Comienza el colegio y, para muchos niños y niñas y adolescentes, empieza la peor época del año, su calvario particular. Empieza su día a día de tristeza, de soledad, su miedo. Son esos niños, niñas y adolescentes que sufren el acoso escolar.

Como psicólogo me gusta pedir a mis pacientes, en algún momento del proceso terapéutico, que escriban su historia desde la nueva perspectiva que hemos ido trabajando durante las sesiones. Ello ayuda a hacerlos conscientes de ese cambio de perspectiva y de su propia evolución, ayuda a perdonar y perdonarse y a darse permiso para seguir adelante.

Quiero compartir, ahora que se acerca “la vuelta al cole”, la vivencia de uno de mis pacientes, para que conozcáis en sus propias palabras lo que vivió y que sirva para que estemos más pendientes de esas niñas, niños y adolescentes y seamos capaces de identificar situaciones de acoso.

Mi paciente, Antonio (nombre ficticio), me ha dado su permiso para que publique la carta que escribió cuando se lo pedí. Estábamos cerca de finalizar el proceso terapéutico y había cambiado todo en él, tanto por dentro como por fuera.

El relato es largo, pero merece la pena. Esta es la historia, contada por él mismo:

«Me has pedido que haga un repaso a todo lo que hemos ido hablando durante este tiempo y que saque alguna conclusión, ahora que vamos a acabar. Aquí lo tienes:

Recuerdo perfectamente el día que comenzó. Llegaba yo al colegio muy contento; me habían puesto gafas y las iba estrenando. Y soy capaz de recordar y sentir lo que sentí en el momento en el que entré por la puerta de la clase, a mis 5 años de edad, y todos empezaron a señalarme, reírse de mí y burlarse porque llevaba gafas. Sentí frío y me quedé paralizado, quería llorar y gritar, pero no podía. De hecho, nunca pude.

Primero pensé que la culpa de lo que me ocurría era por las gafas que, “accidentalmente”, se cayeron al suelo y fueron pisadas – en repetidas ocasiones – por mí mismo. Pero daba igual, porque empezaron a llamarme “gordo”, “foca”, “ballena”,… Cuando volví a llevar gafas pasé a ser “la gorda con gafas”, “gafitas cuatro ojos capitán de los piojos”, “piojoso”,… Así fueron pasando mis años en el colegio.

Me iba aislando. No practicaba ningún deporte “de niños” porque no querían estar conmigo y, como no hacía cosas “de niños”, empezaron a llamarme “maricón” y, como no era suficiente, le añadían todo tipo de apelativos: “maricona empollona”, “gorda maricona”, “maricón cuatro ojos capitán de los piojos”,…

Dediqué mi vida y mi tiempo a intentar que me aceptaran. Me apuntaba a fútbol y baloncesto (a ver si así perdía peso y hacía amigos); suspendía algunas asignaturas para estar al nivel de compañeros de clase y que no me odiaran por sacar buenas notas. Al ver que nada cambiaba y que iba a más, durante el verano, dejé de comer y tomaba laxantes para adelgazar más rápido; me enfundaba en dos chandals y me ponía a correr por mi azotea durante las horas de más calor, para sudar y perder peso; cogía mi bicicleta y le daba la vuelta a todo el pueblo… Y, entonces, se acabó el verano y empecé 6º de primaria.

Y también lo recuerdo y soy capaz de sentir ahora lo que sentí aquel día. Vacío. Nadie se dio cuenta de mis esfuerzos; nadie me habló. Pasé el día solo. Sólo una maestra me dirigió unas palabras durante el recreo, cuando me acerqué a ella y le pedí que me castigara, para que pareciera que estaba solo y aislado porque me habían castigado y no porque no había nadie en ese colegio que quisiera acercarse a mí.

Al salir del colegio, ese primer día de clase, fue cuando comenzaron las agresiones físicas. Por aquellos entonces, estaban arreglando la plaza frente al colegio y estaba todo lleno de materiales de construcción. Un grupo de niños me cogió y me empujó contra un amasijo de hierros y escombros que había, con el resultado de un esguince en la muñeca, arañazos por cara, piernas y brazos y tenerme que vacunarme.

Así pasaron 2 años más, con insultos y agresiones físicas (con sangrado de por medio tras muchas de ellas). Ya sólo estudiaba y veía la televisión. Era mi culpa y no lo iba a cambiar. Pensaba que pronto iría al instituto y que las cosas cambiarían. Lo que no sabía es que iban a cambiar a peor.

Mis 5 años de instituto se pueden resumir en: estudiar y aprobar todo, insultos, empujones, zancadillas, encierros en el baño durante el recreo, faltar a clase porque me había encerrado en el baño, golpes con estuches cargados con toda la gama de colores de rotuladores, golpes con estuches de lata, patadas lanzadas por mis compañeros mientras conducían sus motos, tirones de pelo,… me llegaron a mear encima, escupirme, llenarme el bocadillo de tiza…

Yo me odiaba. Me daba tanto asco a mí mismo que acababa vomitando. Sentía tanto dolor por dentro que la única manera que encontraba de sacarlo era clavándome agujas de coser, haciéndome pequeños cortes en sitios poco visibles o rascándome hasta que sangraba. No conocía otra forma de expresar lo que sentía.

La última vez que me escupieron, tenía 18 años y ya no podía aguantar más. No odiaba a nadie. Entendía que pasara. Yo era una mierda, un gordo, un maricón, no había hecho nada bien salvo sacar buenas notas y ya no las sacaba. Pensaba que yo tampoco querría estar con alguien como yo. Y los días se pasaban, uno tras otro, harto de ansiolíticos que robaba a mi madre y a mis tías. No me sentía mejor pero, al menos, estaba dormido la mayor parte del día.

Y, aunque hubo gente que intentó ayudarme, yo no lo aceptaba, porque llegué a asumir que era lo normal y que tenía que ser así.

A lo largo de estos años he sentido rabia, miedo, tristeza,… un cúmulo de emociones que no era capaz de reconocer y de gestionar, dejándome en un círculo vicioso del que me era imposible salir.

Ahora, y tras un largo proceso terapéutico, sé que no era culpa mía y he aprendido a relacionarme, a reír, a estar bien conmigo mismo y con los demás, a llevar la vida que quiero y con quien quiero, sin sentirme culpable, sin tener ansiedad, sin tener problemas con la comida y sin estar todo el día a base de ansiolíticos.

Ha sido un proceso largo, pero bonito al fin y al cabo. Sin este proceso, no sería quien soy ahora y no me conocería como me conozco ni a la gente que conozco.»

Y, como le reconocí a él, hay momentos de su historia con los que me he sentido identificado y que su proceso de crecimiento también me ayudó a crecer a mí, como profesional y como persona. Es por eso que le estoy y le estaré muy agradecido.

Espero que esta historia sirva para que tomemos conciencia de lo que hicimos, de lo que hacemos, de lo que elegimos no hacer; porque todo eso forma parte del círculo del acoso, sea de la tipología que sea, y porque todos salimos perjudicados de estas situaciones.

A quienes inician el curso ahora les deseo un año feliz, tranquilo, sin violencia.

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