Entro en el supermercado. Tengo que hacer la maldita compra para el fin de semana. Es la una y media del mediodía y está a rebosar. Me pregunto si la cretinez se ha adueñado de toda la humanidad. Miro con recelo a la gente que me rodea, como se planta delante de los estantes de comida, como muchos miran minuciosamente las marcas, los precios; cómo van cargando los carritos con todo tipo de alimentos envasados. Siento que me repugnan. Me parecen zafios, alienados y, sobre todo, absurdos. Por alguna razón pienso en Miguel Hernández, “El rayo que no cesa” y sí. Tiene sentido. La tormenta de estupidez no cesa. Me envuelve, me cerca, y es agobiante.

Cojo cuatro memeces para sobrevivir el fin de semana y con cara de póker espero en la cola con mi carrito al lado. Delante de mí: dos adolescentes con la mirada clavada en los móviles, un matrimonio patentemente enfurruñado y una anciana sacando monedas de un enorme monedero. Aprovecho para respirar hondo y despacio, la tensión va cediendo, el mundo empieza a recomponerse ante mis ojos.

-Déjeme a mi señora.

El cajero se impacienta y coge “al vuelo” el monedero de la anciana. Esta agacha la cabeza confusa e intimidada. Con la agilidad mecánica de quien a bien seguro lleva años haciéndolo, cuenta las monedas, las deja caer en la caja registradora y le devuelve el monedero junto con la factura. La anciana apesadumbrada, con el rostro levemente enrojecido, coge su bolsa y se dirige con paso vacilante a la salida.

Al llegar mi turno voy dejando sobre el mostrador mi compra con una lentitud deliberada con el propósito de exasperar al pedazo de cabrón del cajero y de paso a la cola que se ha ido formando detrás de mí. Ruin venganza de quien está convencido de ser un sociópata entusiasta.

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