Llevaba un tiempo de lo más solitaria, diríamos que como las ratas de biblioteca, a su aire. Se encerraba en su cuarto a leer horas y horas, bueno, a leer o a lo que fuera con tal de no compartir las dependencias comunes. Les evitaba constantemente, a todos. Si su madre decía algo que a Teresa le importunara soltaba un “joder” con los decibelios por las nubes al compás del portazo de su habitación. Cuando se iba al colegio gritaba de vez en cuando: ¡no os aguanto a ninguno, parecéis niños pequeños, todo el día discutiendo!.

Teresa nunca había sido una niña especialmente crítica o contestataria, sólo ejercía de alumna, amiga y hermana, empollona y reflexiva, sumisa a los valores y creencias de su hogar. Fácil. Pero ya eran varios los meses en los que su afabilidad había dado paso a una inoportuna agresividad que les dejaba a todos con muy mal sabor de boca, impotentes. A la edad de quince años su padre le dio un bofetón en la cara que le dejó los dedos marcados. No lloró, se encerró en su cuarto, altiva y tranquila dejando a su padre absolutamente desgarrado. Un día de enero, de esos en los que hace mucho frío, Teresa se sentó en la mesa del desayuno con una camiseta de manga corta, un short y unas medias de rayas de colores. Teresa, vas a pasar frío así, ponte un jersey, le dijo su madre.

-Que me dejes

Charo se giró hacia la niña con una cara de furia que ni un gladiador romano hubiera podido igualar, cuando fue consciente de la existencia de una mancha en forma de serpiente que le asomaba por la camiseta y le subía por el cuello.

-Ay, Dios bendito, Teresa, ¿qué es eso?

-Mamá, ¿tú qué crees?

Charo llamó a su marido para contarle de la serpiente en el cuello de su hija.

-¡Serpiente!, ay, joder, ¿qué serpiente?, Charo, ¿le ha mordido una serpiente?

-¡Pero cómo le va a morder una serpiente!. Un tatuaje de una serpiente en su cuello. Sólo me queda rezar para que sea de los que se quitan. Pedro, porque hay tatuajes que se quitan, ¿verdad?.

 

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