Así como el pensamiento y las sociedades del norte del mediterráneo tienen su peculiar personaje humorístico, que para nuestros más mayores, en la península ibérica, fue Quevedo, y para las generaciones más actuales, ha sido y es, Jaimito; las sociedades del sur del mediterráneo han mantenido al viejo mulá Nasrudín, famoso desde el siglo XIII, por miles de anécdotas en las que se mezclan humor y enseñanza (que no moraleja).

Por ejemplo, cuentan de Nasrudín, que vino desde Anatolia hasta Al-Ándalus, y una mañana se situó en el “Zocodover”, en Toledo, junto a un cartel donde se podía leer: “Vendo La Verdad”… Un sacerdote que pasaba, se acercó interesado: “¿Cuánto cuesta La Verdad?”. El mulá le miró y le contestó: “Eso depende del grado de veracidad que desees alcanzar. Cada grado de verdad que aprendemos nos cuesta una experiencia vital durante su aprendizaje, y hay un grado que sólo se aprende justo en el instante de exhalar el último aliento y fallecer, costando así la vida”.

Nuestros grados de verdad están condicionados por la experiencia vital personal y su interpretación desde nuestros paradigmas teóricos e ideológicos, que coparticipan junto a nuestras emociones y sensación de control sobre lo que está sucediendo, así como por nuestra propia intervención en ello, aún como simples observadores. Y nuestra verdad, o nuestro grado de verdad, sólo puede ser variada por una experiencia que la ponga en crisis contrastándola.

Hasta que Galileo, tras diversos experimentos, conjeturó que una pluma y un martillo caen a la misma velocidad al ser soltados en el vacío, por ausencia de rozamiento con la atmósfera, incluso Aristóteles consideró que un cuerpo “pesado” caía a mayor velocidad que uno “ligero”, y que por tanto un martillo siempre caería a mayor velocidad que una pluma. Pero, realmente, fue cuando David Scott dejó caer un martillo y una pluma en la superficie de la Luna, donde la atmósfera es despreciable como variable interviniente, cuando la verdad de Galileo se consolidó frente a la verdad de Aristóteles.

Así, no será igual la verdad sobre el islam que tendrá una persona musulmana, que el de otra persona que no tiene ese conocimiento y que corre el peligro de analizar, su experiencia vital con población musulmana, desde una verdad que no le permite discriminar lo que es propio del islam de lo que no lo es; como le pasó a Aristóteles, al contemplar caer una pluma, junto a cualquier otro objeto “pesado”, y no saber discriminar lo que era efecto de la atracción gravitacional y lo que no.

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