Una semana después, sigo emocionado por haber vivido en la iglesia de San Antón la final de la Champions. Por haberla vivido así, rodeado de los de siempre, las personas sin hogar que pasan el día y a menudo la noche en San Antón, y ya son parte de la familia de Mensajeros de la Paz.

Me siento feliz por haberles podido brindar un derecho, un derecho que podría llamarse “el derecho al pataleo”. Porque, cuando te falta de todo, de lo que menos deberías acordarte es del fútbol, pensarán algunos. Y, sin embargo, qué importante es para el ánimo entristecido meterse dentro de un entretenimiento, y olvidarse de que no tiene ni dónde meterte.

Protestar ante un penalti, gritar y desahogarte siguiendo el juego, como si a quien insultases no fuera al del otro equipo, sino a todo el sistema social. El que te excluye en vez de ayudarte a superar tus problemas. El que no te invita a ver el partido.

Creo que fue una noche especial, en la que los sintecho pudieron olvidar sus dolores y desahogarse, pero sobre todo disfrutar del deporte como cualquiera de nosotros. Que no se dijeran tacos muy gordos fue mi única regla, y además no la dije muy en serio, porque creo en el derecho al pataleo. “A la madre del árbitro, solamente piropos”.

El motor de la solidaridad se activó: ya el viernes empezaron a llegar a la iglesia regalos de la gente que me había escuchado en los medios: bebidas y snacks que habían comprado, quizá al mismo tiempo que preparaban el aperitivo para su casa.

Y hubo tanto que incluso sobró, gracias a la generosa participación de empresas colaboradoras de Mensajeros, como Cofares, que pagó el catering que trajo la merienda; Campofrío, que nos donó jamón serrano; Mahou y Solán de Cabras, que se ocuparon del agua, y Coca-cola de los refrescos. O como Lecaser y Olivas de Camporreal, que nos ayudaron con dulces y aceitunas. Sin olvidar la generosidad de UGT, que nos cedió todo un salón de actos, para tener más espacio.

Después de las alegrías o las penas (en cualquier caso, razones para abandonar la apatía, que es una de las más temibles compañeras de la gente en situación de calle), las Champions ha terminado. Tras la evasión, ellos han vuelto a no tener ninguna de las tres “T” de la vida cotidiana metropolitana. Ni techo, ni trabajo, ni tele.

Pero sé –aún lo observo en sus miradas- que no van a olvidar rápidamente la velada de ese sábado final de Champions. Y también sé que el mérito no lo tiene el fútbol; ni siquiera el gol de turno. Lo tiene el cariño de la gente que logró que se sintieran entre amigos, en el salón de su casa, delante del televisor y, si me apuras, dueños de un puesto de trabajo, pero también de un día de descanso. Del derecho a la normalidad que hace felices a los seres humanos.

Sólo ese sentimiento fue para mí el milagro de la Champions y el orgullo de nuestra organización.

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