A todos nos ha pasado alguna vez, hemos planificado con unos amigos un fin de semana de descanso y de ese plan solamente ha quedado el recuerdo. Y es que con las lluvias de este fin de semana poco se podía hacer en el mundo rural; ni senderismo, ni comidas campestres. Pero poco puede el agua cuando las ganas de visitar Extremadura son ansiadas, así tuviera que ser con un paraguas portugués.

Deseosos de degustar vino y buenas tapas, cogimos el coche y nos plantamos en la carretera. Nos habían comentado de la existencia de un agua magnífica por la zona sur de la Provincia de Badajoz y, aunque sobraba agua, nos plantamos en la localidad de Valencia del Ventoso en busca de ese tesoro cristalino. – Debo reconocer que fue bueno el consejo y acertada la decisión de visitar este municipio –

Llegamos a una bien cuidada fuente, llamada de Santiago, con un caño de un agua cristalina, libre de químicos productos y gustosa al paladar. Una fuente decorada con una azulejería que mostraba al apóstol montado a caballo y con espada alzada, una ventana abierta al Medievo de la Reconquista, que, junto con el castillo de finales del siglo XV, regalaba un hermoso y cuidado paraje de encanto, rodeado de verdes encinas y ganadería vacuna. Y si quieren, podrían imaginar los ritos funerarios prehistóricos contemplando los menhires repartidos por sus campos.

Después de visitar el pueblo, se nos antojaba apetecible tomar unas tapas – a la extremeña, claro está – y fuimos en busca de una hacienda situada muy cerca del municipio. Tierra Blanca nos ofrecía una carta adecuada a lo que andábamos buscando. Elegimos unos deliciosos riñones asados y aliñados, posiblemente de una reciente matanza, de esas en las que humanos disfrutan como mininos, por eso de “como un gato en una matanza”. Abundantes y variados vinos, fermentados en este pequeño pueblo, tintos, blancos y rosados, secos y semisecos, para todos los gustos. Ninguno mejor para acompañar nuestros riñones que un Rivera del Ardila, semidulce.

Ya comidos y con una tregua en la tempestad que nos acompañaba, nos dirigimos a una zona a la que los pobladores de estas tierras denominan “el Valle”. Encontramos a mitad de una estrecha carretera rural una ermita blanca que dejaba ver en su portada el legado de siglos anteriores a los del uso de la cal en abundancia, un arco apuntado de los tiempos finales del gótico. Un señor anciano, con función de ermitaño, salió a recibirnos, reflejaba en su mirada la ilusión que suelen tener los vecinos de estos pueblos cuando vienen de fuera a contemplar el tesoro natural en el que viven.

Un lugar en donde la emigración ha dejado testamento evidente de la necesidad de sus vecinos de buscar mejor futuro. Uno pequeño municipio, que al igual que otros muchos, cargados de Historia y tradiciones, también fue condenado al olvido durante muchos años. Uno entre tantos de los que aún no aparecen registrados en la Guía de los Pueblos más bonitos de España, pero con capacidad suficiente para ofrecer todo lo que desean buscar aquellos que huyen de los grandes núcleos urbanos en busca de bienestar, descanso, buena bebida, sabrosa comida y miríficos paisajes. Una tierra aún olvidada por quienes ocupan los escaños azul marino de la madrileña Carrera de San Jerónimo.

Muy recomendable visita para aquellos que estén buscando un agradable retiro. Si van, no se olviden de pedir su vino, su tapa a la extremeña y otro de los productos clave del lugar, la rosca de San Blas. Ya tienen otra excusa para perderse por Extremadura.

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