Yo, mujer, desobedezco

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Un día conocí a una mujer y algo aquí dentro, algo que era un impulso, un convencimiento, se solidificó. Fraguó para siempre aquella determinación mía de no obedecer aquellas leyes u órdenes judiciales que me parecieran injustas. Qué decir de las que supusieran riesgo para mis hijos.

Su marido la maltrataba. La seguía todas horas, la insultaba, la agredía, aseguraba que era “una puta” y que la hija que tenían no era suya, sino “de cualquier otro”. Un día, cuando la cría tenía 3 años, esa mujer entró a la cocina de su casa y él la estaba esperando con un cuchillo jamonero. He leído esto en algunos autos judiciales, en la denuncia, pero sobre todo lo he oído de su boca. De boca de Ángela González Carreño.

No es su historia la que quiero contar, haría falta un libro entero, que ya llegará. Pero sigo.

Aquel día la tiró al suelo y le colocó el cuchillo contra el cuerpo. Ella se dio cuenta de que su hija lo estaba presenciando todo. Qué sabemos, qué carajo sabemos sobre lo que ven unos ojos de 3 años al contemplar la agresión, el cuchillo, la madre en el suelo, el padre ebrio de rabia sobre la madre. No puedo evitarlo, pienso en mis hijos. En ese momento, Ángela agarró a su hija de la mano y salió corriendo, y dejó aquella casa, y no paró de correr –dudo a veces si todavía sigue corriendo–, y no volvió jamás con el que era su marido. E inmediatamente puso una denuncia. Corría septiembre de 1999.

Luego puso otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra… Y así hasta 47.

A veces por insultos, otras por agresiones, por golpes, o porque él continuaba persiguiéndola, sin dejarla de día ni de noche, o por amenazas de muerte. Las he leído todas. He leído más de mil folios entre autos judiciales, denuncias en distintos cuerpos de policía, legajos… La vida de esa mujer consistió desde aquel septiembre de 1999 en una lucha DIARIA para que el tipo que fue su marido se alejara de ella. Pero, sobre todo, para que los jueces no permitieran que visitara a su hija a solas.

La hija. Vamos a ponerle su nombre. La niña que vio a los 3 años cómo su padre tiraba a su madre al suelo de la cocina y se echaba embrutecido sobre ella con un enorme cuchillo se llamaba Andrea. Después de tres años de lucha diaria, con varios escritos a la semana en juzgados y comisarías –los he leído todos–, una jueza permitió que se relajara el régimen de “visitas” con su padre. Que estuvieran solos. A pesar de que no solo la madre, sino también la hija, se negaban.

El 24 de abril de 2003, más de 3 años y 47 denuncias después, Ángela dejó a Andrea en el centro de Servicios Sociales donde la recogía su padre. Ese mismo día, el hombre mató a la pequeña. Luego se pegó un tiro.

El asesino se llamaba Felipe Rascón.

Todavía llevo dentro una declaración de Ángela González Carreño. La hizo exactamente en el Juzgado de Primera Instancia de Navalcarnero el día 11 de abril del año 2000, cuando su hija Andrea todavía tenía 4 años y acababa de empezar esa lucha desaforada que aún continúa ella en solitario. Dijo así, al denunciar de nuevo las amenazas del marido: “No sé a lo que me enfrentaré con esta denuncia, pero prefiero dejarlo en manos de la Justicia, y confío en que la Justicia actúe en consecuencia con una persona tan desequilibrada”.

No fue así.

He recordado esta historia –en realidad no me la quito de la cabeza– al leer la entrevista que ha publicado en este diario Manuel Domínguez Moreno a María Salmerón, la mujer que se niega a obedecer al juez, que se niega a permitir las visitas de su hija con el padre maltratador.

Hay un momento en el que ella afirma:

“Quiero que los legisladores deberían cambiar este tipo de delitos [de desobediencia] porque no se puede aplicar cuando hay una tercera persona que depende de ello. Esa tercera persona es un niño o una niña, a la que se le está obligando las visitas con un maltratador. No existe el delito de desobediencia porque no soy yo la que esté desobedeciendo, es la niña en este caso la que no se quiere ir con su padre. Y como sufre, como la violenta, como la trata mal, esta niña no se quiere ir con su padre. Por lo tanto, mi obligación es protegerla y es lo que he hecho. Nunca he pensado que estaba desobedeciendo. No lo he hecho queriendo. Estaba protegiendo a mi niña, que estaba sufriendo lo que nadie sabe, porque nadie se ha preocupado por averiguar lo que sufría la niña cuando estaba con su padre.”

Yo sí he pensado en desobedecer en esos casos. No sólo en esos, claro. Desobedeceré cualquier ley que prohíba los derechos que considero fundamentales, cualquiera que someta a dolor o privaciones a una parte de la población, al silencio, a la discriminación de cualquier tipo, etcétera. Las leyes las hacemos los seres humanos, y nosotros somos quienes debemos ponerlas en cuarentena si no nos parecen justas.

Y como creo en la desobediencia, pero a la vez vivo en esta sociedad, me someteré también a las consecuencias que puedan tener mis comportamientos, sean estas castigos, multas o similares. Y lo haré con la conciencia bien tranquila.

Para terminar, quiero dejar constancia aquí que, de la misma forma que yo, el Estado español también está desobedeciendo la condena de la ONU y su mandato de que se debe reparar a Ángela González Carreño. Afirma el organismo internacional que hubo negligencia.

O sea, que no solo desobedecemos las mujeres.

 

NOTA: El caso de Ángela González Carreño lo lleva la muy encomiable ONG Women’s Link Worldwide. AQUÍ se puede seguir su trabajo. Hace un par de meses, la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Nacional volvió a rechazar la reparación a Ángela González Carreño por el asesinato de su hija, tras más de 3 años y 47 denuncias.

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