Sobre la eclosión de los nuevos partidos políticos de ámbito nacional, cabría decir, en principio, lo mismo que Antonio Machado poetizó acerca de la primavera: “Nadie sabe cómo ha sido. / La primavera ha venido. / ¡Aleluyas blancas / de los zorzales floridos!”.

Pero las razones para que, de repente, Ciudadanos y Podemos hayan consolidado una notable representación parlamentaria, desbancando al PP y al PSOE de sus privilegiadas posiciones históricas y dinamitando el cortijo del bipartidismo imperfecto en el que se encontraban instalados como fuerzas mayoritarias, tienen una base menos sorprendente que algunos dictados meteorológicos.

Y también más sólida. Porque por insólita o circunstancial que pueda parecer, la situación creada por ese nuevo escenario de partidos viene de lejos y tiene visos de mantenerse. De hecho, y a pesar de su bisoñez y del parón sufrido el 26-J, Ciudadanos y Podemos totalizan 103 escaños en el Congreso, 18 más que el PSOE y muchos más que algunos partidos periféricos que han venido condicionando la gobernabilidad de la Nación durante años como nocivas ‘bisagras’ para la convivencia nacional.

La fragmentación política que se ha reconfirmado el pasado 26-J, anunciada de forma tendencial mucho antes del 20-D, tiene bastante que ver con el deterioro moral del PSOE iniciado en los últimos años del ‘felipismo’ y sobrecargado en su caída por el ‘zapaterismo’. Pero también, o sobre todo, con el rechazo ciudadano a otra investidura presidencial de Rajoy tras haberle endosado éste a las bases sociales más débiles el brutal coste de la crisis económica, permitiendo por activa y por pasiva una corrupción pública sin precedentes (mezcla a todas luces explosiva). Eso es lo que hay y por lo que, en teoría, el PP podría volver a quedarse sólo para formar un Gobierno en todo caso destinado a morir desangrado a corto plazo.

Ambos partidos, PP y PSOE, han venido malversando desde hace tiempo su credibilidad social y reduciendo su capital político a la mínima expresión. Imponer, como han impuesto, una partitocracia sobre el Estado demoliberal parlamentario (trasladando el epicentro político desde el Congreso de los Diputados a los despachos de los partidos y sus aparatos), reflejada en un entendimiento bipartidista interesado y oscuro, ha sido regresivo para el modelo de convivencia democrática constituido en 1978 y a la larga nefasto para el socialismo, que ha terminado olvidando su razón fundacional.

Pero sobre esa realidad (que se debe corregir con urgencia), Rajoy, que fue un candidato presidencial impuesto por Aznar y mantenido en esa liza tras dos fracasos electorales sucesivos frente a ZP, sólo por el interés del aparato popular, no por elecciones primarias ni por su inexistente carisma político, ha añadido actitudes y comportamientos indeseables y de gran ayuda para abrir a Ciudadanos el espacio más moderado de la derecha, rompiéndola en dos (aun de forma desigual), y facilitar el avance de una izquierda más agresiva que la del PSOE.

El tancredismo político de Rajoy y la prevalencia de rescatar a la banca (no al país) a costa de empobrecer a los ciudadanos de a pie, junto al autoritarismo con el que gobernó en la X Legislatura (sin el menor consenso con nadie), agitaron al cuerpo social tanto como se pudo agitar tras la muerte de Franco: ahora, y gracias a su empecinamiento, ha conseguido que Ciudadanos y Podemos sigan ahí, teniendo bastante que decir en el proceso de investidura presidencial.

Rajoy no quiso retirarse como candidato del PP para el 20-D, a pesar de que durante sus cuatro años de mandato, él como presidente del Gobierno y todos sus ministros, llegaron a ser -y con mucho- los gobernantes peor valorados por la sociedad española desde la Transición, perdiendo nada más y nada menos que un tercio de sus votos y escaños. Y tampoco quiso renunciar a ser candidato el 26-J, ganándose otro varapalo electoral por mucho que siga siendo el partido insuficientemente más votado (o quizás logrando una victoria pírrica con falsas lecturas).

Todo ello acompañado de unas listas electorales plagadas de viejas glorias y ministros abrasados (o de desconocidos sin la menor promoción interna) y empeñado en ignorar las reformas institucionales prometidas en el 2011 (que pudieron conllevar sustanciales ahorros presupuestarios), con las que logró su malgastada mayoría parlamentaria absoluta. Y, aún más, haciendo en ocasiones exactamente lo contrario de lo prometido en la campaña de aquellos comicios, de forma flagrante y hasta ostentosa.

Cierto es que Rajoy ha encabezado, como sucedió el 20-D, la lista electoral más votada (otro candidato/a popular con mejor imagen pública, que no faltan, podría haberle superado), pero al mismo tiempo es el tapón para que el sistema de pactos políticos demandado con absoluta claridad por los electores, pueda prosperar. Suena mal y cuesta decirlo, pero hoy Rajoy ya no es la solución, sino el problema que ha impedido -y presumiblemente seguirá impidiéndolo- un acuerdo de gobernabilidad estable; sencillamente porque, tras su arrasador mandato contra las bases sociales, el partido que le apoye corre el riesgo de morir electoralmente en el empeño.

Rajoy ha ganado las elecciones del 26-J sin que nadie se lo discuta, mejorando su última marca pero sin alcanzar un umbral claro de gobierno. Así, y sin considerar presunciones como la abstención de los tradicionales votantes de IU o la generosidad electoral de muchos simpatizantes del PSOE para evitar su quiebra absoluta, la victoria popular no deja de ser ilusoria y, como tal, una oportunidad inmejorable para que su líder se pueda retirar con dignidad y sin que nadie tenga que indicarle la puerta de salida. Tendrá serias dificultades para conseguir apoyos activos más allá de una fría pasividad que permita su investidura en segunda vuelta y, en todo caso, para morir acto seguido abrasado por una dura oposición parlamentaria.

Lo que hay que decirle hoy a Rajoy es lo mismo que se dice a los críos cuando, con voluntad o sin ella, rompen sus juguetes: “¿Y ahora qué…?”. Sólo queda esperar que no insista en forzar el sistema establecido para obtener la investidura presidencial en el Congreso de los Diputados, con la absurda esperanza de que sus opositores le lleven en volandas hasta la presidencia del Gobierno y apoyen sus políticas a favor del establishment. O, peor aún, que ahora, so capa de su anunciada ‘salvación de España’, quiera imponer otra vez los apoyos activos de gobierno que no pudo imponer hace seis meses, estando más o menos en la misma situación de desequilibrio parlamentario, aunque tenga el derecho de intentarlo.

Claro está que, puesto a seguir en lo suyo, o sea haciendo jogging, footing o running en La Moncloa (cada día se ve que lo hace mejor), el presidente en funciones quizás quiera gobernar en minoría como hicieron Suárez en 1977 y 1979 (con 165 y 168 diputados en cada caso), González en 1993 (con 159) o el propio Aznar en 1996 todavía con menos (156). Pero Suárez, González y Aznar eran otra cosa, con independencia de que la precariedad parlamentaria de todos ellos fuera sensiblemente menor y su cintura política mayor.

Desde su previa oposición, éste último le espetó en reiteradas ocasiones al entonces presidente del Gobierno socialista su famoso “¡Váyase señor González!”. Pero, ahora, a quien con su escasa y condicionada victoria de 137 escaños (con muchos más se suele estar en la oposición) le toca irse es a Rajoy, simplemente porque hoy él es más un problema que una solución. Eso si quiere pasar a la historia con alguna grandeza política y haciendo un favor final a su partido. Tiempo al tiempo para comprobarlo: la prueba de la aritmética parlamentaria no suele fallar.

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