A mediados del siglo pasado en los Estados Unidos tanto demócratas como republicanos estaban de acuerdo en la necesidad de mejorar y ampliar el sistema de protección social establecido con éxito por la Administración Roosevelt. Incluso Richard Nixon y Lyndon B. Johnson se propusieron establecer algo parecido a la Renta Básica. El consenso entre los economistas era apabullante, casi nadie, salvo los locos de Mont Pellerin y la Escuela Austriaca de Economía, se atrevía a cuestionar los logros del New Deal.

Martin Anderson, seguidor de Friedrich Hayek y Ludwig Von Mises, amigo íntimo de Alan Greenspan, y miembro del círculo de Ayn Rand, fue quien viralizó en el Washington de los años sesenta un informe de enorme influencia en los círculos políticos e intelectuales en contra de la Renta Básica. Apoyándose en la olvidada historia de Speenhamland, Anderson venía a demostrarle a los legisladores de forma supuestamente empírica que eso de ayudar a los pobres no era una buena idea.

Anderson basó su ataque contra la RB sobre el legado de los acuerdos de Speenhamland, una localidad en el condado de Berkshire del sudeste del Reino Unido donde en 1795 las autoridades locales establecieron un pacto social con el creciente ejército de desamparados que amenazaban con la guerra de clases. Bread or blood! ¡Pan o sangre!, gritaban los perroflautas antisistema a los señores oligarcas. Eran tiempos difíciles. No iban bien las cosas en Speenhamland. Los cuñaos del condado de Berkshire estaban preocupados por el avance del populismo.

Cada vez había más gente por toda Inglaterra que teniendo empleo no podía mantener a su familia. De modo que de aquellos acuerdos salió el sistema de Speenhamland, un ‘seguro contra la guillotina’ pionero en forma de programa de protección social para complementar los sueldos de los trabajadores que a pesar de tener un trabajo no ganaban para cubrir sus necesidades básicas de alimentación y vivienda. El subsidio de Speenhamland se financió con impuestos, pero la cosa no salió del todo bien porque al no haber salario mínimo los empresarios bajaron los sueldos hasta la desvergüenza a sabiendas de que el Estado iba a sostener las necesidades básicas de los ciudadanos.

El sistema de Speenhamland fue abolido en 1834 al ser declarado como un fracaso por el Royal Commission Report elaborado por la primera comisión política que fundamentó sus proyectos legislativos sobre datos macroeconómicos. Los comisionados del RCR acusaron al sistema de Speenhamland de frenar el crecimiento económico de la nación, de condenar a los beneficiarios a ‘la trampa de la pobreza’, así como de la explosión demográfica y el menoscabo de la cultura del esfuerzo de la clase trabajadora. Los más importantes lumbreras de la época, como Jeremy Bentham, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill, dieron por cerrado el debate.

La sabiduría convencional decretaba que lo mejor es no hacer nada por ayudar a los pobres. Hasta Karl Polanyi, que era socialista, y autor de un libro tan poco ortodoxo como ‘La Gran Transformación’, se tragó el informe supuestamente científico del Royal Comission Report, e incluso Karl Marx bendijo aquel documento oficial sobre el fracaso de Speenhamland que venía a reforzar su idea de que la única manera de liberar al proletariado de las cadenas capitalistas no pasaba por el Estado del Bienestar sino por la revolución comunista.

Lo mismo por derecha que por izquierda el debate sobre el sueldo ciudadano quedó cerrado por largo tiempo. Sin embargo, en los últimos años varios historiadores han revisado lo que de verdad pasó en Speenhamland. Y resulta que los comisionados del RCR escribieron gran parte de aquel informe antes de recopilar datos empíricos. “En realidad las conclusiones del Royal Comission Report fueron una total fabricación -dice Rutger Bregman en ‘Utopia for Realists’- repleta de exageraciones, prejuicios y metodología fraudulenta’.

En la elaboración de aquel documento dominaron las voces más conservadoras, especialmente las de los discípulos de los clérigos puritanos Thomas Malthus y Joseph Townsend, quienes estaban convencidos de que subvencionar a los pobres implicaba invitarlos al sexo, a la promiscuidad, a la vagancia, al vicio y a la vida disoluta. De hecho el presidente de la comisión, Edwin Chadwick, era conocido en Inglaterra por sus prejuicios contra la asistencia pública a los pobres, y antes de conocer ningún dato macroeconómico ya se había apresurado a calificar el sistema de Speenhamland como ‘una fábrica de vagos’. A los cuñaos de Berkshire tampoco les gustaba la idea.

Las conclusiones oficiales del sistema de Speenhamland colaboraron a confundir propuestas diferentes como son la Renta Básica y el Complemento Salarial, además aquel documento final de científico no tenía nada, era puro puritanismo, y es más, mientras se exageraban los defectos de las políticas bienestaristas, al mismo tiempo se ocultaban los desastres producidos por la especulación financiera. Rutger Bregman se apoya en el trabajo de varios historiadores revisionistas para asegurar que los shocks macroeconómicos producidos por los especuladores a finales del siglo XVIII y principios del XIX se maquillaron para echarle la culpa de aquellas primeras crisis del sistema capitalista al supuesto deterioro de la ética del esfuerzo del proletariado.

De modo que mientras los vagos del welfare tenían la culpa de todo y debían aceptar ajustes estructurales para ser más productivos, a los otros vagos, los vagos de la especulación financiera, les perdonaron sus pecados gracias a las puertas giratorias de las que ya por aquel entonces gozaba la ludopatocracia. A todo esto empezaba a dar sus primeros pasos el gran bullshit de la Ciencia Económica, cuyas universidades impulsaron y subvencionaron grandes mercaderes, empresarios y financieros, con el principal objeto de combatir las ideas de los socialistas, comunistas, anarquistas y otros ‘populistas’.

Así fue como la nueva Ciencia Económica y el viejo puritanismo religioso unieron fuerzas para reforzar el mito del vago. A Henry George y otros ‘socialistas utópicos’ enseguida los relegaron al papel de filósofos de taberna, en cambio a David Ricardo, de profesión especulador y terrateniente, lo elevaron a la condición de doctor honoris causa. Tan insigne gurú al cual debemos no solo la ley de hierro de los salarios sino también la teoría de las ventajas comparativas, hablaba en contra del bienestarismo social, a la par que se forraba especulando en los mercados financieros.

En España este año se ha hablado mucho del Complemento Salarial, que es lo que defiende Ciudadanos -idea emparentada con el sistema de Speenhamland- de la Renta Básica, que defiende mucha gente de Podemos, y del Trabajo Garantizado, que defienden Eduardo y Alberto Garzón. Pero de momento se trata de propuestas más o menos excéntricas porque lo mismo la Ciencia Económica -en cuyos cálculos no entra cuanto escapa del ánimo de lucro- como el puritanismo judeo-cristiano -alojado en la psique colectiva y camuflado bajo la máscara liberal- siguen pensando que eso de socorrer a los pobres no es una buena idea.

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