partes.

Aparte de esta grave crisis en estas regiones, la reciente concentración de tropas rusas en la frontera de Ucrania -se habla de hasta más de 120.000 hombres- ha encendido las alarmas en la OTAN, la Unión Europea (UE) y los Estados Unidos, cada vez más recelosos de las verdaderas pretensiones rusas y que se niegan a aceptar el veto de Moscú con respecto a la posible entrada de ex repúblicas soviéticas en la Alianza Atlántica. Rusia quiere vetar la entrada de Georgia y Ucrania en esta estructura militar, algo que los occidentales no parecen dispuestos a aceptar. Por ahora las espadas están en alto y las dos partes, Occidente y Rusia, buscan el acuerdo político y diplomático.

La situación en Rusia, Bielorrusia y Kazajistán

Tras 22 años años en el poder, el presidente ruso, Vladimir Putin, ha conseguido convertir al gobierno salido del derrumbe soviético en una autocracia caracterizada por la ausencia de una oposición democrática, que el mismo mandatario se ha encargado de desactivar a merced de una persecución atroz, y en la prohibición, bien sea cerrando medios o organismos independientes, de toda forma de disidencia. Putin, que piensa seguir en el poder por muchos años, ha cambiado el ordenamiento legal ruso para continuar otros dos mandatos más en la presidencia hasta alcanzar el año 2036, en que el máximo líder ruso sería un anciano.

Pese a haber salido airoso de los conflictos de Georgia y Ucrania, Rusia tiene ante sí numerosos desafíos políticos, sociales y económicos.  En primer lugar, nadie sabe a ciencia cierta qué pasará el día después que Putin deje el poder y haber eliminado, a veces de una forma brutal, como fue con el caso del disidente envenenado y ahora encarcelado Alekséi Anatólievich Navalni, otras más sutil, como fue la prohibición de algunas organizaciones consideradas “extranjeras”, a toda forma de oposición, le ha restado mucha credibilidad, sobre todo a nivel internacional, a su peculiar régimen.

Luego la economía rusa está claramente estancada, mostrando un bajo crecimiento, escasa o nula inversión extranjera y una caída del poder adquisitivo de los rusos debido al hundimiento del rublo, que ha perdido frente al dólar más del 40% de su valor en los últimos tres años. Las sanciones de la UE y los Estados Unidos contra Rusia, provocadas por la crisis de Crimea, entre otros motivos, han hecho mella en la economía rusa y su impacto tendrá un efecto en el largo plazo impredecible. Luego tampoco Putin ha sabido dar una respuesta a la crisis demográfica que sufre el país, habiendo pasado Rusia de los casi 149 millones de habitantes de 1991 a los 141 actuales, una grave caída que ha significado el envejecimiento de su población y la necesidad de atraer a millones de inmigrantes de su periferia para trabajar en su industria. En el 2050, según cálculos de Naciones Unidas, Rusia apenas tendrá 135 millones de habitantes.

En lo que respecta a Bielorrusia, el principal aliado de Rusia en el mundo postsoviético, las elecciones de agosto del 2020 no contribuyeron a crear un clima de sosiego y estabilidad en el país. La oposición democrática, capitaneada por la candidata Svetlana Tiajnovskaya, que se consideró así misma como ganadora en el proceso electoral, no aceptó los resultados y organizó masivas protestas contra el régimen del reelecto presidente Aleksandr Lukashenko. Después, superados los violentos enfrentamientos entre la policía y desafectos a Lukashenko, Tiajnovskaya se exilió y las aguas volvieron a una cierta calma, aunque eso no evitó que los Estados Unidos y la UE impusieran duras sanciones a Bielorrusia.

Finalmente, la tranquila y estable Kazajistán, gobernada durante lustros con mano de hierro por el sempiterno Nursultán Nazarbáyev, ha padecido en las últimas semanas un terremoto político, al levantarse inesperadamente miles de kazakos contra el sucesor y delfín de viejo patriarca, Kasim Jomart Tokayev, quien había decidido subir el precio del gas licuado. La errónea decisión, que después fue revocada, afectaba directamente a la incipiente clase media kazaka y fue muy mal recibida por una población muy cansada de esperar unos cambios que nunca llegan.

Aparte del asunto del gas, los kazakos expresaban su malestar y repudio por la creciente corrupción política en el país -el propio Nazarbáyev es millonario a merced de las plusvalías obtenidas de la industria petrolera nacional– y la acuciante desigualdad social generada por el injusto reparto de la riqueza. Solamente la represión, con ayuda de tropas rusas, todo hay que decirlo, ha conseguido acallar estas protestas, pero la herida en la sociedad kazaka sigue abierta y costará mucho que cicatrice fácilmente. 

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