Astarloa miró aquel aparato como hipnotizado. Con cada giro que daba el plato sobre la peana, el etarra se quedaba más y más embobado. A los tres minutos el potaje empezó a humear. Pensó en abrir la puerta, pero se convenció de que algo que estaba tan frío no podía calentarse en tan poco tiempo. A los diez minutos decidió coger el plato y se quemó. Nunca antes había visto un microondas.

Fue ahí, en ese momento de ruptura entre la vida cotidiana y su realidad carcelaria, cuando Astarloa tuvo conciencia de que habían pasado veinte años. Veinte años desde que ingresó por primera vez en prisión en nombre de ETA. Ante sus ojos ya no estaban los viejos fuegos de gas en los que su madre le había preparado durante años su comida preferida. Ahora en su cocina había cuatro círculos dibujados sobre un cristal negro en una encimera. Después se enteraría de que aquel panel cristalino se llamaba vitrocerámica.

El resto de la casa tampoco había cambiado tanto. Eso le reconfortó. Lo cotidiano sirve siempre como mecanismo de defensa para aquellos que se sienten fuera de lugar. La normalidad de antaño era una forma de conectar de nuevo a persona y escenario. De fingir que nada había pasado. Al otro lado del muro, quedaba el ruido de la calle. Esa que antes era su mundo y que ahora se deslizaba extraña, llena de miradas indiscretas. Después de estar tanto tiempo encerrado, el sonido de la gente contrasta con el silencio al que los presos se enfrentan cuando el funcionario de prisiones cierra al unísono todas las puertas de las celdas. Siempre a la misma hora. Siempre con el mismo sonido tan familiar e inhóspito. Ese que les recuerda todas las noches los años de condena que les quedan.

Fernando volvió a Bilbao un viernes por la tarde. De la prisión de Nanclares a la capital vizcaína hay una hora de coche pero se evadió tanto con el paisaje que aquel viaje le pareció eterno. Fue un permiso corto, de apenas setenta y dos horas. Lo suficiente para comprobar que todo su mundo había cambiado, desde la corteza al fondo. Donde antes había zonas verdes ahora se levantaban montañas de cemento. Las calles estaban distintas, llenas de baldosas, y el tráfico se regulaba con un carrusel de rotondas.

Su madre seguía viviendo donde él la dejó cuando cruzó la frontera española para esconderse en Francia y ser uno de ETA. En el mismo barrio y en la misma casa humilde en la que creció. Allí murió su padre, muy joven, con sesenta y siete años, y allí se quedó ella sola esperando la vuelta de su hijo.

Fernando llamó a la puerta y se emocionó al ver a su madre al otro lado. Estaba enferma de leucemia, en fase terminal, pero tuvo dos años largos más para disfrutar de ella. Ella fue la persona que más le visitó durante los más de veinte años que ha pasado en la cárcel y con ella recorrió las calles del casco viejo de Bilbao durante esas primeras horas de libertad. Ya no estaban las tiendas de ultramarinos de toda la vida, ni tampoco aquel bar de la plaza nueva del caso viejo de Bilbao donde tantas veces había discutido con sus compañeros de la izquierda abertzale sobre el futuro de la organización armada. Esos compañeros de batalla que nunca integraron las filas de ETA pero que más tarde le negaron el saludo por ser un disidente de la organización.

—¿Qué es lo que más te impresionó en tu primera salida después de veintiún años de cárcel?

—La cantidad de ciudadanos chinos con los que me fui encontrando por la calle. Yo nunca había visto tanta inmigración en el País Vasco. Me acuerdo de que los dos primeros días recorrí Bilbao de arriba abajo y en cada esquina me iba encontrando una tienda china de productos baratos. Aquello me impresionó. Me sorprendieron mucho los coches y las luces. Me costó dos años adaptarme.

—¿Saliste atemorizado pensando que te iban a reconocer?

—No exactamente, aunque muchos de la izquierda abertzale me dejaron de hablar. Me organizaron una buena, pero eso fue después. No tuve ninguna incidencia en la primera salida.

Luis Carrasco también pasó su primer permiso, en casa, en familia. En aquella época los padres del expreso de ETA seguían viviendo en un piso modesto de un barrio obrero de Lasarte, en Gipuzkoa. Antes de que su hijo se desvinculase de la banda, acudían a las manifestaciones que convocaban las organizaciones de apoyo a los presos. Lo hacen todos los familiares. Es una forma de arroparles y de intentar seguir estando protegidos bajo el paraguas del colectivo. Cuando llega la desvinculación de la violencia, los familiares de los que dan el paso dejan de secundar estas manifesrecibidos en este tipo de convocatorias. Se quedan en casa sin hacer ruido esperando a que sus hijos salgan de la cárcel y vuelvan a casa.

—¿Qué fue lo que hiciste en tu primer permiso?

—Reconocer los recuerdos en todo lo que me rodeaba. Estuve en todo momento con mi familia.

—¿Qué es lo que más te impresionó del mundo exterior después de tantos años de cárcel?

—No soy especialmente impresionable. El mundo cambia y sigue su curso. Eso es todo.

Choca la frase de Carrasco de que no es fácil de impresionar. Puede parecer una respuesta de una persona altiva, pero realmente es un individuo muy reservado y parco de palabras con sus planes de futuro. Tiene un discurso muy elaborado de autocrítica y reflexión personal, pero en las preguntas más simples prefiere no alargarse. Para él, la vida sigue su ritmo y no para por nadie. Ellos son los que tienen que adaptarse a ese planeta del que hace mucho tiempo se bajaron y al que tardan años en acostumbrarse.

 

Regalo de Navidad

A Iñaki Rekarte, sus primeros tres días de libertad le llegaron como un regalo de Navidad. La víspera de Nochebuena del año 2009 le dieron la noticia de que cenaría en casa con su familia. Durante los últimos dieciocho años, había cenado en el comedor de Nanclares con el resto de los reclusos y por fin después de tanto desearlo había llegado el momento de que sintiese el calor delos suyos en una noche tan especial. Las veinticuatro horas de espera hasta que se abrieron las puertas se le hicieron eternas.

Su madre y su mujer se enteraron de su salida prácticamente al mismo tiempo que Rekarte. El centro penitenciario les comunicó por teléfono la celebrada noticia. También fueron horas de infarto para ellos. Su madre preparó una gran cena y juntó en una misma mesa a todos los familiares que pudo para darle una buena bienvenida. El menú estaba claro: esa noche todo iba a centrarse en contentar al que volvía a casa. No hubo discusiones.

Y llegó el día. Su mujer, su hijo y sus padres le esperaban a las puertas del centro penitenciario sin creerse todavía que el preso cruzaría esa noche los muros de la prisión en la que había pasado los últimos años de su vida. Él salió con paso firme y sin mirar para atrás. Abrazó a su familia y llegó a su casa, decorada con motivos navideños, los mismos con los que su madre adornaba todas las habitaciones del inmueble cuando Iñaki era pequeño. Pero este año había más regalos bajo el árbol de Navidad. Volvía Rekarte y junto a él su hijo, un niño de corta edad, que esa noche iba a tener el mejor regalo que nadie puede tener: la vuelta de su aita. Durante la cena, el exmiembro de ETA no paró de dar conversación a todos los familiares que se habían reunido frente a esa mesa.

—¿Cómo acabó la noche, Iñaki?

—Recuerdo que no dejé de hablar. Quería estar con todos. A todos les escuchaba y a todos les fui contando cómo transcurría mi vida entre rejas. Comí todo lo que preparó mi madre, fue como volver a saborear todos esos platos que ella preparaba cuando vivía en casa. Me vinieron muchos recuerdos de la niñez. Terminamos cantando y bailando hasta altas horas de la mañana.

Todos estaban cansados alrededor de aquella mesa. Pero Iñaki es una persona con mucha vitalidad y con muchas ganas de vivir. Puede ser una de las razones principales por las que ha podido rehacer su vida con tanta soltura y la que le empujó de una forma contundente y rápida a condenar la violencia y pedir perdón a sus víctimas. Aquella noche, mientras el resto de los miembros de la familia poco a poco se iban retirando de aquel salón montado para la ocasión, él cogió el coche y se fue con su mujer hasta un monte muy cercano a su casa. Al llegar hasta la explanada donde los vehículos tienen que parar obligatoriamente, apagaron el motor y se fundieron en un abrazo eterno. Así se quedaron hasta que salió el sol.

 

La sensación del tiempo perdido

Son sus primeras horas de libertad. Sus primeros permisos penitenciarios tras dar la espalda a la violencia. Y todos los disidentes de ETA con los que he podido hablar vivieron esas horas —aunque de forma muy intensa— como las más cortas de su vida. Otro de los presos entrevistados, que ha preferido no identificarse, me confesó que durante sus primeros tres días de permiso llegó a dormir una media de seis horas. Le parecía un desperdicio pasar tanto tiempo en la cama después de tantos años encarcelado. Les pasa a todos los presos cuando están de permiso. A los de ETA y a los que no cumplen condena por integración en banda armada. No quieren perder ni un minuto de su tiempo de libertad durmiendo. A este preso también le llegó su permiso como un regalo de Navidad.

Su cuarto estaba exactamente igual que como lo había dejado cuando le detuvo la Policía Nacional. Sus padres no movieron ni quitaron nada de aquella pequeña habitación. Todavía estaban las dos literas de noventa centímetros en las que su hermano y él habían compartido de noche tantas confidencias. En la pared seguían colgados los pósters de grupos británicos de rock con los que él había disfrutado durante todos sus años de juventud. Hasta que alguien le convenció de que de alguna forma había que colaborar con el entramado de ETA para llegar a una Euskal Herria más libre. Este preso, como Astarloa y Carrasco, también agradeció que todo siguiese igual cuando aterrizó de nuevo en casa. Hay sensación de alivio cuando llegas a un sitio en el que has vivido buenos momentos y reconoces todo lo que te rodea.

—¿Qué recuerdo tienes de aquella noche?

—La recuerdo como la mejor Nochebuena de mi vida. Cenamos en casa de mi abuela y nos juntamos treinta y seis personas. No faltó ningún primo y estuvimos hasta altas horas de la mañana charlando. Recuerdo que hubo un momento de la noche en el que me refugié en el servicio dándome casi cabezazos por haber llegado a esa situación, por haber hecho tanto daño a mi familia. Lo cierto es que salí reforzado de aquella primera salida, convencido de que había tomado el camino correcto.

La conclusión es válida para todos los disidentes con los que he hablado. Después de condenas que llegan a los dos dígitos, salen de la cárcel con ganas de vivir y con la sensación de haber perdido media vida allí dentro. Anhelan reintegrarse en una sociedad que, como confiesan, nunca deberían haber abandonado. Es un paso más en el proceso. Una parada en el camino hasta dar de lado la violencia por completo. Las primeras salidas son muy cortas. Sonpermisos de tres o cuatro días que incluyen controles exhaustivos sobre el lugar de alojamiento y las personas que van a acompañar al recluso durante sus primeras horas de libertad. Es el tiempo establecido legalmente por el juez central de Vigilancia Penitenciaria y lo que los profesionales del grupo de control consideran más que suficiente para ese primer contacto con la realidad. Se trata de ir tomando contacto con un mundo que no tiene nada que ver con el que ellos han imaginado muchas noches en su celda.

Desde esa perspectiva, todos los presos describen como un estado de especial excitación el tiempo de espera que transcurre desde que les anuncian la posibilidad de salir hasta que finalmente lo hacen. Saben que solo son unas horas y que de nuevo volverán a la cárcel, pero la posibilidad de volver a casa, de abrazar a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, de poder pasear por las calles y ver el mundo les causa una sensación que todos relatan como una mezcla de ansiedad, temor y nerviosismo.

Los más mayores recuerdan incluso con sorpresa la primera vez que —tras su salida— vieron un supermercado. Llevan más de veinte años fuera del mundo y la única posibilidad que han tenido de comprar artículos de primera necesidad es en el pequeño economato del que siguen disponiendo los reos en la cárcel. Ni siquiera pueden adquirir diariamente lo que quieren porque existe un límite establecido. Tal y como lo verbalizan, hubiese sido digno de ver la entrada a un supermercado de cualquiera de ellos, andando por esos interminables pasillos y parándose a ver todos los productos sin restricción alguna. Nadie repara en ellos y esto les da mucha tranquilidad. Acostumbrados a estar vigilados en todo momento por los funcionarios de prisiones, que nadie les llame la atención les hace empezar a saborear el estatus de un ciudadano normal.

Para los familiares, la situación de ver a los suyos atravesando la puerta de la cárcel también es extraña. Lo viven de una forma anó- mala, como si realmente aquello no estuviese pasando. De repente es como que la realidad les supera y empiezan a experimentar sensaciones de inquietud ante cómo será el reencuentro con esa persona. Durante años solo han podido disfrutar dentro de la cárcel en los encuentros que la administración penitenciaria ha diseñado para ellos. Y, evidentemente, no es lo mismo que la convivencia constante. Los que tienen pareja se preguntan si será posible volver a fortalecer esa relación. No todas las relaciones sobreviven. Nadie decide una ruptura sentimental en tres días, pero los que han vivido esta situación aseguran que las dudas asaltan desde el primer permiso. No es fácil, y ambas partes lo saben. El que sale y el que espera fuera.

 

Un camino sin mirar atrás

La relación de Josu García Corporales con su pareja se fortaleció cuando el expreso salió de prisión. Él no ha tenido problemas. Con su familia, las cosas le fueron mejor incluso que como lo había imaginado en la cárcel. Desde su primera salida, la readaptación transcurrió de forma natural. A pesar de eso, durante muchos años ha seguido necesitando dar largos paseos todos los días. Y siempre lo hace solo. Josu necesita todavía una cota de soledad. Un paseo personal que se mantiene a buen ritmo y sin mirar atrás. Es lo que hizo también durante su primera salida. Andar y andar, dejando atrás los comandos, los atentados, el colectivo y los funcionarios de prisiones.

—Después de pasar veinte años de tu vida en la cárcel, ¿qué es lo que más te impresionó?

—Sin duda, lo que más me llamó la atención fue el cambio social. Dentro crees que estás, pero realmente no estás. Evolucionas de una forma muy diferente a como lo hace el exterior. Cuando sales, el objetivo es intentar evolucionar de forma acelerada para estar al mismo nivel que el resto.

—¿Fue todo como habías planeado?

—Mejor de lo que yo había pensado. La primera salida da mucho vértigo y no sabes lo que puede pasar. Por suerte, yo siempre he tenido a mi familia de mi lado y esto ayuda desde el primer momento. Todavía no me he quitado el escudo con el que te proteges en la cárcel. Recuerdo que en mi primer permiso miraba a todo el mundo pensando que ellos me miraban a mí. Por eso necesité andar y andar para sentir que no estaba dentro de esos muros.

Las primeras horas de libertad de Joseba Andoni Díaz Urrutia fueron en la cocina de su casa, donde refleja su pasión por los fogones. Una afición que arrancó con ocho años, cuando sus padres le llevaban a los concursos de cocina que organizaban distintas sociedades gastronómicas del País Vasco. Desde entonces, el etarra, sin delitos de sangre y condenado a seis años, es un excelente cocinero, experto en preparar bacalao. Desde su salida de prisión, Joseba Andoni ha estado siempre vinculado a las campañas de apoyo a los presos de ETA y prepara comidas para financiar el desplazamiento de los familiares. Aquel fin de semana, sin embargo, no cocinó para ellos; lo hizo para los suyos, para su mujer y su hijo.

En aquella ocasión, el etarra les deleitó con una de las recetas que aparece en su libro de cocina. Ese que elaboró aprovechando su estancia en la cárcel. Los secretos del txoko a su cocina se puso a laventa nada más salir de prisión y durante muchos años se vendió en grandes librerías y supermercados del País Vasco.

—En tus primeros días de libertad, ¿notaste algún tipo de cambio en la sociedad vasca?

—Sí, claro. Hay algo muy evidente: ya no se habla tanto de política. No se reconoce, pero el pueblo ya no habla como antes del proceso político del País Vasco. Ha pasado directamente a un segundo plano. Cuando sales y te vuelves a conectar con el exterior, lo que percibes es que la gente ha sufrido una frustración. Siento como que ETA era una organización mitificada por el pueblo y los ciudadanos se han dado cuenta de que todas las expectativas han ido cayendo. Los objetivos de Herri Batasuna y de la banda armada han caído en saco roto.

—¿Qué es lo que más te costó al principio?

—Todo. Cosas tan simples, por ejemplo, como andar en metro. Me perdía continuamente y eso que las líneas del metro de Bilbao no son nada complicadas. Poco a poco, te vas amoldando a la nueva vida, pero recuerdo también que me quedé impresionado con los modelos de coches que circulaban por la carretera.

 

Respeto a las víctimas

A Ibon Etxezarreta Etxaniz también le fueron a buscar a la cárcel. Es una de las condiciones que marca el juez o el grupo de control de la prisión de Nanclares. Se trata de vivir las primeras horas de libertad en un entorno familiar y estar protegido desde el principio para que el expediente no recoja ningún tipo de incidencia. Etxezarreta estuvo los cuatro días en su casa, con su madre y su abuela. El etarra solo salió para firmar diariamente en la comisaría de la policía más cercana. Es otra de las normas que se exigen en los primeros permisos. Después las reglas se van suavizando y solo hay que firmar el primer día y el último. Etxezarreta siempre ha sido claro en las pocas entrevistas que ha concedido, como esta del 20 de septiembre de 2015.

—¿Te acordaste de las víctimas en tu primera salida al exterior?

—Sí. De hecho, al principio intentaba no pasar por los lugares que recorrí cuando estaba en el comando. Cuando salgo de permiso me da cosa que alguna víctima me vea. Que lo pase mal y que sufra.

—¿Te reconoció alguien?

—Creo que alguien creyó reconocerme en el autobús. Se quedó dubitativo cuando me vio. Era un vecino de mi abuela y hacía más de veinte años que no me veía. Al final miró para otro lado y yo no me acerqué a confesarle que sí, que era yo.

Etxezarreta aprovechó sus primeros permisos para celebrar encuentros con víctimas. Con alguna de ellas incluso mantuvo a lo largo de los años una relación cercana. «Cada vez que salía de prisión le llamaba por teléfono para saber cómo estaba», relata. En otra de sus primeras salidas se cruzó con un concejal del Partido Socialista de Euskadi (PSE) que estaba en la lista de objetivos de su comando y le dijo que le gustaría hablar con él. Ese concejal, que durante diez años tuvo que llevar escolta por ser un objetivo de ETA, se quedó paralizado cuando Ibon le contó quién era. Cuando se elaboró este libro, el encuentro no se había producido, pero me consta que ambas partes estaban dispuestas.

La vuelta a la prisión después de esa primera salida fue muy dura para los de Nanclares. No es fácil. Ni para el cocinero, ni para el que necesita andar solo, ni para el que deja a su pareja o para el que prefiere quedarse en casa porque después de tantos años encarcelado la calle asusta. Tras unas horas de libertad, todos volvieron a verse entre rejas. Y fueron conscientes de nuevo de lo que dejaron atrás, lo que habían perdido. A la vuelta, muchos lloraron en su celda. Ahora tenían la confirmación de que su lucha era equivocada. De que ETA no servía para nada y, sobre todo, de que la vida fuera no espera. Parece una verdad sencilla, pero, a veces, el egocentrismo humano hace que sea necesario recordarlo.

Es aquí donde los permisos penitenciarios toman sentido. En este punto de retomar la conciencia ciudadana, de incidir una y otra vez en que la sociedad no para y que intentar frenarla con la lucha armada no tiene sentido. Tras echar la vista atrás, todos los que aparecen en este libro coinciden: su primera salida reforzó su decisión de desvincularse de ETA. Después de años de control etarra, saborearon lo que se siente fuera y perdieron el miedo a decir basta. Una vez en la calle, nadie les reconoció. Nadie les dio la espalda ni les señaló con el dedo. Nadie les esperó en la puerta de su casa para llamarles traidor ni condenó a su familia al ostracismo de una vida cargada de silencio. En lugar de eso, los disidentes, los detractores, aquellos que decidieron decir no a las armas, encontraron en la vida cotidiana una inesperada y agradable indiferencia. La prueba de que la sociedad vasca, por encima de todo, quiere vivir en paz. Con o sin ellos.

 

El hombre de los percebes

Al padre de Mónica se lo contó un funcionario de prisiones que estaba destinado en la cárcel de Puerto I. Su hija tenía una relación con un etarra. Uno de los terroristas que cumplía condena allí. El hombre se quedó perplejo. Y más cuando supo al completo el historial delictivo de Rekarte: preso peligroso de ETA, dentro del programa de máxima seguridad, con tres muertos sobre su espalda y con muchos años de cárcel por delante. La madre de Mónica se quedó destrozada y desde el principio dejó claro que no aprobaba la relación. La negación fue absoluta. Sin embargo, años después los dos acabarían celebrando la boda de su hija en uno de esos lugares donde un padre nunca quiere ver a su hija, en la cárcel salmantina de Topas, donde Rekarte cumplía entonces condena. Les casó un concejal del Partido Popular. Ese que durante años fue la diana de ETA.

Diez años después de aquello, a pesar de los problemas, las trabas y las adversidades, Mónica e Iñaki siguen juntos. Rekarte lo tenía todo en contra cuando salió de prisión: a la sociedad que le condenó, a la banda que todavía hoy le señala y a todos los que consideran, de una forma u otra, que siempre será culpable. Además, tuvo que cambiar el paso. El que le llevó durante años por el patio calmado de varias prisiones y le cambia ahora por la calle que nunca descansa. Hoy en día, cuando ya han pasado más de dos años desde que el expreso de ETA obtuvo la libertad definitiva, Iñaki sigue siendo incombustible. Trabaja de sol a sol, y cuando cae la noche, todavía saca tiempo para pisar alguna vez los bares, siempre en compañía de su esposa. Hoy tampoco tiene prisa. Se ha hecho de noche y tengo la sensación de que no le importaría quedarse hasta la mañana siguiente respondiendo a mis preguntas.

«Salí de la cárcel y tenía muchas ganas de volver. Siempre me ha encantado este sitio y de crío solía venir un montón con mi padre. Nada más salir, en el primer permiso, vine aquí. Fue de lo quemás me impresionó al salir. Acostumbrado al silencio de la cárcel, el rugido de las olas es impresionante. Allí enfrente hay un trozo que parece Irlanda con sus acantilados, fue un verdadero reencuentro que me hizo sobrevivir. Durante el primer año me dediqué a coger percebes y a venderlos». Iñaki habla de su reinserción desde una playa de Fuenterrabía. La misma que visitaba de niño con su padre y que le sirvió como referente para volver a hacer vida normal cuando abandonó la prisión. El dinero es el primer problema que los presos de ETA encuentran cuando les es concedido el tercer grado penitenciario. El sistema les permite salir durante el día y volver a dormir a la cárcel. Pero para eso deben encontrar empleo. Algo prácticamente imposible para un hombre que mató en nombre de ETA si no cuenta, al menos, con un respaldo familiar. A la hora de pedir trabajo, muchos evitan dar detalles de su situación penitenciaria. El rastro de la banda armada es una traba insalvable todavía para la mayoría de los empresarios.

De todas formas, no siempre ha sido así. Me consta que cuando se puso en marcha la Vía Nanclares, dos empresarios vizcaínos decidieron a modo particular colocar en sus empresas a varios disidentes de la cárcel alavesa. Una de las empresas estaba relacionada con el tratamiento de la madera. Conozco al empresario y el único dato que puedo aportar de él es que en su juventud estuvo a punto de entrar en ETA, hasta que la vida le llevó por el camino de la política. Como la iniciativa no se hizo pública —a pesar de que probablemente hubiese sido aplaudida por una gran parte de la sociedad vasca—, prefiero no identificarle. Lo que sí puedo desvelar es que el resultado de su ofrecimiento fue positivo. Los presos que entraron a formar parte de su empresa se adaptaron y progresaron de forma adecuada. El Gobierno vasco también ha puesto sobre la mesa varios proyectos para colaborar en la reinserción laboral y social de los presos. El último proyecto lo anunció el lehendakari Urkullu a principios de abril del 2014. Se llama Zuzendu (enmendar en euskera) y trata de propiciar la autocrítica de ETA y su entorno para que actúe de catalizador ante la «parálisis» en que se encuentra el proceso del final del terrorismo.

En la práctica, estas ofertas de trabajo han llegado a muy pocos presos de ETA. En el País Vasco no hay tantos empresarios dispuestos a colaborar en la reinserción de expresos de la organización armada. Es la marca de la herida. La consecuencia normal de años de miedo. No hay que olvidar que el sector empresarial ha sido uno de los objetivos prioritarios de la banda terrorista. ETA les ha amenazado, les ha extorsionado económicamente y les ha matado, sin que nadie pueda olvidar eso.

Durante años, decenas de empresarios han pagado religiosamente a ETA a cambio de seguir trabajando en el País Vasco. Muchos lo han hecho a espaldas de su familia para intentar mantener a sus seres queridos lejos de la amenaza de la banda terrorista. Así funcionaba el chantaje, como en cualquier otra mafia. El envite constante de las armas que servía para mantener a los comandos. Conozco a varios que, durante años, se dirigían a una calle de la parte vieja de San Sebastián a pagar su tributo. Trajeados y a plena luz del día, acudían con su maletín a realizar el pago y garantizar su tranquilidad durante el tiempo que ETA les daba. Seguridad a cambio de dinero. La escena se repetía siempre con impunidad para aquel que recibía el pago. Después, la carta de extorsión o el aviso volvía a llegar. Y otra vez a la rueda. ¿Por qué ahora los empresarios iban a colaborar por mucho arrepentimiento que esta veintena de presos pueda llegar a mostrar? ¿Cómo se elimina ese dolor y odio que durante años les ha obligado a pagar el impuesto revolucionario?

Durante su primer año en libertad, Iñaki Rekarte se ganó la vida cogiendo percebes en Fuenterrabía. Cuando obtuvo el tercer grado, salía de prisión todos los días a las siete de la mañana y a las once de la noche tenía que volver a cruzar los muros. Le llaman el régimen de la Cenicienta: eres libre durante el día y por la noche vuelves a ser un preso más que duerme en una celda y se ajusta a las normas y el reglamento que rige en las prisiones. Iñaki no contaba con el apoyo económico de su familia y necesitaba dinero para pagar la gasolina y el peaje de autopista que une Gipuzkoa con Araba.

«Es un trabajo muy rápido y sacas dinero, y yo lo necesitaba para volver a Nanclares —relata Iñaki sobre su decisión de vender percebes—. Tenía un gasto fijo de cincuenta euros entre gasóleo y peajes de autopista y con la venta de percebes podía llegar a sacar quinientos euros al día. Los vendía tirados a veinte y treinta euros para quitármelos de encima».

Ahora, Rekarte y su mujer regentan un bar de pintxos en Santesteban (Navarra), un municipio de mil seiscientos habitantes a cincuenta kilómetros de Pamplona. Se fueron a la tierra de su madre buscando un alquiler barato y con la intención de seguir cerca de Euskadi para que sus hijos aprendan euskera. Al fin y al cabo, como Iñaki dice, «seré euskaldun hasta la muerte». El establecimiento se llama Ekaitza (tormenta, en euskera), un nombre escogido con todo el sentido del mundo, recordando lo que ha sido su vida anterior.

En este bar se llevó una de las primeras bofetadas. Los primeros reproches de quienes antes le consideraban un héroe y ahora lechan de traidor. Fue la primera vez que —ya en libertad— comprobó el coste de tomar otro camino. El precio de dar la espalda a ETA en un mundo cerrado como el que suponen todavía algunos pueblos vascos y navarros. En ese momento se dio cuenta de que no todos a su alrededor aprobaban su gesto de decir adiós a ETA, su decisión —tan sensata para la mayoría de los mortales— de pedir perdón a las víctimas y romper de forma definitiva con la banda armada.

En marzo de 2014, Iñaki Rekarte organizó una comida con bertsolaris, que son improvisadores de poesía cantada. Pero tuvo que cancelarla dos días antes porque los invitados, Amets Arzallus y Jon Maia, le comunicaron que no querían actuar en el bar de un «arrepentido». Rekarte estaba muy ilusionado con esta fiesta. Tenía vendidos más de cincuenta menús: alubias y chuleta a treinta euros por comensal, pero tuvo que suspender la comida porque los de su entorno le boicotearon por ser un preso de la Vía Nanclares. Algo parecido le pasó al cantante Imanol Larzabal, ya fallecido. Larzabal militó en ETA siendo muy joven. Muchos años después estuvo en el punto de mira de la banda terrorista por participar en el año 1988 en un recital en homenaje de Yoyes, la dirigente de ETA que fue asesinada en 1986 tras abandonar la banda y regresar a Euskadi. Otra traidora para los ojos de ETA.

 

Extraído del libro “Vivir después de matar” (La esfera de los libros, 2016) de Ana Terradillos Azpiroz.

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