La velocidad que nos marcan los «nuevos tiempos» hace que las más de las veces pasemos de puntillas por lo que acontece y, de manera más preocupante, conlleva un fatal olvido (cuando no un peligroso desconocimiento) de lo que la historia nos ha dejado escrito.

Nosotros, los «ultramodernos del 2016», capaces de comunicarnos al instante con cualquiera, asomados a la ventana de esa realidad que nos dibujan casi a tiempo real, corredores de carreras, visitantes de la luna, inventores y descubridores, somos ignorantes -no podría ser de otro modo- y por ello atrevidos, cuando nos apresuramos hacia delante sin analizar el camino hasta aquí recorrido. Y es bastante posible, más bien casi con seguridad probable, que estemos dando vueltas con la lengua fuera sin avanzar prácticamente nada. Eso si, haciendo mucho ruido y estando casi todos convencidos de que abrimos paso entre la maleza del devenir.

España está dividida en su manera de entenderse a sí misma

España está dividida en su manera de entenderse a sí misma. Nuestra realidad se caracteriza, a grandes rasgos, por tener una pequeña élite que acapara la mayor parte de los recursos, una mayoría social cada vez más limitada en sus derechos, un sistema judicial asfixiado por la falta de recursos, una Iglesia católica más preocupada por influir en las leyes que en los púlpitos, y una cada vez más injusta y acuciante desigualdad entre los que miran con nostalgia al tiempo en que fueron clase media y esos que cada vez amasan un mayor patrimonio a costa del erario público por medio de corruptelas de todo tipo. Todo esto sucede mientras nos autodenominamos democracia y una familia vive, generación tras generación, a costa de nuestros impuestos: veranean en yates, viven en palacios, y presuntamente defraudan al fisco.

Las diferencias, número arriba número abajo, con respecto a la sociedad española de los años 30 del siglo pasado, son práctica y tristemente inexistentes -en términos amplios y contextualizando, por supuesto-.

Hace 85 años España estaba en manos de una pequeña élite burguesa (12.000 familias de grandes terratenientes, 80.000 grandes empresarios, 40.000 comerciantes) apoyada por la Iglesia católica y el ejército. La clase media estaba constituida por casi tres millones de habitantes, de los 23 censados. El analfabetismo rondaba el 35% y la mayoría social sufría hambre y miseria fundamentalmente a causa de una escasa industrialización y unas medidas represivas. Una monarquía que llevaba casi treinta años sentada sobre el mismo trono y que se había dejado abrazar demasiado fuerte por gobiernos como el de Primo de Rivera -quien cercenó las libertades políticas y sociales desde que en 1923 llegase al poder-.

España se miró al espejo y se dio cuenta de que tenía mucho por hacer sin prácticamente haberlo ESPERADO

El radicalismo y la dureza que sometió a millones de personas en la pobreza, el analfabetismo y la injusticia social hizo que la derecha fuese demasiado lejos, llevando consigo a Alfonso XIII, lo que trajo como consecuencia un debilitamiento irreparable del gobierno de Primo de Rivera, quien en 1930 presentó su dimisión para intentar dar aire con un «cambio», pasando el testigo a Berenguer y a su «dictablanda». Pero habían apretado demasiado y los republicanos junto a los socialistas comenzaron a movilizarse, sumando a los anarquistas para poner fin a tantísimos abusos burgueses. A finales del año 30 del siglo pasado comenzaron a producirse revueltas populares, reprimidas en demasiadas ocasiones con una dureza brutal, lo que hacía cada vez más incontenible las tensiones sociales. Alfonso XIII entendió que unas elecciones deberían calmar las aguas, de manera escalonada y así se celebraron el 12 de abril los comicios locales.

Para sorpresa del monarca en aquel momento, lejos de recibir el cálido respaldo de la ciudadanía española, las urnas le dieron a entender que España estaba dividida y, principalmente en las capitales y provincias, la mayoría social era republicana. Tras consultar y darse cuenta de que estaba más bien solo, el 14 de abril -tal día como hoy- decidió coger las maletas y abandonar el país. Fue así como España se miró al espejo y se dio cuenta de que tenía mucho por hacer sin prácticamente haberlo esperado.

Por aquel entonces Cataluña ya suponía un quebradero de cabeza para Madrid. Marciá proclamó la República catalana, cuestión que alarmó a la derecha e hizo temer a los republicanos y a los socialistas un punto irreconciliable que dificultaría seriamente la gobernabilidad en un momento tan delicado. Tres ministros acudieron para negociar el estatuto de autonomía y rebajar así las intenciones independentistas, proponiendo trabajar desde un proceso constituyente amplio e inclusivo.

Los medios de comunicación no asumieron la llegada de la coalición republicana-socialista e hicieron todo lo posible para debilitar al gobierno provisional. Se extendió la confusión sobre las terribles quemas de conventos y asesinatos de monjas y curas, y la falta de una reacción contundente por parte del gobierno hizo que la unidad de la coalición comenzase a resquebrajarse. Historiadores de reconocido prestigio coinciden, en base a los estudios ahora realizados, que no está tan claro que las versiones circulantes en la época fueran ciertas (esto es, que los anarquistas y socialistas fueran los responsables, o al menos los únicos responsables de las atrocidades contra miembros de la Iglesia). Sin embargo estos sucesos bien sirvieron para profundizar las diferencias con el sector que quería mantener los privilegios de la Iglesia ante las reformas que se propondrían meses después, en la redacción de una nueva Constitución.

Fueron las elecciones del mes de junio de 1931, con un 70% de participación, las que confirmaron que España era republicana. Manuel Azaña asumía así la presidencia y se responsabilizaba de la labor de redactar una nueva constitución para un nuevo tiempo. Cuatro meses de trabajo en las Cortes dieron lugar a la Constitución de la Segunda República, criticada por ser impuesta por la izquierda -según la derecha-, razón por la que tendría una vida breve.

La República no era ni es cosa de gente de IZQUIERDAS

Los rasgos fundamentales del texto presentaban un país bien diferente: la España republicana apostaba por la igualdad de toda la ciudadanía (adquiriendo así las mujeres su derecho al sufragio, siendo pioneros por ejemplo respecto a países a los que siempre miramos con cierta envidia como Francia), también de los territorios a los que reconocía su autonomía, era laica, abría la puerta a las expropiaciones por utilidad social así como a la nacionalización de sectores estratégicos para el desarrollo industrial y económico, apostó por la educación (abriendo más de cincuenta mil escuelas rurales al año), reconocía el divorcio como derecho, aumenta los salarios y establece el salario mínimo obligatorio, las ocho horas de jornada laboral, las vacaciones pagadas, y establece de manera universal la seguridad social y el seguro de enfermedad para los trabajadores.

Quizás sea el momento de recordarle al lector (quién sabe, quizás de descubrirle en algún caso) que la república no era ni es cosa de gente de izquierdas. Que entre los republicanos había partidos de derechas y partidos socialistas. Pero que todos entendieron en aquel momento que había que sumar para, como señala hoy Manuel Domínguez en una publicación para Diario16, establecer un gobierno del pueblo y para el pueblo basado principalmente en la conciencia social y en la ética.

Quizás desconozca el lector (alégreme si me equivoco) que en este periodo sin monarquía se alternaron en el gobierno «las izquierdas» y las «derechas». Y se obtuvieron considerables avances de manera pacífica (hasta que se arrebataron posteriormente por una dictadura).

En definitiva, ya me gustaría a mí contar hoy con políticos de la altura de aquellas mujeres y hombres que tuvieron claro que más allá de gobernar los unos sobre los otros, durante un pequeño periodo de tiempo, se pusieron de acuerdo para gobernarse a sí mismos. Lástima que  las guerras internas entre la izquierda, las deslealtades, los iluminados que querían asaltar el poder sin asumir que había que convivir (entre todas las ideologías) truncaran el sueño que durante un tiempo fue real: el de la libertad de las personas, de los pueblos, de las conciencias.

Ya me gustaría a mi que nos pusiéramos de acuerdo en ser una ciudadanía republicana y, a partir de ahí, construir entre todas y todos un país de sana convivencia y de auténtica democracia.

Ya me gustaría.

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