Al caer el sol, como cada tarde, una patrullera del modelo Rodman con dos patrones (un sargento y un cabo) más un marinero y un mecánico del Servicio Marítimo de la Guardia Civil de Algeciras zarpa en dirección al Estrecho de Gibraltar. Su misión es controlar a los narcotraficantes y contrabandistas de tabaco que se mueven en un radio de acción de entre 35 y 40 millas de la costa andaluza, desde el cabo Punta Chullera, en Málaga, hasta Zahara de los Atunes, ya en la provincia de Cádiz, con especial atención al Peñón de Gibraltar y a las playas de la Línea de la Concepción, donde el trasiego de droga es diario y constante. “Tenemos algo entre manos, quizá hoy no volvamos de vacío”, asegura el sargento Segundo González, patrón de la patrullera. Alguien, quizá los muchachos de Inteligencia, quizá los helicópteros de Aduanas o los radares del Ejército, han detectado movimientos de barcos sospechosos y han dado el chivatazo. Los narcos preparan un gran alijo. Esta noche habrá baile.

El sargento González da la orden de arrancar los ruidosos motores y la tripulación suelta amarras. La patrullera, impulsada por un poderoso runrún que aturde y te deja sordo, se desliza suavemente por la salida norte del Muelle Juan Carlos I, entre barcos como grandes moles clavadas en el mar. Pasamos junto a buques mercantes, petroleros gigantescos, cruceros fondeados con banderas de países de todo el mundo. Las gaviotas se mecen en el oleaje, indiferentes al vernos pasar. “Molesta el ruido del motor ¿eh? A veces, cuando llego a casa por la noche, me pitan los oídos. Trabajar en el mar es duro, pero es lo que nos gusta hacer”, asegura uno de los agentes mientras termina de recoger los cabos sueltos de la Rodman.

Apenas sopla una ligera brisa, el mar está en calma, todo indica que será una noche perfecta para la ronda de vigilancia nocturna. Conocer la previsión meteorológica en esta zona turbulenta donde chocan el Mediterráneo y el Atlántico resulta fundamental para no sufrir contratiempos inesperados. Pero con el mar nunca se sabe. En cualquier momento puede desatarse un temporal que nos lleve a “entrar por el ojo” (engullidos por un oleaje que puede arrastrar el barco hacia las profundidades) o vernos envueltos en las “las tres marías” (una serie de tres olas a cada cual más fuerte, violenta y peligrosa que la anterior). Hace algunos meses, un golpe de mar zarandeó a la patrullera como un bote viejo y una ola de ocho metros de altura cayó a plomo sobre la proa de la embarcación, reventando el cristal delantero. Fue como el estallido de una bomba. Consecuencia: un agente con cicatrices en la cara, otro con la clavícula rota y un tercero que tuvo que darse de baja en el Servicio Marítimo a causa de los daños que sufrió en las vértebras. En el Estrecho de Gibraltar, los narcos no son el peor enemigo. A veces el mar es mucho más traicionero que todos ellos. Y se cobra su precio.

Fotos: Pedro Martínez.

El sargento Segundo González se pone al timón de la patrullera y pone rumbo al Peñón de Gibraltar. A los pocos minutos rodeamos La Roca y fondeamos frente a la montaña picuda, majestuosa, omnipresente. La pendiente pronunciada de la pared vertical, los contrastes de luz en la piedra y los relieves grisáceos salpicados de verde vegetación le confieren un aspecto misterioso, como de recóndita isla caribeña. No en vano, según cuentan las leyendas, en el pasado el Peñón fue un refugio de piratas.

Los agentes otean el horizonte con sus prismáticos mientras el barco se balancea caprichosamente. Alguien en cubierta dice que estamos en un punto caliente. Cientos de kilos de tabaco y droga, en su mayoría hachís, se mueven casi a diario por aquí. En cualquier momento puede aparecer una planeadora o una moto acuática y empezará la diversión. El 53 por ciento del tabaco que entra ilegalmente en España lo hace desde Gibraltar. El negocio reporta 190 millones de euros de beneficios cada año al Gobierno gibraltareño y es una fuente de divisas de primer orden, hasta tal punto que la importación de tabaco constituye el 30 por ciento del presupuesto total del Peñón y con ella se financian la sanidad y la educación de los llanitos. Cientos de miles de cajas de tabaco de marcas de bajo coste como Ducal Red o American Legend –hasta ahora desconocidas pero que están triunfando entre los fumadores españoles gracias al contrabando– llegan cada día a la Roca y tributan según la ley británica. Una vez que el Gobierno de Gibraltar ha recaudado lo suyo en aranceles entran en juego las redes mafiosas, que exportan el tabaco a España. Los contrabandistas tenaces cargan las cajas de cigarrillos en el Peñón y salen zumbando hacia la costa andaluza. Una cajetilla que cuesta dos euros en el Peñón se venderá por el doble al otro lado de la frontera, ya en tierras andaluzas.

El negocio es redondo para todos menos para España, que en apenas tres años ha perdido 700 millones de euros, un dinero que dejan de ingresar las arcas públicas pese a las advertencias de la Unión Europea a Gibraltar para que ponga freno a esta actividad fraudulenta. Pese a todo, los esfuerzos de la Agencia Tributaria española por controlar el tabaco de contrabando en “la Verja”, como se conoce habitualmente al paso fronterizo, están dando resultados positivos. En 2013 se requisaron un millón de cajetillas. Al año siguiente la cifra bajó hasta 590.000. Quizá por ese descenso en los beneficios las mafias de la nicotina han buscado otros métodos más seguros para introducir los cartones de tabaco en nuestro país. Y ahí es donde entra el mar. Pequeñas embarcaciones que se cargan en el lado Este del Peñón, cerca de la pista de aterrizaje del aeropuerto gibraltareño, desembarcan en las costas de Andalucía, en especial en la playa de la Atunara, ya en la Línea de la Concepción. Estas barcazas son rápidas y se escabullen con facilidad. Capaces de navegar muy cerca de la costa, en aguas con escasa profundidad, esquivan cómodamente a las patrulleras de la Guardia Civil de mayor calado, que a menudo no pueden hacer nada por detenerlas. Una vez que desembarcan en la playa, las colleras, grupos de quince o veinte personas que trabajan para las mafias, levantan en peso la lancha neumática, incluso con las cajas de tabaco en su interior, y la introducen en un vehículo o en alguna casa. Todo ello sucede en un abrir y cerrar de ojos.

Fotos: Pedro Martínez.

Con todo, el mayor problema en el Estrecho no son los cigarrillos clandestinos, sino el incesante trasiego de hachís. “Nuestro trabajo es controlar el contrabando de tabaco desde Gibraltar y el de droga procedente de Marruecos, que es aquello que se ve al fondo”, asegura el sargento señalando a lo lejos, hacia la borrosa línea africana del horizonte que se pierde entre las brumas. “A veces resulta frustrante perseguir a esta gente. Antes llevaban gomas semirrígidas de diez metros de eslora con dos motores de 250 caballos. Ahora llevan lanchas planeadoras con tres motores de 350 caballos cada uno. Así resulta imposible seguirlos”, explica el patrón mientras pega los ojos a sus prismáticos. Como aviones a reacción dotados de modernos sistemas de navegación, las gomas son como estrellas fugaces que vuelan sobre el mar y se pierden entre los bancos de niebla del día o en medio de la noche, dejando tras de sí una cresta espumosa, blanca, rizada. Otros contrabandistas trasiegan la droga y el tabaco en motos acuáticas, que zumban como mosquitos nerviosos en medio del océano. Cargadas con 3.000 kilos de hachís, las gomas o narcolanchas pueden llegar a alcanzar velocidades de más de 90 nudos (por momentos 180 kilómetros por hora) superando ampliamente los 50 nudos de las patrulleras de la Guardia Civil. Cada goma puede costar entre 90.000 y 120.000 euros en el mercado legal de embarcaciones. Solo uno de estos motores vale más de 20.000 euros. Por su parte, las embarcaciones del Servicio Marítimo son mucho más lentas y obsoletas –algunas salieron de los astilleros hace más de 13 años–, de modo que no pocas veces los agentes tienen que conformarse con ahuyentar a las planeadoras y alejarlas de la costa, sin poder detener a sus tripulantes, que en ocasiones terminan arrojando los fardos de hachís por la borda. En medio de este escenario, guardias civiles y contrabandistas terminan enfrascados en el juego del gato y el ratón, se observan mutuamente esperando el momento propicio –unos para intervenir, otros para desembarcar con el alijo en algún lugar de la costa– y finalmente se entablan frenéticas persecuciones.

La actividad de los contrabandistas de hachís no tiene ningún secreto: se trata de dar el salto a Marruecos (unos 14 kilómetros de travesía en sus puntos más cercanos), cargar lo antes posible la droga comprada a los proveedores marroquíes y salir pitando de nuevo hacia Algeciras. El hachís se puede comprar a mucha gente en este país del norte de África, sobre todo a los cultivadores de plantaciones de las montañas del Rif, donde el 66% de su superficie agrícola se destina al cultivo de cannabis sativa. Plantar droga se ha convertido en una gran fuente de ingresos para muchas familias pobres del norte de Marruecos y se cree que más de 800.000 marroquíes viven actualmente de esta actividad. Quizá porque la droga se ha convertido en un sector económico más, el Gobierno marroquí suele ser permisivo y solo de vez en cuando la Policía monta una redada a gran escala a modo de propaganda, de cara a la galería, tratando de demostrar que el país está comprometido en la lucha contra el narcotráfico internacional. Una puesta en escena en la que los agentes antidroga queman unas cuantas hectáreas, detienen a unos pocos cabezas de turco y vuelta a empezar con el negocio. Se sospecha que la corrupción por la droga ha corroído el sistema judicial marroquí. Hay policías compinchados con los narcos que hacen la vista gorda a cambio de dinero cuando sale un gran alijo en dirección a España, guardacostas de la Marina que aceptan sobornos, fiscales un tanto tibios a la hora de perseguir el contrabando…

Fotos: Pedro Martínez.

Una vez que las planeadoras consiguen atravesar el Estrecho de Gibraltar, esquivando a las patrulleras del Servicio Marítimo de la Guardia Civil, desembarcan en el lugar más seguro: Algeciras, la Línea de la Concepción o San Roque. En ocasiones los narcos remontan la desembocadura del río Guadarranque, en la bahía de Algeciras, e introducen las gomas en los garajes de las casas ribereñas, esfumándose sin dejar rastro. A finales de 2016, el Gobierno de Madrid decidió cerrar el delta del río con balizas protectoras para impedir la entrada de embarcaciones neumáticas por ese punto, pero los propios traficantes las han derribado sin pudor, de manera que la droga sigue llegando a la bahía. Por eso las fuentes policiales consideran que Guadarranque es un coladero de droga. “Las colleras levantan a pulso la lancha neumática, incluso cargada con los fardos de hachís, y la meten en las casas. Están perfectamente organizados, hay clanes familiares enteros que están viviendo de esto en Algeciras”, relata el cabo Francisco, uno de los tripulantes que pilota la Rodman del Servicio Marítimo. Los narcos del Estrecho de Gibraltar rara vez van armados, aunque en algún que otro abordaje la Guardia Civil ha llegado a encontrar pistolas y fusiles en el interior de las planeadoras. “La verdad es que nunca he visto que las utilicen contra nosotros”, aclara el sargento González.

Droga y tabaco son el pan nuestro de cada día en las aguas del Peñón. Pero los agentes también suelen realizar labores de vigilancia contra la inmigración furtiva. No será la primera vez ni será la última que se tropiecen con una patera cargada de africanos ateridos de frío y salidos de un infierno que parecía condenarlos a una muerte segura. Antes, los espaldas mojadas que decidían aventurarse en el Estrecho se veían obligados a pagar más de mil euros por cabeza a las mafias que controlan las redes de inmigración en el Norte de África. Ahora se reúnen grupos de varias personas, ponen un fondo común que puede oscilar entre cien y doscientos euros, y compran una austera lancha neumática que no pasa de ser un flotador frágil e inestable. Montados en ese pedazo de goma, se lanzan a las peligrosas aguas de Gibraltar, remando a brazo partido hasta que se terminan las fuerzas o hasta agotar el combustible del pequeño motor. Cuando quedan a la deriva en medio del mar, llaman por teléfono a Salvamento Marítimo para que los rescaten.

Los motores de la patrullera empiezan a rugir de nuevo, el agua golpea fuertemente contra el casco, chapoteando y emitiendo un sonido hueco y húmedo. Seguimos navegando a velocidad de crucero. Al oeste queda el Peñón, con el sol poniéndose agónicamente tras la montaña. Al sur las costas de Marruecos y al norte las playas andaluzas. Desde hace algunos minutos tenemos compañía. Son dos lanchas que han salido de repente de algún lugar, una de la Policía gibraltareña y otra de la Royal Navy. Nos vigilan de cerca. Dos policías jóvenes y altivos de su Majestad escudados en gafas negras de sol nos miran con arrogancia, despectivamente, advirtiéndonos de que estamos invadiendo territorio del imperio británico. “Estos rara vez nos ayudan. Les gusta acompañarnos, no nos quitan ojo de encima. Eso sí, el tabaco clandestino que sale del Peñón nunca lo ven. Lo más curioso de todo es que la mitad de los agentes que van ahí son españoles”, ironiza el cabo Francisco. Sobre el papel, el Tratado de Utrecht otorga jurisdicción a los británicos únicamente en aguas del puerto del Peñón de Gibraltar, pero con el tiempo los ingleses han ido ampliando sus dominios hasta los tres kilómetros, invocando el Derecho Internacional marítimo, algo que España rechaza de plano. En ese escenario de tensión e inseguridad jurídica, las escaramuzas, hostigamientos y encontronazos entre patrulleras de ambos países están a la orden del día. “Nosotros no queremos problemas con nadie, ese es un asunto político que debe ser resuelto por la vía diplomática, lo único que queremos es que nos dejen trabajar tranquilos, que nos permitan realizar nuestra función policial”, asegura el patrón de la patrullera.

Fotos: Pedro Martínez.

Finalmente, tras la insistencia de los agentes gibraltareños, ponemos rumbo hacia el sur, alejándonos de la zona. Las embarcaciones británicas van quedando a lo lejos como diminutos puntos negros superpuestos sobre la costa esmeralda del Peñón. En ese momento se escucha una recia voz femenina que rompe la tranquilidad del puente de mando. Es la radio que se ha activado y está echando chispas: “Localizadas dos embarcaciones que van cargadas. Las coordenadas son 36 11 12 Norte y 05 12 01 Oeste. A la altura de Punta Carbonera”. Probablemente las cámaras del SIVE (Sistema Integrado de Vigilancia Exterior) han localizado estelas espumosas en el mar o un foco de calor posiblemente emitido por los motores o quizá algún helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera haya detectado el movimiento de las dos planeadoras sospechosas. “Recibido. A por ellos”, exclama el sargento González, que se pone a los mandos de la nave de inmediato.

El patrón sujeta con fuerza el timón de acero, los nudillos de las manos se tensan, la cazadora se agita rabiosamente con la sacudida del viento. A los pocos segundos la patrullera ya va a toda máquina, rompiendo el mar en profundos surcos espumosos. Navegar en una Rodman a la máxima velocidad es como estar subido a uno de esos potros mecánicos de los rodeos tejanos. Te golpeas contra todo, las manos y las piernas se te doblan como si estuvieran hechas de mantequilla, vas de acá para allá sin ton ni son y puedes salir rodando por cubierta en cualquier momento o caer por la borda si no te agarras a tiempo a algo seguro. La barca te zarandea, hace crujir hasta el último de tus huesos y no te queda otra que apretar los dientes. El viento te azota la cara, los carrillos tiemblan flácidos, el agua salada te empapa la ropa, los ojos te lloran y te escuecen y se te nubla la vista. Un auténtico rompecuerpos que te hace sentir como dentro de una batidora descontrolada a toda presión. Bandadas de alegres delfines intentan seguirnos a babor y estribor, pero desaparecen al poco tiempo. Tras una loca galopada con los motores rugiendo como titanes, parece divisarse algo a lo lejos. Una silueta gris y confusa, un espejismo. Quizá la planeadora de los narcotraficantes. Vamos directamente hacia ellos. Por un momento parece que podemos darles alcance, pero pronto desistimos. Súbitamente, como por arte de magia, la silueta ha desaparecido. O quizá la silueta nunca estuvo allí. O la silueta fue solo un señuelo para despistarnos.

Fotos: Pedro Martínez.

Volvemos a reducir velocidad. Ahora navegamos plácidamente rumbo a un pequeño puerto de La Línea de la Concepción. La radio se ha apagado y la lancha recupera la tranquilidad. Está anocheciendo y es preciso reponer fuerzas. Hora de cenar. A lo lejos brillan las luces de las grúas ciclópeas del puerto de Algeciras, que se elevan como rascacielos de una ciudad futurista. Los agentes amarran la barca entre pescadores que ultiman sus redes para salir a faenar por la noche y que nos miran con recelo. No sería de extrañar que alguno de ellos fuera un confidente de los narcos. Los clanes de la droga tienen ojos y oídos en todas partes. En Algeciras no hay que andar mucho para ver gente conduciendo coches de gran cilindrada, incluso Ferraris de última gama, y los niñatos sin oficio ni beneficio se juegan los billetes de quinientos euros, como si fueran papeles del Monopoly, en el Casino de la ciudad. Dos personas que decidan embarcarse en la aventura de cruzar el Estrecho con un gran alijo de hachís pueden embolsarse entre 30.000 y 40.000 euros. En unos pocos viajes ya son millonarios que viven en lujosas mansiones con piscina. Algunos empiezan jóvenes, incluso con menos de 18 años. Cuando ya tienen experiencia en pilotar gomas y ven que las patrulleras de la Guardia Civil −mucho más lentas que sus poderosas lanchas de tres y cuatro motores−, no son rivales peligrosos, se divierten compitiendo entre ellos para ver quién llega primero a la costa y descarga antes el alijo. Son como pilotos de una especie de Fórmula I del mar que viven deprisa y al límite.

Algeciras respira vicio fronterizo por los cuatro costados, un ambiente extraño, lúbrico y onírico que desconcierta al que llega de fuera. La ciudad es un hormiguero humano. Por la verja circulan cada día miles de visitantes: ingleses trajeados salidos de la City, llanitos, africanos, musulmanes con chilaba, obreros que van y vienen de trabajar, turistas de medio mundo con sus cámaras al hombro, la piel enrojecida por el sol y la cartera llena de dinero para gastar. Gente de todas partes que tras pasar por el control fronterizo atraviesa la pista del aeropuerto del Peñón, en coche o a pie, cuando no despegan o aterrizan los aviones. Pero ante todo el Peñón es un paraíso fiscal trufado de bancos en cuyos sótanos se almacenan las mayores fortunas del planeta. También, cómo no, dinero del narcotráfico que está a buen recaudo.

Fotos: Pedro Martínez.

Con la crisis económica, que ha golpeado duro a esta parte de Andalucía, la industria de la droga se ha convertido en una gran multinacional, una salida laboral aceptable para muchos habitantes de la ciudad que se han quedado sin futuro. La droga y el contrabando de tabaco están por todas partes y los camellos ya ni siquiera se esconden. Han tejido redes de informantes, confidentes, cómplices y encubridores que trabajan para los clanes principales en toda la zona. Espían a la Guardia Civil, avisan de las redadas, dan chivatazos, intercambian información por teléfono o walkie-talkie, trabajan en el trasiego de los alijos. Y están perfectamente organizados. Unos son vigilantes apostados en las playas con sus móviles cuya única misión es alertar a los pilotos de las planeadoras cuando ven aparecer algún vehículo patrulla de la Guardia Civil. El chivatazo permite cambiar de rumbo al lanchero y desembarcar en otra playa más segura y tranquila, ya a salvo de los molestos policías. Más de cuarenta vigilantes o puntos, como se les conoce en la jerga policial, pueden trabajar durante una gran noche, cuando llega un potente alijo de hachís.

La batalla es desigual. Catorce agentes guardacostas para vigilar cien kilómetros de costa andaluza frente a más de cuarenta vigilantes de los narcos perfectamente distribuidos en una sola playa: aquella en la que va a tener lugar el desembarco de un gran alijo de 2.000 o 3.000 kilos de hachís. Y no solo están los puntos o vigilantes. En la formidable empresa del hachís trabajan otros muchos obreros especializados. Están los busquimanos, rastreadores encargados de recuperar la droga que los conductores de las gomas se ven obligados a arrojar al mar cuando son perseguidos por la Guardia Civil. Y por supuesto los porteadores, cuya labor es descargar los fardos de las narcolanchas e introducirlos en los vehículos todoterreno. Con tal volumen de mano de obra, un alijo de 1.000 kilos de hachís se descarga en menos de tres minutos. Pero la cadena de montaje no queda ahí. También hay camioneros que transportan la droga desde Algeciras a otras ciudades de España, encargados de custodiar los alijos en las casas, los que alquilan los narcoembarcaderos, cobradores, blanqueadores de dinero negro, abogados, sicarios que ajustan cuentas… Más de cincuenta familias ganan pingües beneficios con un solo alijo y se sabe que algunos carteles de Algeciras pueden estar formados por más de cien miembros.

Por si fuera poco, la ley española no suele ser tan dura con los grandes traficantes de sustancias estupefacientes como en otros países, donde esta actividad ilegal se castiga con la cadena perpetua. Aquí una condena por tráfico de hachís se suele pagar rápido, unos pocos años a la sombra, se hace borrón y cuenta nueva y a volver a las andadas, a la goma neumática, a bajarse al moro y a jugar al gato y al ratón con las barcazas de la Guardia Civil. Tal es la impunidad con la que actúan los narcos en Algeciras. No hace demasiado tiempo, un grupo de narcotraficantes organizó una encerrona a una patrulla de la Policía, a la que embistieron con un vehículo. Uno de los agentes resultó herido en una pierna. En otra ocasión una pandilla la emprendió a pedradas contra un helicóptero de Aduanas que intentaba impedir el desembarco de una narcolancha cargada de droga en Algeciras. Así se las gastan por aquí. Nadie se anda con chiquitas. “Yo ya me conformo con que las gomas salgan corriendo cuando nos ven llegar; eso es un alijo que no entra en España, una victoria moral para nosotros”, asegura con resignación el cabo Francisco.

Es noche cerrada y empieza a hacer frío. Los agentes del Servicio Marítimo sacan sus bocadillos y botellas de agua de las mochilas para cenar fraternalmente en la bodega de la patrullera, bajo la luz trémula de una bombilla. Ya no se habla de la persecución frustrada de hace solo unos minutos. No ha sido más que un episodio más. Habrá otros muchos. Es hora de relajarse, comer y bromear en un buen ambiente. El olor a sardinas y a tortilla de patatas se mezcla con el tufo a combustible que viene de la sala de máquinas e invade el puente de mando. “No me gusta estar en una oficina, por eso he elegido este trabajo duro y peligroso que no está bien pagado. Y eso que ahora estamos casi en verano, pero me gustaría que nos vieran en alta mar en pleno invierno, bajo la lluvia, con un frío que te congela los huesos y metidos en medio de la niebla sin poder ver nada”, asegura uno de los tripulantes de la Rodman. Las familias de los guardias civiles son la otra cara de la moneda. Los ven salir al mar cada tarde, sin saber con qué se van a encontrar. Cualquier tropezón con la Royal Navy, cualquier persecución a tumba abierta con los narcos, puede terminar con la barca volcada y un accidente grave. No es fácil ser la mujer, el marido o un hijo de un agente del Servicio Marítimo.

Terminada la cena, el sargento Segundo González vuelve a tomar el timón de la patrullera, que sale lentamente del puerto de la Línea, rodeando el Peñón de Gibraltar. En medio de la oscuridad, La Roca, iluminada ahora con focos claros, aparece más imponente y hermosa que nunca. Es como si no fuese real, como si un dios escultor hubiera tallado en barro esa montaña, o mejor en cartón piedra, y la hubiera colocado ahí deliberadamente, a modo de caprichosa maldición histórica, para provocar la codicia y la ambición secular de dos naciones. Quién mira el Peñón queda automáticamente hechizado. “A veces pienso que somos eslabones de una cadena, marionetas a las que alguien mueve los hilos sin que nosotros lo sepamos. Pero la vida es así y hay que aceptarla como es”, asegura Segundo González. El patrón del barco muestra su sorpresa por cómo los medios de comunicación dan a conocer las noticias que salen del Peñón de Gibraltar. “A veces he leído que nuestra patrullera ha hecho una incursión en aguas gibraltareñas custodiadas por los ingleses y me hace gracia: ¡Pero si paso siete veces al día por ahí!”, sonríe.

Al poco rato volvemos a estar mar adentro otra vez, en medio de una espesa y fría oscuridad. A lo lejos se divisan los diminutos farolillos rojos de los barcos pesqueros, las luces amarillas centelleantes, como estrellas y galaxias, de los petroleros atracados frente a la bahía de Algeciras. Los faros como fantasmas que titilan débilmente en medio de la noche. No se mueve ni una ola. Hay calma chicha hasta que el sonido chirriante de la operadora de radio vuelve a romper el silencio. “Detectamos una gente con moto acuática. Se les ha visto en las proximidades del puerto de la Línea de la Concepción”. Nos dirigimos a ese punto a toda velocidad y tras dar algunas batidas por la zona comprobamos que ha sido otra falsa alarma. No hay nadie por allí, salvo dos luces verdes espectrales que surgen de la nada y se sitúan a menos de veinte metros de distancia de nosotros. Otra vez la Marina Real británica que viene a enseñarnos los dientes. Volvemos a alejarnos. Los rostros de los guardias civiles muestran el disgusto y la impotencia.

“Detectadas unas gomas cargadas cerca de Algeciras, a pocas millas de distancia de vuestra posición”, transmite la operadora de la central. Los agentes toman lápiz y papel y apuntan las coordenadas sobre la mesa del puente de mando, bajo un foco languideciente que refleja sus rostros tensos. “Recibido”. Y otra vez vuelta a empezar. Los guardias toman posiciones en la cubierta, el cabo se aferra al timón mirando al frente, hacia una oscuridad abisal. Como podemos, nos agarramos a los pasamanos de hierro de la cubierta, seguros de que vamos a ser zarandeados de nuevo como peleles. A lo lejos se divisa un tibio resplandor, un fulgor fantasmagórico que deja una estela gaseosa sobre la superficie del agua y que parece ir muy deprisa. Tan deprisa como 180 kilómetros por hora. La patrullera está llegando al límite de su potencia y ni siquiera tiene a tiro a los narcos. Los motores alcanzan el máximo rendimiento cuando algo detiene abruptamente la embarcación. Cloc, cloc, cloc… Ha saltado una especie de piloto automático de seguridad. “Cuando se calientan demasiado los líquidos, el barco se detiene para no correr riesgos. Esto funciona así”, asegura el cabo Francisco. Nos quedamos parados en medio del mar, presintiendo que una vez más se nos han escapado. Así es la rutina en el Estrecho de Gibraltar, donde faltan agentes, medios y barcos para luchar contra el sofisticado crimen organizado. Cada noche los guardias salen al mar sabiendo que la batalla puede estar perdida de antemano. Y sin embargo, extrañamente, juegan la partida como si realmente la pudieran ganar.

2 COMENTARIOS

  1. El 53% del tabaco es vendido desde España a Gibraltar. Los mayores alijos de tabaco entra ilegalmente por Algeciras en contenedores.
    Se equivoca al decir que en la historia esa momtaña majestuosa ere un nido de piratas…..es está en la calle Génova. Esa montaña picuda y majestuosa era venerada por los finicios y los antiguos como montaña sagrada y ofrecían sacrificios en sus playas al pasase por el estrecho.
    Claro que es verano y toca atacar a Gibraltar estando tan cerca la cuidad de Ceuta nido de yihadistas, barones de la droga y los que cruzan a las playas del campo de Gibraltar con narcos casi a dirario.

  2. No les ha occurrido a las patrullas esperar en los varios puntos donde desembarquan los cigarrillos o el hachis ( la playa de La Atunara, or de Santa Barbara, el Rio Guadiaro, etc etc) para cogerlos «in fraganti»?????? MAL ASUNTO!

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