“Tengo una cardiopatía congénita, y eso me hace pensar que todos los días son un regalo”. Son palabras de Carme Chacón, fallecida hace pocas horas, a los cuarenta y seis años de edad.

“Lo triste no es morir, lo triste es no saber vivir”. Lo dijo Pablo Raez, fallecido a causa de una leucemia, a los veinte años.

No quiero amargar a nadie la Semana Santa, no es esa mi intención. Pero parece que la muerte se empeña últimamente en llevarse a personas jóvenes, a personas en el esplendor de su vida. Por otro lado, ¿qué mejor semana que ésta para hablar del tema? Para los católicos, numerosos en España, en estos días se consuma la muerte de Cristo en la Cruz, y su posterior resurrección.

Y es que, nos guste o no, la muerte forma parte de la vida. No sirve de nada no pensar en ella, no hablar de ella. No sirve de nada rehuirla, porque antes o después nos alcanza. Y a veces, lo hemos visto en Pablo y en Carme, demasiado pronto. A menudo vivimos como si la muerte fuera algo lejano, algo que en realidad no nos atañe demasiado. De vez en cuando nos golpea, llevándose a algún familiar cercano, a algún conocido, y entonces reflexionamos sobre ella. Pero suele ser una reflexión fugaz. Enseguida le damos la espalda de nuevo y continuamos como si nada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Sin embargo, existe una forma de vivir la vida con mucha mayor plenitud, y es pensar de vez en cuando en la muerte. Tenerla presente, mirarla cara a cara, sin miedo. Hace tiempo un amigo psiquiatra me hablaba de un curso que hacía con alumnos de la Facultad de Medicina. Un curso de autopercepción de la propia muerte. Parece un poco macabro, ¿no? Sin embargo, los resultados eran sorprendentes. Me contaba mi amigo que todo el que hacía el curso salía de allí con muchas más ganas de vivir que antes. Les pasa también a los que han visto la muerte de cerca, o a los que padecen alguna enfermedad grave, y saben que les queda poco tiempo. Le pasaba a Pablo Ráez, que contaba, en una de sus salidas del hospital, que la sola contemplación de las cosas cotidianas era un inmenso regalo. Le ocurría a Carme Chacón, que consideraba cada día un obsequio.

Estos días estoy inmerso en un curso de desarrollo personal para niños. Tenemos algo más de noventa, de entre siete y trece años. ¿Qué tiene que ver esto con la muerte?, se preguntarán. Aparentemente nada. Pero tiene que ver con vivir la vida de la manera que hablaba más arriba. Con vivir la vida intensamente, extrayendo todo su jugo, exprimiendo cada segundo como si fuera el último. Los niños no hacen cálculos, no piensan más allá de lo que tienen entre manos en ese momento, simplemente se preocupan del instante presente. Al menos cuando se lo están pasando bien, cuando están jugando. Y creo que ahí está la clave. En el juego, en vivir la vida pasándoselo bien, disfrutando de ella. Pienso que si lo hiciéramos así dejaríamos de tener tanto miedo a la muerte. Empezaríamos a verla como un trámite, como algo por lo que hay que pasar, como una etapa más de la vida.

Dicen que uno muere como ha vivido. Si vivimos en plenitud, moriremos en plenitud, satisfechos por haber aprovechado el tiempo que se nos ha dado, sea el que sea. Si vivimos de forma mediocre o timorata, moriremos tristes y arrepintiéndonos de no haber aprovechado todos esos momentos que tuvimos para ser felices y hacer felices a los demás. Si vivimos con una sonrisa, moriremos con una sonrisa.

Me quedo con la frase de Pablo Ráez: lo triste no es morir, lo triste es no saber vivir. Y tú, ¿sabes vivir la vida?

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