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Urge un liderazgo federalista en España

Hernán Elvira
Hernán Elvira
Nacido en La Rioja en 1963, es psicólogo no practicante. En los últimos 80 colaboró en la sección cultural de los periódicos La Voz de Euskadi y El Diario Vasco de San Sebastián. Luego se ha ocupado en varias actividades, como la enseñanza del idioma español, el sindicalismo, la informática y el diseño de páginas web. Fue doctorando (filosofía) en la Universidad Complutense de Madrid -ciudad en la que reside hace casi 30 años-, escritor aprendiz de ficción y no ficción, y editor desde 2001 de la revista de crítica elvarapalo.com.
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análisis

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“Pensar en España es llorar”, pudo haber dicho Larra. Pensar en el tema ‘España’, se entiende. Otra vez estamos, con esto de Cataluña —pero el problema sigue siendo España—, atascados en una partida de ajedrez irresoluble, un zugzwang en que cualquier movimiento supone empeorar la situación o incluso perder la partida. Vemos que todos los actores políticos han ensanchado al máximo sus posiciones, sin puentes ni fisuras, encajando unas con otras como en un tetris que conforma a estas alturas un muro impenetrable. ¿Será posible ‘abrir la muralla’ o saltarla de alguna manera hacia campo abierto?

Por el lado del independentismo, parece claro que su euforia y seducción van llegando al agotamiento. El soberanismo está implosionando sin poder aportar nada constructivo a la vida social, y ya solo se sostiene por la manipulación mediática o intentando ‘desbordar’ el sistema democrático mediante la agitación callejera organizada.

Y ese fracaso no ha de achacarse —aunque son temas graves— a la falta de reconocimiento internacional, ni a la marcha de las empresas. Tampoco, desde luego, a la acción del gobierno, caracterizada por su inoperancia política y su ineficacia práctica. El final de la pretensión secesionista está llegando precisamente por lo que sí ha logrado: el remedo de referéndum (con resultados que no superan razonablemente el 35%), así como las posteriores manifestaciones que han surgido como reacción a él. Ambas movilizaciones han tenido el efecto de hacer visible la realidad minoritaria del independentismo, su carácter de mera ideología, respetable, pero que no sirve para identificar a la colectividad catalana como un todo.

Lo que se ha hecho patente es la escasez de ‘independencia’ real de Cataluña, es decir, que no existe una independencia ya de hecho para la que se pueda demandar un reconocimiento legal. Y que, por tanto, no se puede decir “Cataluña quiere”, “los catalanes desean”, etc… como si Cataluña fuera una única entidad con una voz propia. La sociedad catalana es múltiple y, desde el punto de vista identitario, manifiesta un carácter híbrido, una mezcla inextricable, indivisible, entre los rasgos tradicionales catalanes y la personalidad común a toda España.

Tampoco tiene sentido la posición de aquellos que pretenden mantener el juego polarizador del independentismo, camino recorrido ya hasta la náusea, demandando ahora un nuevo referéndum, esta vez pactado. Pactado no se sabe con quién, ya que ningún gobierno de España ni de ningún otro país (salvo los que tienen situaciones históricas muy concretas que les obligan ello) se prestará a tal pacto. Es ésta una pretensión que solo busca mantener una división ciudadana y una tensión que socave la vigencia de la democracia constitucional española, pugnando para sustituirla por otra popular o plebiscitaria.

La recuperación del Estatuto de Cataluña auspiciado por Zapatero podría parecer en principio una buena idea. Sin embargo, una vuelta al pasado no resulta nunca ilusionante; y ahora es necesario algo nuevo, un meneo que pueda sacar a cada uno del ensimismamiento en su particular postura. Además no hace falta solamente renovar un estatuto en concreto, sino crear una nueva organización territorial para toda España.

Por las mismas razones, la solución para esta división en la sociedad catalana no será persistir en el autonomismo actual, ni aunque sea con ciertos retoques o mejoras (y mucho menos con recentralización, como algunos pretenden). Y no es solución porque el sistema autonómico —que debemos valorar muy positivamente, pues proporciona el mayor nivel de autogobierno de toda Europa—, tiene sin embargo un defecto estructural que es ya momento de resolver. Y es que permite una máxima autonomía en cuanto al gasto, mientras que es muy insuficiente por el lado de la recaudación. Es el Estado central quien recauda los impuestos y luego realiza transferencias económicas a las Comunidades Autónomas; y ello con constantes negociaciones, demandas, negativas, injusticias, agravios… En definitiva, con problemas y tensiones interminables. Y ese defecto es urgente subsanarlo ya.

No sirve ahora el continuismo si se quiere atraer a amplias capas de la sociedad catalana. Hace falta un nuevo proyecto, un nuevo reto, un impulso que pueda sacar de sus trincheras a los políticos y a los ciudadanos, enrocados hoy en posiciones maximalistas. Y ese impulso capaz de reformar el diseño territorial, de potenciar el autogobierno y el reconocimiento simbólico, y de mantener a la vez la unidad del país, es sin duda el Estado Federal. Ese ha de ser el remate lógico del sistema autonómico, pues puede resolver las tres deficiencias que a día de hoy presenta:

En primer lugar, reconociendo el carácter nacional de aquellos Estados Federados que en efecto cuenten con rasgos culturales e históricos diferenciales. Posibilidad de selecciones deportivas, de la representación diplomática que se determine, etc…

En segundo lugar, fijando un cuerpo de competencias claramente definido para el Estado Federal y para los Estados Federados, evitando así las interminables negociaciones y querellas.

Y por último, dotando de una hacienda propia a los Estados Federados (como ya existe sin problema en Euskadi y en Navarra hoy en día).

En cuanto al Estado Federal, además de sus competencias propias (política exterior, defensa, etc…), ha de tener una misión esencial de reequilibrio económico del país, mediante las aportaciones de cada Estado calculadas con criterios objetivos (y no mediante negociación política). Para ello será esencial que realice una detallada auditoría de los ingresos y gastos de cada administración. Otra labor de la instancia federal, a través del Senado, ha de ser la armonización de normativas, fijando horquillas de máximos y mínimos a las diversas magnitudes (impuestos y muchas otras), de manera que permita a los distintos gobiernos un margen de decisión acorde con su ideología, pero evitando que se produzcan diferencias abismales entre las distintas zonas de España, y entre ellas y las directivas armonizadoras de la Unión Europea.

Algunos plantean la opción de instaurar un sistema federal asimétrico, que reconozca un carácter especial a ciertos territorios. Esta es una solución parcial, poco recomendable, pues no aborda —por miedo a afrontar la complejidad y el cambio— una verdadera reforma del sistema territorial, la cual es ya imprescindible. Sino que pretende limitar el federalismo a las comunidades más díscolas y eludir el tema de la hacienda propia (se habla solamente de “mejorar la financiación”). Quizá sea mejor que nada; pero no es una solución duradera, pues mantiene las discusiones ‘por el dinero’, así como las diferencias y querellas interterritoriales.

Sea como sea, está claro que para reunir en torno a un proyecto así la ilusión y el entusiasmo de muchos, para lograr el apoyo y los acuerdos necesarios, hace falta no solo tener el objetivo o la idea, sino sobre todo contar con la habilidad, la energía y un liderazgo fuerte capaz de impulsarlo. ¿Existe en España ese liderazgo?

Bien está apoyar al Estado hasta que se recupere la normalidad democrática; pero sin ir a remolque de un continuismo rancio que no es una apuesta de futuro. En estos momentos lo que se necesita con urgencia es alguien que se presente ante las cámaras con un proyecto concreto de Estado Federal sobre el que iniciar el diálogo. Tiene que ser una propuesta innovadora que motive a las distintas partes a posicionarse y que facilite un abandono digno de las posturas más enconadas. Que arrastre al país a un círculo virtuoso de renovación y consenso, actitudes esenciales para afrontar este principio de milenio dejando atrás las estructuras ya desgastadas, pero también los maximalismos sectarios y fanáticos que amenazan hoy a las sociedades.

Repetimos, ¿hay en España alguien que pueda encabezar un proyecto así, fresco, progresista y realizable? ¿O estamos condenados al argumentario, las soluciones de ‘todo o nada’, las posiciones anquilosadas, las ideologías ya largamente fracasadas, y la mediocridad personal?

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