Nadie recordaba ya por qué la aldea tenía aquella forma tan peculiar: una gran plaza circular rodeada por varias hileras concéntricas de pequeñas casas blancas todas iguales, sin caminos ni senderos, ni líneas rectas ni ángulos ni divisiones. Solo la plaza redonda y los círculos de casas. En la aldea se trabajaba duro pero la vida siempre había transcurrido en armonía y sin grandes sobresaltos. La gente terminaba su jornada en el campo y se sentaba en la puerta de casa a ver ponerse el sol tras la montaña; luego la aldea se dormía y al día siguiente todo volvía a empezar. Pero el último invierno había sido escaso en lluvias y se habían arruinado muchas cosechas, así que la gente no andaba de muy buen humor. El presente era duro y el futuro incierto. A todas horas se mascaba la tensión en el ambiente.

Todo empezó una tarde de sábado. Varios niños jugaban a la rayuela en la plaza ajenos a las dificultades de la aldea. Cuando llegó la hora de cenar, los chiquillos borraron apresuradamente los trazos pintados con tiza en el suelo, pero se dejaron una parte sin borrar: una gruesa línea blanca que atravesaba la plaza justo por el centro dividiéndola en dos mitades. A la mañana siguiente la gente fue saliendo de sus casas y ocupando los bancos de la plaza en medio de un amargo silencio. Seis o siete personas se sentaron a la sombra de una higuera; otras dos prefirieron un banco bajo el sol al otro lado de la línea blanca. Bajo la higuera un señor miraba al infinito con la vista perdida hasta que, de pronto, reparó en aquella línea. Y en esas dos personas tomando el sol al otro lado. Y en que a esos dos, al parecer, no les habían ido tan mal las cosechas; y en que ambos mostraban una especie de irritante sonrisa de superioridad. Entonces saltó la chispa.

—Eh, vosotros, ¿qué coño os creéis los de allí? —preguntó el hombre.

—¿Qué? Pues nada —respondió uno de los otros, molesto por el tono insolente.

—Conque nada, ¿no? ¿Y qué hacéis allí si estamos todos aquí?

—De momento aquí estamos mejor.

—O sea, que aquí estamos peor, ¿no? —gritó alguien.

—Bueno, peor que aquí, eso seguro —el otro de allí entró en la conversación.

—¡Pues nada, allí os quedáis, capullos!

—¡Descuidad, que no pensamos pasar por allí, idiotas!

Una señora se acercaba a la plaza pensando en sus cosas.

—Señora, ¿qué es mejor, aquí o allí? —le preguntó un tipo

—Pues yo creo que aquí —a la señora le pillaba más cerca de casa.

—¿¡Lo veis!?

—¡Normal, la vieja está igual de tarada que vosotros!

La cosa fue poniéndose cada vez más tensa. La gente salía de sus casas a ver qué era aquel jaleo. Los que se iban acercando iban tomando partido por un lado u otro; siempre el que les quedaba más cerca. En pocos minutos la mitad de la aldea estaba aquí y la otra allí. Todos participaban con sus mejores argumentos en la acalorada discusión sobre qué lado era intrínsecamente mejor.

—¡Aquí da el sol, allí hay sombra!

—¡Pero eso es por la mañana; por la tarde es al revés!

—¡Las mañanas son más importantes que las tardes!

—¡Eso será allí, no aquí!

—¡Allí sois peores porque os creéis mejores!

—¡Aquí las cosechas siempre salen buenas!

—¡Si se os han arruinado siete!

—¡Las que habéis tocado vosotros!

—¡Lo que pasa es que allí ni siquiera llueve cuando debe!

—¡Los niños de allí siempre se meten con los de aquí!

—¡Aquí funcionan las cosas mejor!

—¡Los de allí tenéis la culpa de todo!

—¡Nunca he conocido a nadie de allí que no fuera un poco tarado!

—¡Allí sois unos irrespetuosos! ¡Y unos gilipollas!

La bronca se alargó hasta la madrugada. Finalmente, la conclusión estaba bastante clara: aquí todo era mejor y lo que era peor era culpa de allí. Ser de aquí garantizaba ser mejor persona; ser de allí garantizaba ser vago, descuidado y deshonesto. Quizás hubiera excepciones, pero eran tan escasas que no valía la pena considerarlas.

El debate aquí/allí se hizo omnipresente. Cada día se hacía más patente que las diferencias eran irreconciliables:

“Un niño se ha caído de la bicicleta. Era de allí, que no hacen nada bien.”

“Esta semana aquí no ha habido ni un sólo accidente. Si es que basta con tener dos dedos de frente.”

“Hoy he pasado por allí y todos me miraban mal.”

“Las cosas cada vez van peor. Allí no mueven un dedo y aquí nos estamos dejando la piel.”

“¿Sabéis el chiste de uno de allí que entra a una tienda a comprar un paraguas?”

“Qué bien estaríamos si no fuera por los otros”.

Estaba claro cuál era la raíz de los problemas de la aldea. No era justo; si no fuese por los de allí, llovería siempre a su debido tiempo y no se arruinaría jamás una cosecha.

Un buen día apareció un cartel a un lado de la línea: “Villa Redonda de Aquí”. No tardaron en colocar otro en el lado opuesto: “Villa Redonda de Allí”. Alguien preguntó si no podrían volver a ser una aldea y no dos mitades, para que todo volviese a ser como antes. Pero la cruda realidad era que nunca había habido un antes. Jamás había habido paz ni armonía en la aldea; esa idea era una entelequia, un recuerdo distorsionado producto de la estupidez o la ignorancia. Aquí siempre habían tenido que lidiar con el abuso de allí: sus prejuicios, su prepotencia, su deshonestidad, su pereza, su vileza, su egoísmo. Si las cosas habían funcionado medianamente bien siempre había sido por el esfuerzo extra de aquí. Pero todo tenía un límite y ya se les había agotado la paciencia. Hasta aquí habíamos llegado.

Finalmente llegó la hora de solucionar el problema de una vez por todas. Se había hablado alguna vez de aquello; quizás en otro tiempo hubiera parecido una medida exagerada, pero la cosa ya se pasaba de castaño oscuro. Así que después de una corta pero intensa asamblea se decidió levantar el muro.

Lo terminaron en tres días. Era un grueso muro de bloques de hormigón, de cinco metros de alto, que delimitaba la frontera entre aquí y allí. Se pintó de blanco y se inauguró con emotivos pregones. Y aquí paz, y allí gloria, y fueron felices y comieron perdices muchos meses hasta que un día, en Villa Redonda de Allí, los niños se dejaron una línea blanca sin borrar.

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