Como en un drama más propio de la novela francesa Las amistades peligrosas -escrita en el siglo XVIII- que de los Estados Unidos del siglo XXI, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, está probando su propio veneno. Sus coqueteos con Moscú,  sus abiertas relaciones con círculos rusos de dudosa reputación y  su nunca ocultada admiración por el máximo líder de Rusia, Vladimir Putin, le están pasando una alta factura que bien puede acabar, incluso, en un no deseado impeachment (proceso de destitución del presidente por el legislativo norteamericano) y que Trump acabe cosechando el dudoso honor de acabar sus días como ese gran tramposo que fue el presidente Richard Nixon (1969-1974).

Pero Trump se ha ganado a pulso la crítica situación en la que ahora se encuentra; se metió en un campo de minas sin el mapa trazado por el enemigo y ahora no encuentra la salida. Lógico. Sus  errores son tantos que la lista sería prolija. Entre los más destacados, hay que señalar los desmesurados halagos a todo tipo de tiranos, desde el el autócrata Putin hasta el tirano Tayyip Erdogan; la utilización todavía no comprobada del todo de informaciones procedentes de Rusia para destruir a la candidata Hilary Clinton; su desprecio hacia sus aliados de toda la vida en Occidente para contentar a Moscú; la entrega de información sensible y clasificada al jefe de la diplomacia rusa junto con con su inefable embajador en Washington, Sergey Kislyak; y, finalmente, su desprecio por todas las formas y modos con que se regían (y rigen) las relaciones internacionales en el mundo. De tanta ignorancia, de no escuchar los sabios consejos, como los que le proporcionó el expresidente Barack Obama, viene toda esta cadena de despropósitos que sigue la máxima de la ley de Murphy, es decir, «si algo puede salir mal, probablemente saldrá mal» e incluso empeorará.

¿Cuál es el escenario final de toda este sainete originado por una dirección absolutamente errática al frente de los destinos de la Casa Blanca? Mientras el ruido sables se comienza a sentir en los mentideros políticos de Washington, incluso en las filas republicanas, a las que tantas veces ha humillado Trump, Moscú se frota las manos como Pilatos y muestra su satisfacción por el ser centro de atención de la trama. Putin, como un jugador de póquer, sabe que la partida está en sus manos y que tiene todas las cartas para definir el final del juego, bien a favor de Trump o bien para decapitarlo políticamente, como estuviéramos en un circo romano y se tratase de un César que decide entre la vida y la muerte de un gladiador perdido en la arena.

Trump ha jugado con fuego, eligió mal a sus aliados y, probablemente, si se llega al final de esta historia detectivesca, utilizó medios espurios para desacreditar a Clinton con información (seguramente) procedente de Moscú y ganar las elecciones. Después, a medida que se iban conociendo más detalles y el presidente se iba perdiendo en su laberinto, ha obstruido una investigación federal para calibrar la verdadera dimensión de la trama rusa. “Este escándalo está alcanzando el tamaño y la escala del Watergate”, asegura tajante el senador republicano John McCain, enemigo declarado de Trump y político de gran prestigio en los Estados Unidos.

 

UNA CRISIS EN UN MOMENTO CRUCIAL

La crisis está aquí, ya es innegable, y llega en el peor momento para Trump, justamente cuando necesitaba la energía política necesaria para enfrentarse a numerosos retos en la escena internacional -Siria, Corea del Norte, programa nuclear de Irán, el envite de Rusia en Ucrania y crisis de liderazgo en la Unión Europea (UE) y la OTAN- y el urgente desarrollo de una agenda interior para el impulso de los principales puntos expuestos en su programa durante la campaña electoral. Su electorado, por no decir toda la sociedad norteamericana, se está mostrando muy crítica y defraudada por la gestión de Trump, tal como revelan las encuestas y estudios de opinión publicados hasta la fecha. Por ahora, según encuestas de comprobado rigor Donald Trump es el presidente peor valorado en los últimos 72 años de historia norteamericana y casi el 60% de los ciudadanos esta nacionalidad desaprueban su mandato, un hito histórico que ni siquiera Nixon consiguió pese a su consabida antipatía.

El diagnóstico acerca de lo que está ocurriendo, tal como señalan algunos analistas y expertos de la política estadounidense, tiene mucho que ver con el propio carácter de Trump, quien creyó que con su intuición como hombre de negocios y su carácter decidido y audaz podría hacer frente a la máxima magistratura de la primera potencia del mundo. Pero no es así, su percepción fue errada y no supo entender que tendría que hacer frente a un mundo más complejo y cargado de realidades intrincadas que iban más allá de su simplista análisis de la sociedad norteamericana. Calculó mal donde estaba la diana y el tiro le salió (les salió a los norteamericanos) por la culata.

El discurso populista, primitivo, básico y machista de Trump, pero carente de propuestas realistas, racionales, lógicas y pragmáticas, chocó con la cruda realidad, demostrando, una vez más, que una cosa son las campañas electorales y otra bien distinta es gobernar una nación. Trump utilizó un lenguaje sarcástico, plagado de descalificaciones personales hacia sus contrincantes y repleto de burda ironía insultante, pasto fácil de un electorado ávido de reírle las gracias a un payasete pero también necesitado de soluciones prácticas sobre el terreno. En definitiva, como en la novela El tambor de hojalata del escritor alemán Günter Grass, a los Estados Unidos le ocurrió como Alemania en los años treinta: “Había una vez un pueblo crédulo que creía en Papa Noel, pero Papa Noel en realidad era un ogro”. Trump cayó en la trampa rusa, pero la cacería apenas acaba de comenzar y el desenlace es lejano, condicionado por la intriga  que domina en el Kremlin de la mano ese as de la perversión política que es Vladimir Putin. El futuro de Trump pende de un hilo, pero de un hilo ruso.

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