Man with axe

Genaro salió de casa dando un portazo estrepitoso. No la soportaba. Su voz, su presencia le producían asco, sí, una nausea incontrolable. Huía de su lado como si de un monstruo horripilante se tratase. Tenía que alejarse rápidamente, de lo contrario iba a cometer un disparate del que más tarde se arrepentiría. Ya en la calle intentó calmarse, ordenar las ideas, serenar los pensamientos que le abocaban hacia un oscuro desenlace. ¿Cómo había llegado a esa situación desquiciada a sus setenta años? Por culpa de ella, sí, ella era la causante de que él se hubiese convertido en un títere y su vida dependiese de apetencias y opiniones ajenas que anulaban su voluntad.

Caminar sin rumbo, leer el periódico sentado en un banco del parque, observar el trabajo de los obreros de alguna obra urbana o detenerse en un puesto de fruta y elegir la pieza más jugosa. Eso siempre le había bastado para sentirse satisfecho. Sin embargo, desde que ella se instaló en su casa, dejó de ser dueño de su tiempo y de sus gustos. Poco a poco le fue arrebatando la iniciativa para actuar según su propio criterio. Lo acaparaba todo y las decisiones por nimias que fuesen tenían que pasar por su filtro. Claro que, al principio, se dejó llevar creyendo que era él quien manejaba la situación y ella, zorra sin escrúpulos, se aprovechó de su dependencia de enamorado viejo y solitario, la muy ladina se hizo imprescindible y cada día le procuraba nuevos estímulos que la volvían más apetecible…

Se detuvo ante un escaparate y mirando su imagen reflejada en el cristal recordó la primera vez que la vio. Porque así se conocieron, a través de un cristal: él fuera y ella dentro; él, anticuado y obsoleto, ella atractiva y moderna. Genaro era un hombre “chapado a la antigua” y había cosas, como esta relación, que jamás pensó que en un futuro desearía. ¡Qué alegría cuando por fin la consiguió! Eso sí, tras una lucha encarnizada consigo mismo para dejar de lado prejuicios de otra época.

Reanudó el paseo maldiciendo el momento en el que hizo partícipes a sus hijos de su, entonces aún, dudosa decisión. Pero ellos le animaron ¿qué iban a decir?: “Estupendo papa, es una buena idea, así no estarás solo” o “Ya verás cómo te alegra la vida”. ¡Egoístas! Lo único que pretendían era su propia comodidad, ya no se verían obligados a visitarle tan a menudo. No obstante, les hizo caso.

La precipitada salida le hizo olvidar coger una chaqueta y ahora, que ya anochecía, sus huesos desgastados acusaban el fresco y el descuido. Debía volver. Pesaroso, encaminó sus pasos hacia el hogar. En los edificios se encendían las luces y las familias se reunían para cenar, hablar o discutir. ¡Qué envidia!, él en su casa no tenía voz y cuando, de forma ocasional, comentaba algo nadie le daba réplica, porque a ella no le importaba ni interesaban sus asuntos.

Serian cabezonerías de viejo, reminiscencias de la mentalidad de otra época…, pero en su juventud las cosas de este tipo se zanjaban por lo sano, se cortaban de raíz. ¿Qué ahora estaba mal visto? ¿Y eso a él qué le importaba? Rió para sus adentros, fue ella, con su habitual indiferencia, quien le había contado, puesto al día, sobre la cantidad de ancianos que en un arrebato de locura, y sin que nadie lo esperase, cometían crímenes. Fríamente sopesó las consecuencias que antes le hicieron salir corriendo. Si ya no la quería ¿por qué seguir aguantando a una intrusa que odiaba? Se decidió, sólo existía una solución para recuperar su tiempo y el preciado silencio.

Entró en la casa, ella en el salón como siempre a lo suyo. Genaro se dirigió al trastero y cogió el hacha del que nunca se deshizo y ahora se felicitaba por ello. La cabeza le bullía mientras los ojos adquirían la misma frialdad que la hoja del arma que empuñaba, tan fuertemente que sentía los latidos en los nudillos de los dedos. Se situó delante de ella y sin un ápice de consideración descargó un demoledor golpe. La puta quedó hecha añicos, la puta televisión.

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